Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Al amanecer

EVA M. VERGARA

 

a Deora Bodley, in memoriam,
a propósito de un poema suyo
en su diario de séptimo grado


 

I

 

Rasga el papel por los costados del paquete, separa las cintas arrancando el lazo que las unía, deja caer las tiras de colores sobre la mesa; en la terraza un grupo de diez personas espera su reacción, levanta con cuidado la tapa de la cajita. Un cofre de jade verde, los tres monos sabios sentados sobre el estuche. Uno no habla, otro no escucha, otro no ve: Mizaru, Kikazaru e Iwazaru. El último regalo de su vigésimo cumpleaños, con una carcajada pones fin a las dudas de tus silenciosos interlocutores. ¿Así que se acordaron?, ¿quién fue? No, no me digan, yo lo adivino. Con detenimiento recorres los rostros de tus amigos, tu madre escondida tras la cámara se finge ocupada en captar la imagen. Fuiste tú, aseguras y corres a besarla, sus mejillas sonrojadas y en su boca la familiar sonrisa, los años bajo su pupila se acentúan, el cabello castaño oscuro corto, los ojos achinados fruncidos de alegría. Te escurres entre sus brazos, su olor inundándote, adentrándose en ti gentil, tus manos acarician el cuerpo delgado, “de regreso a casa”, piensas. Aprietas el abrazo y separas tu rostro finalmente. Tu madre frente a ti en paz.
  Retienes el instante, “de regreso a casa”, sacudes la cabeza hasta ahuyentar la frase; ahora recorres la terraza, un beso y las gracias a todos. Cortar el cake, soplar la vela; y del otro lado del Atlántico, doscientas cincuenta mil personas perecen. Dejar correr el agua, abrir la llave en la mañana, no-tiempo a esperar la huida, hormigas escapando del golpe inesperado; del otro lado del océano un grito colectivo te alcanza, el mar los sorprende con la boca llena, el estómago vacío, la esperanza satisfecha, la fe seca, el Dios presentido, el Dios ignorado, la mejilla volteada, la mano levantada; en el fregadero, la noche propicia a la búsqueda de alimento, un enjambre de hormigas se pasea sobre la meseta, se deslizan en fila ordenada por el aluminio; vasos y vajillas, el anzuelo perfecto, degustar el pedazo de arroz, arrastrar el grano de frijol, y tu mano impaciente, y tu boca alertando a las intrusas, algunas huyen favorecidas, otras aguardan inocentes su “regreso a casa”, y giras la pila y el chorro les golpea la inocencia; elefantes abandonando las costas bajas en Tailandia, antes del nefasto maremoto, sus gritos de terror avisando la estampida, el paso apurado mientras las trompas, mano de Dios, apresando sorprendidos pasajeros. Y soplas la vela blanca. Y pides tu deseo de cumpleaños, nueve meses para tu regreso. Un viaje a Connecticut, a New Jersey, amigos esperándote, el aeropuerto en septiembre, el día iluminado, me llevan al amanecer.
 

