El ruiseñor en la maleta
La puerta se va con el caminante,
lo sigue como una madre llena de brazos,
él la carga en su espalda como a un enfermo.
En el día doloroso un pestañazo de sol ocupa los horarios.
No lo convence del regreso,
pero le habla de los cielos de arena.
Al caminante le crece en la cabeza el horizonte.
No ve la bienvenida, el vaso de agua que lo espera.
La mejor muerte que se escapa sin ser tocada
por ninguna canción.
Si el caminante no regresa la puerta no se cerrará,
el rostro cocido de arrugas como tierra entre ríos,
el ojo de agua en que abreva la noche, puente de tierra y nube;
olvido y muerte en un mismo espejo sin mirarse
fraguando el oro que no se gasta.
La puerta prefiere seguirle en su olvido alegre
a quedarse entre los ecos de un nombre,
el golpe de unos pasos que demoran,
la hiedra sin frutos que atestigua.
Sin soñar los sueños del ausente,
sin la posibilidad de hacer camino a los vientos,
de ver sobre la mesa
el mundo.
Mensaje en la botella
El pájaro sin volar entró en la distancia
y el centinela quieto vio a su sombra
bailar desobediente.
En el tiempo de llamas que no se apagan
una voz de mujer me persigue,
un aliento que toqué con mi lengua,
una piel que escribí con mis dedos
es en mí desnuda, descalza.
Estoy en otro sitio
puliendo el mismo fuego:
resucitada vive una muerte que no se gasta.
Te conocí en una fiesta,
rielábamos la paz con aquellos pelos largos,
leíamos libros prohibidos
y escuchábamos a Pink Floyd.
Fue el tiempo en que las siembras
se fertilizaban con consignas,
y aun había balcones en La Habana.
La Habana, ciudad de muchos muertos
empaquetados en el olvido,
de tumbas talladas en el ojo del viento;
ocasos enquistados en la opulencia del polvo,
del glamur de una carcajada en la oscuridad.
Tiempo en que se repartía una sola cabeza
y se decía pájaro para que todos cantaran.
Yo le di la razón a tus locuras,
sabías malas palabras que no existían,
sabías podar en silencio
el ojo blanco de la tristeza.
Eras en el espejo de la noche
el pájaro de agua y fuego.
Levitabas como una paloma
en el vendaval de la luz,
antorcha lamida de onomatopeyas.
Sabías mirarme con tus pechos;
en tus piernas lloraba un sol
de líquidos puñales cuando cerrabas los ojos
curvando el cielo
y después mirabas feliz
como un crepúsculo en olas.
Un día por las calles un ruido de estrella
como vitrales rotos, la angustia recostada en la mirada,
un instante de todos los deseos
nos llevaron al mar.
La última vez
que contemplamos el árbol del Edén
tu mirada cojeaba como piedra en la cascada,
no sabías que la muerte era una casa segura.
No caminé sobre las aguas,
pero un amor más grande me llevó a la otra orilla.
Me fui amándote mendigo aún de tu voz herida.
La soledad son andamios bajo la piedra del cielo,
decir de cada muerto el silencio que los mantiene vivos.
La soledad es alguien que moja los pies
en un trozo de mar cuando tiembla una espina larga
en el chispazo de otro nombre.
El que está solo
abraza la pureza del desamparo arañando los perdones.
El que está solo
desviste estatuas
en el olvido
Sentado en la penumbra
Las palabras me olvidaron,
sus cuerpos cimbrados de pequeñas flechas
que navegan vastas y leves
cuando el silencio despierta entre sus muros.
También las fieles e inocentes
y aquellas que me inventé persiguiendo la gloria.
Todas me abandonaron.
No sé qué rumbo tomaron,
en qué tierra respiran,
si en su recinto natal el azar las enmascara,
si han sido vencidas por el confuso límite en que desfilo.
Bendito ejército de amazonas
perforando el coro sordo de mi cosecha.
Quizás mi silencio no supo callarse
atrios de mitología indescifrable,
sin una verdadera sed enterrada
como lluvia en los escombros
antes de que emergieran,
nacidas de mi entierro como luz clavada.
Sin ellas soy un olvido de Dios.
