En una ocasión me dijo que aquella mujer era «extraordinaria», y aunque el calificativo en sí mismo no precisa nada, lo tomé como una especie de alerta. No cabían dudas en cuanto a qué se refería al decir «extraordinaria», pero yo no lo sabía. Ella se acercó a Raúl, lo abrazó con cariño y esa dosis extra de satisfacción que se expresa cuando después de algún tiempo, se reencuentra a alguien que se valora. Con delicadeza me hizo un gesto lindo, en señal de saludo, y tras unos instantes más de contacto con Raúl, se despidió, anunciándole que lo llamaría por teléfono en los próximos días. Levantó la mano izquierda y movió con habilidad los dedos en dirección a mí, para luego de golpe, cerrar la mano, llevándola hacia su pecho. Retuve en mi mente la particularidad de que era zurda, también me llamó la atención que de la cartera que le colgaba del hombro sobresalía un libro de sicología, algo que tampoco dejé escapar.
Tras el encuentro con la mujer, que dejó la atmósfera cargada de un olor en realidad exquisito, no pudimos continuar con nuestra conversación inicial. Fue en esa oportunidad donde se refirió a lo extraordinario de la mujer. Unos pocos datos adicionales indicaron que se llamaba Irma, que se conocían desde hacía mucho tiempo, que se habían amado, y que por la intensidad de ese amor, «demasiado poderoso», habían terminado.
Poco tiempo después, para mi asombro, Raúl marchó entusiasmado a vivir y trabajar en medio de las montañas de West Virginia. Inesperadamente recibí una carta suya donde me hablaba de la satisfacción de encontrarse en ese sitio. La noticia de su «cambio de hábitat», como él lo llamaba, venía acompañada de justificaciones por no haberse comunicado conmigo antes de partir. Como prueba de su intempestiva partida, me enviaba dos entradas para un concierto que en pocos días realizaría Zenaida Manfugás. «No dejes de ir a verla», me escribió, «es maravillosa». Junto a otros detalles de la artista cubana, que por demás yo conocía, me pedía que le «grabara» una cinta con la música de su último CD, que pondrían a la venta ese día en el concierto. Desde luego que teniendo en cuenta la acción que tuvo con las entradas, lo mínimo que podía hacer era comprarle uno a Raúl. Incluso me propuse obtener una dedicatoria de la pianista para él.
En el intermedio del concierto, volví a sentir el aroma de Irma. Habían pasado varios meses, nunca más la había visto, ni tampoco mi amigo me la había vuelto a mencionar. Sin embargo emprendí su búsqueda por todo el vestíbulo del teatro. ¿Cómo podía haber identificado ese olor que sólo había sentido una vez? La situación me perturbó. Carecía de lógica, no tenía coherencia que algo semejante ocurriera. Freud vino al rescate. Que si el olor de la madre. La sicoterapia analítica. Tal vez la mezcla orgánica de los sentidos. Asociaciones perturbadoras, en fin… También podría ser un trastorno del subconsciente dormido, asumiendo frías referencias sobre algún episodio comprometedor del «superyo», activándose al vincular la mujer y el olor, con la descripción pormenorizada que mi amigo Raúl me hizo en su carta, en relación a un baño desnudo y en solitario, en un helado lago de West Virginia. No sé si pude calmarme, como en ocasiones anteriores que he encontrado, o creído encontrar la esencia de una acción, de un comportamiento o de un impulso, recurriendo al análisis minucioso de la situación. Creo que en el caso de Irma necesitaba de una terapia extra.
Las personas socializaban. Compré un trago para mí y otro para Dulce, que me acompañaba al concierto. Estoy seguro que ella notó algo extraño en mi comportamiento, pero por prudencia no preguntó nada, cosa que me alegró sobremanera. Caminé despacio por entre los grupos, intentando localizarla, dejándome llevar por el olor. Mi acompañante se quedó hablando con unos conocidos, a los que les di la mano apresuradamente y continué en la búsqueda de Irma. Los minutos corrían, el tiempo del intermedio estaba por concluir y no acababa de encontrar a la amiga extraordinaria de Raúl. ¿Tal vez el envío de las entradas por correo tuviera la intención de provocar un encuentro? ¿Le habría mandado a ella también? ¿Qué podía pretender Raulito al tratar de ponernos en contacto? Tuve miedo, y por unos instantes abandoné la búsqueda. Una vez más los resortes sicológicos se dispararon, pero me apresuré a bloquear cualquier especulación sin fundamento.