II

Tu cuarto con salida independiente al patio y la terraza. La cama personal recostada a la pared bajo la ventana que da al pasillo; donde la almendra se distrae sacudiendo sus hojas de invierno, moradas rojizas. Sobre la cabecera, una serigrafía, un arlequín de apretado traje se columpia con desenfado. La oscuridad te cerca, sientes un roce, una presión cálida contra tus carnes, un cuerpo amoldándose al tuyo. A tu alrededor se va levantando la luz, la silueta de un joven va descubriéndose, parado frente a un espejo, parece leer. Tú, recostada a él, te ves reflejo junto a su rostro. Tu corazón bombeando al unísono del suyo. Observas sus facciones, el cabello castaño, los labios protuberantes, una mueca atrapada bajo la risa contenida, las manos declamando, la voz profunda. Más allá de ustedes percibes unos ojos, tu mirada fija en el espejo, un hombre en harapos te mira, eleva la barbilla con un gesto condescendiente, en sus manos dos pedazos de papel, el color neón importunando la penumbra, y lees las fechas, “febrero, septiembre…”, y sabes el tiempo no está de vuestra parte. Levantas tus manos hasta los hombros del joven, los recorres con detenido cuidado. Recuestas tu mejilla sobre la camisa blanca. La voz armoniosa te llega “esta noche lo haré, y mis manos volarán, dejaré vaciar el peso de mis sienes y flotaré, flotaré bajo la lluvia de mi sombra”. El joven apura el contenido de un frasco, sus ojos renunciando imágenes, el peso de sus veintidós años va cayendo sobre ti, reclinas su cabeza sobre tus piernas, tus manos acarician su pelo e inclinas tu primer beso sobre los labios del muerto, sus ojos te ven por primera vez… Ahora te sabes en una habitación diferente, un cuarto infantil, una cuna vacía, frente al armario, una mujer con traje blanco adornado con ribetes color naranja te va mostrando las ropas de un niño, las sostiene en el aire, su semblante apacible, su boca muda; alguien a tus espaldas anuncia el nombre: Obatalá. Del sueño al cuarto sin intervalo a la soñolencia, la palabra pronunciada te despierta con un brusco empujón sobre la conciencia. Obatalá, tu mente repitiendo el sonido incoherente, tomas el diario sobre la mesa de noche, el lápiz marcando la siguiente página, con letras mayúsculas retribuyes la nota que continúa su insistente merodeo en tu cabeza.
  Bajo las cobijas pruebas a reconciliar el sueño, te es imposible, el laptop sobre el escritorio, abres la pantalla, conectas la internet, presionas las letras en el teclado. Obatalá, dueño de todo lo blanco, el más puro, Virgen de las Mercedes, protectora de los cautivos. Hojeas el diario, la letra adolescente recogiendo sueños, anotando premonición. Dualidad de hechos, una comilla para la ocasión salvada, una interrogante para el acto ajeno a tus manos. Buscas en el cajón bajo la mesa, tu diario de séptimo grado, entre las hojas amarillentas un marcador te indica el lugar preciso. Lo abres, el poema infantil, la visión nítida se desliza sobre las hojas rayadas, una planicie, un objeto cayendo, árboles en la lejanía, calor sofocante, tu cuerpo desmembrado visto desde arriba, te elevas feliz. Tu dibujo infantil bajo la última sílaba, “de regreso a casa”. Siete meses para tu partida.
 

III

Apresurada recorres la calle Washington hasta la escuelita de fachada blanca y techo estilo Art Deco. Verdes arbustos la adornan y un arce palmado púrpura resbala su sombra sobre las paredes a la derecha. Subes los siete escalones hasta la entrada en arco, una placa de cobre sujeta la insignia del colegio, St. Clare Catholic Elementary School, ciento cincuenta años de fundada. Dos ventanas con marcos de madera completan el frente; sobre el portal estrecho te detienes un instante, revisas dentro del sobre manila, computas tus documentos, aplicación, copia del título de graduada, número de seguro social…, la puerta ancha, luciendo una media luna que casi alcanza el bajo techo, te intimida. Entras.
“Maestra, maestra, yo quiero ser una oruga. Maestra, yo quiero ser una oruga, para cuando crezca ser una hermosa mariposa y mis padres me quieran”.
  No, no digas eso, pero si tú eres muy linda, agachada frente a la niña, deslizas tus dedos por el pelo grasoso, los ojos distraídos te taladran, la pupila idiota con una sola
pregunta. Pero si tú eres linda…, y tu voz te aprieta la garganta, los ojos honestos, te creen. Tu segundo año como voluntaria, preservar un pedacito de luz sobre la letra escrita, señalar un refugio entre las páginas dibujadas, niños sabihondos, inhibidos, chicos “especiales”, la lectura puente a comunión. Leer en voz baja o en grupos, rectificar la pronunciación, recrear los diálogos, personajes en la plástica, un mural en el Community Center, morados, rojos, azules, amarillos subidos, el pincel atrevido, sin temor enfrentando la franja verde contra el rojo tomate, visión de creadores salvos de escuela.
  “Maestra, yo quiero ser una oruga”, chicos de abruptos cambios, de palabra enredada, de mutismo embarazoso, de continuo paseo de pupitre en pupitre, la maestra harta del juego, el gesto mortificado, lejano a la piedad, y tú observadora, juez árbitro entre ambos, un momento de respiro para la maestra, un segundo de atención para el grupo de alumnos. Conciliadora, y sabes el tiempo no está de tu lado e intentas posar tu mano de sosiego sobre las caritas ajenas, una plegaria de buenaventura, una conversación con las jóvenes madres, ejercitar la armonía, toda criatura obra inmaculada. Dejar a un lado el medicamento mutilador; la música entretejiendo rutas, las notas atando voluntad y razón.
  En el estacionamiento, un hombre te previene, un mendigo sentado tras el volante de tu auto consumía su almuerzo, la puerta sin seguro y recuerdas claramente activar la alarma antes de bajarte. El hombre te mira desconfiando de tu memoria, estuvo observando al vagabundo, quien se limitó a comer, y luego abandonó el auto dejando una bolsa de plástico, junto a la puerta del chofer, con restos de comida. Repasas el interior del vehículo, por algún objeto extraño que salte a tu vista, en la guantera los cassettes están intactos, las monedas bajo la radio no han sido tocadas, nada delata la intromisión…, el bloc de hojas neón ha quedado trabado entre la palanca de cambio y el asiento delantero, libreta donde anotas ideas inconclusas, imágenes que te asaltan de momento, donde describes el boceto de una posible escultura. “Craziness has a better understanding of reality; la locura tiene una noción más clara de la realidad”. Lees tu última anotación, la letra entrecortada, casi ilegible, la velocidad del auto distorsionando tu trazo. Bajo tu frase, una caligrafía desconocida, “septiembre”, la fecha conocida como recordatorio…, y sabes el tiempo no está de tu parte. E intuyes un amuleto, tu nota coincidentemente oportuna, te ha salvado en esta ocasión.
 