Un silencio sin alma.
Alma sin luna ni sol de náufrago anónimo
sentado en la penumbra.
Solo cuando se muere el cielo es todos los sitios,
la punta del sufrimiento
en que todas las palabras son una.
El Cupido de la sabiduría no flecha en su ausencia,
ni sublimes muertos calientan en la casa
las cruces que el olvido desentierra.
Los duendes del desamparo acarician mi angustia.
Sufro su soledad, el libro sin páginas
que ellas mismas temen.
Enmudezco y aún hay máscaras que ofrecen
sus llaves para la blasfemia.
Llanto amurallado en el gran silencio
que se ahoga de palabras sin caminos,
tinta de maniquíes en laberintos de seda,
conciencia adornada de rechazos.
Amigas, ¿por qué vuestra música late en mi sangre
como un difunto universal en un entierro de tambores?
¿Por qué el estercolero del mundo perfuma la memoria
de vuestros elegidos y el odio antes de huir
pone sus huevos de elocuencia cenagosa,
en un eco de espejos coronado de mendigos?
¿Por qué en el anfiteatro del polvo
la envidia alza su carabela
sin que las orugas atraviesen el monumento del miedo?
¿Y qué puedo hacer si hay hijos del hombre
en todas las palabras en todos los silencios?
¿Por qué se fueron y se llevaron mi boca?
Oh pupilas mías de diminutas eternidades,
la sutileza de mis descuidos dejó huellas perdidas
que se alejaron en la fiesta del humo sin resonancia.
Cómo he envejecido sin encontrarlas.
La muerte no me recordará en su diccionario del tiempo.
Oh pájaros míos, el espacio ardiente del silencio
huye de mis ojos
y soy un sonido sin luz,
un graznido donde anida el invierno
cuando el alma cojea
como una barca de un solo remo.
Hay en mí todo el rumor de la familiaridad mendiga.
Pero no supe cómo atravesar el desenfado para encontrarlas,
en qué lamento esperar la luz de sus clamores,
con qué canción ni en qué nube besarlas
como a una foto de un hijo o de una madre,
en cuál olivo del mundo podré quemar la puerta del destierro.
No pude vender el ardor de mis miserias,
palabras comprometidas que desamarraron las sombras.
Mares de nítidas vocales ardiendo al fuego.
Miedos y horrores de verticalidad suicida;
porque ninguna locura embellece el crimen.
Y hasta enfermé con mi nombre de lágrimas encalladas
en malos deseos.
Mi inventario de las tinieblas de un algebra mercenaria,
dilapidando mi muerte en velorios de estatuas
o venerando columpios de arena,
siendo un destello hereje, un vendedor de milagros.
Quién sabe si regresen, si me perdonen,
si sus enamorados instrumentos tocarán para mí,
si el llanto sereno de mi hoguera las persuada.
Podré irme con ellas, con su canción sin final,
a la tranquila pureza.
Son tantos los perros sin nombre que ladran
y suenan las últimas pedradas que sostienen la calma.
¿Volverán a visitarme como niños a la playa?
Ya no esconderé en mis banalidades su rosario.
Y en el murmullo de mi vergüenza, de la nada,
del escaso latido que en mi pecho se arrastra,
no hallo el mapa, la ruta frugal donde me perdonen.
La vehemencia que se llevaron cuando se fueron,
como la más hermosa mujer,
sin despedirse.
Juan Carlos Mirabal
(Foto cortesía de Editorial Silueta)
Juan C. Mirabal (La Habana, Cuba 1964) Poeta y fotógrafo. Tiene publicado el libro de poesía “Rehén de las olas”, al cual pertenecen estos textos. Poemas suyos han aparecido en diversas revistas, antologías y en medios digitales. Tiene inédito el libro de poemas “Los techos del ángel”. Reside en Miami.
Caracol de imágenes
Quizás mi silencio no supo callarse. Sabías mirarme con tus pechos;
en tus piernas lloraba un sol. El pájaro sin volar entró en la distancia. La puerta se va con el caminante. Al caminante le crece en la cabeza el horizonte.
Amigo Juan impresionantes imágenes en magníficos poemas.