Gervasio García, más conocido como El Jeque, en la barriada de Luyanó donde vivió desde su nacimiento hasta que logró llegar a los Cayos de la Florida en una balsa construida por él y su mejor amigo, Yayo Burumba, no era un hombre de una gran cultura. En realidad su madre pasó las de Caín para que el muchacho, un verdadero buscavidas capaz de entrar en los negocios más arriesgados en las mismas narices de la policía, aprobara por los pelos las asignaturas del noveno grado.
Durante la adolescencia se las arreglaba para vestir a la última moda y participar de cuanta fiesta se organizaba en el barrio, aunque nadie lo invitara. Era la época de las codiciadas camisas Manhattan que él intercambiaba por tabaco y ron a los rusos que por entonces pululaban en La Habana. Su facilidad de palabra y su rostro ecuánime le permitían poner en práctica las estafas más inconcebibles. De esa manera vendía tabaco torcido con “barreduras”, como llamaban los tabaqueros a los residuos de las hojas que no tenían la calidad requerida para torcer habanos, a los que colocaba anillos impresos para las mejores marcas y que obtenía a través de otros buscavidas que le servían de proveedores. Y algo semejante sucedía con el ron utilizado por él para “su negocio”, un simple alcohol de farmacia procesado con esencia de vainilla y colorante que le daban la apariencia de un auténtico ron añejo.
Cuando estaba a punto de cumplir cuarenta años, El Jeque era el propietario de uno de los negocios más prósperos del barrio donde vivía en una casa de fachada modesta, como para no llamar la atención, pero equipada por dentro con todos los adelantos de la tecnología a los que se podía aspirar en Cuba. Para eso era uno de los principales banqueros de la bolita en todo el municipio de Diez de Octubre, donde nadie salía de su casa cada día sin enterarse de los números que habían salido en el juego la noche anterior. Vaya, que el Jeque vivía bien, pero quería más. Y en eso llegó el maleconazo. Muchos de sus amigos se habían tirado al mar, solo unos pocos habían llegado a su destino pero eso bastaba para alimentar la esperanza de los que habían dejado atrás. “Si Carlucho la Momia llegó en una goma de camión, nosotros también podemos llegar”, le dijo Burumba. “Ahora todo el mundo está en la calle y todo el que se quiere tirar lo dejan ir, tenemos que aprovechar ahora o nunca”, le dijo su amigo y socio de aventuras, en su mayoría ilícitas.
Eran los días en que los balseros llegaban a diario a la Florida, y la ley de pies secos, pies mojados, entonces vigente, les facilitaba asentarse en el país más codiciado del hemisferio occidental. El Jeque y Burumba estaban entre ellos, aunque desde que llegaron a la Florida no volvieron a usar los sobrenombres por los que les conocían en su vecindario habanero.
A su tío apenas lo recordaba. Él era demasiado pequeño cuando el hermano de su madre y su esposa se fueron de Cuba, y siempre escuchó decir que él era el sobrino que más se le parecía, lo que le hizo pensar que el tal Rodrigo era de armas tomar. Y no se equivocó.
Por primera vez en su vida, Gervasio se hizo el propósito de enderezar su camino, y lo logró. No solo trabajaba de sol a sol, sino que además se propuso sacar su diploma de secundaria y estudiar algo que le garantizara su futuro.
“Hazte paralegal”, le aconsejó su tío. “Así te respetarán de los que están a ambos lados de la ley”.
El propio Rodrigo se encargó de explicarle las ventajas de lo que sería su futura ocupación. Después de dos años de estudio, podría obtener un certificado para trabajar como secretario o asistente legal, así como asistente administrativo en otras posiciones relacionadas con la ley. Y nunca le faltaría el dinero, le recalcó su tío.