IV

Cuatro edificios de siete plantas conforman la comunidad, piscina, jardines, área de recreo; número 715. Entras al lobby, en el elevador presionas el cuatro. Un pasillo estrecho, tocas a la puerta 458, el ojo indiscreto sobre tu frente, presumes la mirada tras el lente. Un hombre te recibe, la sala-comedor pequeña, la mesa redonda para cuatro comensales. En un sillón distante, una viejita duerme, su cuerpo inclinado peligrosamente hacia delante, la cabeza ladeada, la boca babeando; de súbito, impulsa su cuerpo contra la seguridad del respaldo. Apartas la vista, un cuadro de la Última Cena junto a la puerta, fotos de familiares adornan la pared a tu derecha. Un espejo lleno de mariposas se extiende desde el techo hasta el borde del rodapié en la pared a tu izquierda; un mostrador de formica divide el comedor de la cocina, por donde puedes entrever los estantes de madera sobre el fregadero, el refrigerador y el fogón en el que una mujer hace desaparecer la llama bajo la olla; luego te mira y apura su paso hasta ti.
  La afabilidad del saludo te despoja de toda incomodidad, te invitan a sentar. Halas la silla bajo la mesa, frente a ti, el matrimonio, treinta años de unión; el hombre de gestos casi afeminados, la voz pronta a la ironía; la mujer de ojos interrogantes, nariz respingona, en su cuello una medalla de la Virgen, y un escapulario. Ciertos intervalos y su mano corre inconsciente a sujetar el dije. Sus ojos parecen distraerse por brevísimos segundos, mientras sus dedos continúan la caricia sobre la imagen. Su voz conversadora. Enseñas tus credenciales, cartas de recomendación, las preguntas de rigor, la charla amena, tu experiencia como tutora; los libros que disfrutas, la poesía, y coinciden los gustos y ríen y pareciera el tiempo detenido. La invitación a un café, el hombre se levanta atento, lo ves perderse en el pasillo y reaparecer de inmediato por sobre la meseta. Te agrada su disposición, la mujer ríe descubriendo tu sorpresa –nunca he sido buena en la cocina–, confiesa. Un álbum de fotos y puedes ver las caritas de tus futuros pupilos.
  El apartamento acogedor, al fondo, una puerta doble de cristal da al balcón, del balancín un entretejido brocado corre hasta las blancas celosías del piso. Junto al sofá en el extremo más alejado, un búcaro con rosas rojas descansa sobre una mesa, un portarretrato se pierde tras el copioso ramo. Los ojos atrapados bajo la lámina te miran por primera vez. Tu voz se pronuncia extraña, indagas por el joven; la mano de la mujer atrapando el relicario –es mi hijo–. Recorres la corta distancia, te agachas frente al retrato, una boca de labios protuberantes, donde la risa parece contenida, sonríe, al pie del marco la fecha señalada, noviembre 1978-febrero 2001, y sabes el tiempo no está de vuestra parte. Buscas apoyo en el brazo del mueble, las piernas se sienten como gajos de amorfa materia. Te desplomas sobre la silla, tus facciones ilegibles –él también adoraba la literatura, “la vida, esta vida que defendemos e imploramos con terror en los labios, esta vida no es más que una burla, una burla a la conciencia”–, la voz de la madre te entristece –tengo todos sus cuadernos, pero aún no me siento con valor para ordenarlos.
 

