Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Tigre

GEORGES FERDINANDY

 

La vida está llena de malentendidos. De nosotros mismos puede que sepamos algo, pero de los demás, de nuestros semejantes menos, o peor, ni eso. A mí, por ejemplo (es mejor limitarse a hablar de lo que uno conoce), me consideran una especie de globe trottler, justo lo contrario de lo que soy. Porque a pesar de haber vivido en tres continentes, en treinta y tres ciudades diferentes, todavía hoy echo de menos las tierras donde permanecí y viví.

Por eso, después de medio siglo volví a casa. Pero tampoco acá, en mi tierra natal, encuentro mi sitio. Añoro los lugares que dejé y no solo de palabras. Si puedo, vuelvo, los visito. Constato, una y otra vez, que lo que persigo son quimeras, cierta extranjería que me es familiar. Ahora, en este preciso momento, estoy en la Florida, al borde del pantano, de los Everglades, un lugar donde alguna vez creí que me iba a quedar para siempre. Pero no por ser un sitio grandioso. Ni siquiera se le puede calificar de acogedor. De hecho, es una llanura desesperadamente vacía, con un cielo aplastante que la cubre y el sol que se cae en el mar, detrás de las autopistas. Pero ¡qué importa! Acá paré y acá los cirujanos me pusieron a punta.

Y ahora estoy de vuelta. No se puede entrar en carro a la urbanización, así que aparco y entro caminando.

Por acá paseaba hace años, dando vueltas como un condenado a muerte. Ni las palmeras, ni la escuelita, ni el lago marrón cambiaron. Y ahí esta mi casa. Ahí viví. No era el mismo de hoy. En ese entonces, tenía algo que ya no tiene la esperanza, la certeza de que sería mi hogar. No llegué a conocer a nadie. Por acá los vecinos ni se saludan. Daba vueltas y vueltas, convencido, insistente, resuelto.

Nadie me hacía caso, hasta que al final fue un gato el que me adoptó, Tigre. Así lo empecé a llamar un tiempo después. Al principio me observaba desde lejos. Me segua al trote por detrás de las matas que bordeaban el camino. Luego, cada día, más y más cerca. Y yo, cuando me sentía solo, también lo llamaba. No me acuerdo cuando fue la primera vez que entro en casa. Pero incluso entonces, no se dejaba tocar. Comía de los restos, bebía lo que le echaba. Después se sentaba delante de la puerta y espera para que se le abriese para salir.

Yo no lo retenía. Era un salvaje, sigiloso, de ojos grandes y amarillos. Supongo que era de uno de los vecinos que vivía cerca de mi casa, en la esquina. El que estaba siempre enfermo, y tenia la ambulancia siempre parada en frente de su casa. El que al final se murió.

Pasó un mes hasta que pude acariciarle, pero ni así se quedaba a dormir en casa. Seguía haciendo sus rondas. Hasta ahí se dejaba. A la mañana, cuando salía por el periódico, se me escurría entre las piernas. Comía, dormía y luego se estiraba en el escritorio a mirar cómo iba y venía el lápiz rasguñando el papel. De vez en cuando soltaba una pata y me acariciaba la mano.

Hablábamos poco. ¡Tranquilo! –le repetía– ¡Tranquilo, que escribo de ti! No sé de donde sacamos que los animales son más tontos que nosotros, los humanos, quizás de la Biblia por aquella pavada del alma.

Todo le interesaba. Era curioso. Le gustaba mirarme cuando desayunaba. Acercaba la nariz a la comida, pero sin tocarla, solo para averiguar qué era. Si le acercaba el dedo lleno de mantequilla me lo chupaba. Nada más. La vida, así de a dos, estaba bien. Y terminé aceptando que Tigre no se iba a dejar domar.

Una vez le regañé. Una sola vez le levanté la voz. Sabía que había hecho algo mal, pero no se había podido resistir. El atún lo volvía loco. Y esa misma noche me dejó una lagartija sobre el periódico. Me había hecho un regalo. Dándome de comer, me pedía perdón. Ya la mañana siguiente, después de la mantequilla de rigor me restregó la nariz en la cara. Y así terminó el capítulo del atún. A la tarde dormía una hora, como le gusta hacerlo a todos los que madrugan. Entonces se acostaba encima mío. Y así vivíamos, respetándonos el uno al otro en armonía.
 

*

 

Se acostumbró a que de vez en cuando me iba de viaje. Se acostumbró, pero no le gustaba. Cuando preparaba las maletas, se acostaba encima, y esa noche sí se quedaba en casa. No sé que hacía cuando lo dejaba. Viviría su vida como antes de que yo me cruzase en su camino. No parecía que le molestase quedarse solo unos días. Pero cuando vendí la casa se puso mal. Ese día, por primera vez ahí su voz. Hasta entonces había sido mudo. No sabía ni ronronear. Si antes, cuando se me ponía en el pecho me sobaba, ahora lloraba. Le salía una voz ronca y profunda de bien adentro. Pero a la noche salió igual de juerga. Y yo, cuando cargué las maletas, tampoco pensé que iba a ser la última vez que lo iba a ver. Pensaba que allá, en mi tierra, también iba a encontrar a alguien con quien estar.

Y ahora estoy otra vez acá. Doy mis vueltas, como antes, y después de las cirugías. De día los estacionamientos quedan vacíos; paso por enfrente del club y la piscina. El viejo jardinero da vueltas alrededor de los containers, como siempre. El estanque de la fuente está seco. Antes, ahí siempre me paraba a respirar hondo, estirar los huesos. El itinerario que antes hacía en media hora ahora lo hago en veinte minutos.

–¿Está de vuelta? –me pregunta.

Y yo me encojo de hombros.

–¿Qué pasó con el gato? –le pregunto.

–¿El abigarrado? (Tigre era rayado con el pecho blanco) Lo veo de vez en cuando. –contesta una mujer–. Al principio siguió dando vueltas por acá. Luego desapareció. Seguro que tiene dueño –añade.

Alguien te habrá heredado. Los gatos son así.

Sigo con las vueltas. Miro detrás del basurero, por el matorral. Esta todo: las palmeras, la escuela, el laguito marrón. Solo falta la confianza, la certeza… ¿Y si tiene dueño? ¿Y si vive acá, entre los matorrales? ¿Qué pensará un animal, cuando lo abandonan sin más explicaciones, cuando lo engañan? Puede que nada. Visitará el pasado, como yo. Acá en la Florida, el sol se pone detrás del arco de las autopistas.
 
(2016)
 
 
Este texto pertenece al libro Un día en la Isla (Editorial Isla Negra, San Juan, 2019).
 
 

Georges Ferdinandy
(foto: cortesía del autor)


 

Georges (György) Ferdinandy (Budapest, 1935) abandonó su país después de la revolución húngara de 1956. Publicó sus primeros libros en francés, por los que obtuvo el Premio Mundial Cino Del Duca 1961 y el Premio Literario Antoine de Saint–Exupéry 1964. Se doctoró por la Universidad de Estrasburgo. Fue profesor de la Universidad de Puerto Rico durante treinta y seis años. Entre 1976 y 1986 colaboró como crítico literario para Radio Free Europe, de Munich. Su obra ha sido traducida al español, alemán, búlgaro e inglés. Recibió el Premio Pen Club de Puerto Rico en 2000. Es miembro de la Academia de las Bellas Artes de Hungría.

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Esta entrada fue publicada el 14/06/2020 por en Narrativa.
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