Tuvo que pegarse duro a los libros, como no lo había hecho antes. Pero sus maestros siempre dijeron que él tenía buena cabeza para los estudios. Y además, durante el tiempo que vivió en Cuba sin un trabajo oficial se aficionó tanto a la lectura que podía discutir lo mismo de historia que de ciencias y economía. Conocimientos que le permitieron avanzar en el estudio de la ley, y destacarse por encima del resto de los alumnos. Solo tendría que perfeccionar el inglés que aprendió en las calles de La Habana, para poder defenderse en los negocios con los turistas, pero en eso también se había propuesto avanzar. Lo del acento era lo de menos, le dijo su tío, en definitiva en este país todo el mundo habla con un acento diferente.
Es una lástima que Rodrigo no hubiera podido ver todo lo que había conseguido en los últimos años. Ahora compartía un despacho con abogados de verdad, y hasta había podido comprar una casa, donde planeaba empezar su propia familia.
El caso es que las cosas son como son y no como uno quiere que sean, eso Gervasio lo sabía. Su tío se había ido demasiado pronto, como consecuencia de sus excesos de juventud. Él había escuchado que había sido un tarambana, y que se portó muy mal con su esposa, según le confesó en varias ocasiones después de unos tragos, cuando lo visitaba los domingos por la mañana. Pero siempre tuvo debilidad por su sobrino preferido, como lo llamaba, así es que lo menos que podía hacer era cumplir con la petición que le hiciera antes de morir.
Gervasio García, alias El Jeque, quedó gratamente sorprendido al descubrir que la viuda de su tío era “una temba a la que se le podía hacer un tiempo”, calificativo que él solía dar a las damas de edad madura, pero de buen ver. “Una jeba de salir”, como le contaría luego a su socio Burumba. Porque los estudios le habían ayudado a expresarse con un vocabulario más refinado que antes, pero cuando hablaba con sus amigos de toda la vida prefería hacerlo utilizando los vocablos que ellos entendían. De ninguna manera quería que pensaran que él les estaba restregando por las narices sus conocimientos, porque en el fondo seguía siendo el mismo, un tipo que había sido mala cabeza pero siempre se había mantenido leal a sus amigos.
Cuando Lorena se repuso de la sorpresa inicial, abrió el sobre que el señor García le había entregado y estuvo a punto de desmayarse. En su interior encontró, según pudo comprobar después de un conteo minucioso, la asombrosa cifra de treinta mil dólares, en billetes de veinte.
“Esto lo dejó Rodrigo para usted. En efectivo, así es que no tiene que pagar impuestos. Espero que pueda ayudarle en algo”.
Después de despedirlo, Gervasio García salió del apartamento. Pero unos segundos más tarde volvió a asomarse por la puerta.
“Ah, se me olvidaba, Lorena, la acompaño en el sentimiento”.
Ella estuvo tentada a contestarle que se ahorrara el pésame porque nunca antes se había sentido tan feliz, pero Gervasio no había dado la visita por terminada porque antes de marcharse definitivamente le espetó, tuteándola por primera vez:
“¿Te gustaría salir conmigo este sábado? Te recojo a las siete, para ir a comer donde tú quieras”.
Sin duda la tomó por sorpresa, porque ni ella misma podía creerlo cuando se escuchó responder:
“A las siete, entonces”.
Elvira de las Casas
(foto: Eva M. Vergara)
Elvira de las Casas. (Cienfuegos, Cuba, 1955). Licenciada en Lengua y Literatura Alemanas en la Ciudad de La Habana, reside en los Estados Unidos desde 1991. Ha trabajado en varias publicaciones periódicas y colaborado con páginas digitales como editora. Con Editorial Silueta ha publicado las novelas, Doce mensajes a Hercules (2012), La cruz de bronce (2015) y La mujer del cuadro (2018). Varios relatos suyos han sido publicados en la revista digital Conexos y uno de ellos vio la luz en la compilación Crear en femenino (Editorial Silueta, 2017), además de ser traducido al húngaro ese mismo año, para la revista Magyar Napló.