V

Las fotos extendidas sobre la cama, quizás una docena, el crepúsculo irrumpiendo en la habitación del hotel, los últimos rayos del día cayendo sobre tus formas, hebras de colores pespuntean el espacio. La maleta preparada. Tomas un primer retrato, deslizas tus dedos por la figura atrapada en el papel, un beso en la mejilla, la guardas dentro de la mochila, una a una cada fotografía sufre similar atención. El pasaporte, ticket de vuelo, dinero de aduana, un libro para la espera.
  Madre, me detengo en este instante a escribirle,
  deseo…, y tengo
  cada celebración junto a usted, el día cotidiano, mi caída,
                     el catarro contagiado
  la risa absurda, el regaño, la rabia dicha, la melancolía compartida.
  
  Madre, mi memoria de usted queda conmigo, qué pudo ser…, ya ha sido,
  el amanecer inundado de su olor, su presencia al tornar la luz y
                            despertarme
  su paciencia al pie de la cama, su mano reposando sobre la sábana.

  Madre, qué silencio podré entregarte que te ampare
  qué hermosa frase dejarte que te cobije
  qué adivinado instinto te dirá, eres amada.
 

VI

Tomar un taxi al amanecer hasta el aeropuerto, en el camino, la mochila apretada a tu pecho, la ciudad en letargo, las luces de los faroles titubeando indecisas, entre la noche y el día. Bajas del auto, pagas calculando la propina, tomas la maleta, un hombre se ofrece a ayudarte. Con un gesto de tu cabeza le agradeces y continúas. La fila de cinco personas hasta el mostrador, una mujer de engolada voz te da los buenos días, maquinalmente dejas tu maleta sobre la plataforma, el peso adecuado, pasar la tira con tu nombre. Te alejas, los corredores abarrotados de pasajeros, establecimientos ofertando sus productos a hambrientos madrugadores o trasnochados. El olor de los pretzels, doughnuts, café, chocolate caliente, se entremezclan formando una capa invisible sobre la atmósfera. Maletas con rueditas, o lazo para facilitar la carga, hombres, mujeres, niños, mascotas, un hormigueo de gentes, todos urgentes por llegar. Un salón casi vacío. Las siete y media de la mañana. La voz por el altoparlante anuncia, pasajeros del vuelo United Airlines 93 con destino a San Francisco, California, por favor, abordar por la puerta de salida diecisiete. Miras tu ticket, 11 de septiembre de 2001, puerta 17, asiento 31A.
 
 
Este relato aparece recogido en la compilación Crear en femenino. Dieciocho autoras de Miami (Editorial Silueta, 2017).
 

Eva M. Vergara
(foto: cortesía de la autora)


 

Eva M. Vergara. La Habana, Cuba. Ha publicado el libro de relatos, Mirada desde un submarino blanco (Editorial Silueta, 2009). Uno de sus cuentos fue incluido en Palabras por un joven suicida (Editorial Silueta, Miami, 2006). Tiene inédito el libro de relatos «Ceremonia de salutación».

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Esta entrada fue publicada el 07/02/2021 por en Narrativa.
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