Las luces comenzaron a emitir los avisos y el salón se fue vaciando. Lo recorrí de un extremo a otro, persiguiendo el olor, pero no lo localizaba, no lo retenía cada vez que creía haberlo encontrado. Los aplausos anunciando la entrada al escenario de Zenaida Manfugás, me impulsaron a mi asiento, siempre he odiado moverme por los pasillos una vez iniciado un espectáculo.
Un silencio total se apoderó del teatro. La pianista permaneció unos brevísimos segundos frente al piano sin moverse, buscando concentración. Una expectativa exaltaba los sentidos que aguardaban el instante preciso en que sonara la primera nota. Un gemido uniforme, como un alivio, como una carga, se dejó escapar para acompañar la música de Ignacio Cervantes. Un murmullo se expandió por todos los rincones cuando la audiencia identificó Los tres golpes, que con solidez y elegancia la concertista interpretaba. La inmovilidad de la audiencia hizo aun más triste el Adiós a Cuba, que majestuoso se crecía en medio de una audiencia mayoritariamente cubana, que hacía muchos años también le había dicho adiós a Cuba.
La sala se llenó del olor de Irma. Por las ventanas del aire acondicionado emanaba aquel olor que todos aspiraban y sentían, pero del que sólo yo podía identificar su origen. «Qué olor más agradable, parece incienso», me dijo Dulce tomándome del brazo y acercándose a mi oído para no molestar a la audiencia. Moví la cabeza negándole ese olor, tenía que ser yo sólo el que lo sintiera, era un olor que debía estar destinado a mí.
Al final de la presentación los aplausos atronadores obligaron a salir varias veces a la Manfugás, que agradecía una y otra vez. Me indignó que los organizadores del evento no le llevaran un ramo de flores al escenario, me pareció una evidente falta de sensibilidad hacia la señora. Pensé decírselo a Dulce, así como pedirle sus impresiones del concierto, pero no lo hice, yo estaba demasiado ocupado en localizar a Irma entre el público. Por eso, sin mediar palabra alguna salí al vestíbulo, para desde allí poder escudriñar los rostros de los asistentes, o de las asistentes, yo buscaba a una mujer, pero al poco tiempo descubrí que no podía tener un control global del público. Además, otras puertas, las de emergencia, estaban siendo utilizadas como salida. Desde hacía rato no sentía el olor deseado. Volví a incursionar en el auditorio, pero ya no quedaba nadie, sólo algunos empleados que se apresuraban a limpiar las lunetas.
En la calle, parte del público aguardaba por la pianista. Yo olvidé comprar el CD, y ni me pasó por la mente mi compañera Dulce, que tuvo que irse con sus amigos. Me da vergüenza enfrentarme a ella de nuevo, no sabré qué decirle, aunque espero que manifieste una vez más su prudencia, y no me ponga en una situación difícil.
No me explico lo ocurrido y ni los más avanzados libros de sicología, ni Freud, sencillamente nadie podrá darle coherencia a los acontecimientos que se precipitaron. Al entrar en mi carro, el olor de esa mujer estaba concentrado en el interior del auto, como si ella hubiera estado ahí sentada, impregnándolo todo. Luego, en el momento de hacer girar la llave en el encendido, por las salidas de ventilación, brotó un aire tremendo con ese olor que me dejó sin control, aturdido. Al unísono, el cassette comenzó a entonar la música de Cervantes. Aceleré, me precipité contra una de las columnas del teatro, mi cabeza golpeó el parabrisas, rompiéndolo. La gente corrió asustada. Los gritos de «llamen a la policía», se convirtieron en chillidos estridentes, en alaridos involuntarios. Vi a una mujer llevarse las manos a los ojos. Sin proponérmelo di marcha atrás, y los que corrían para auxiliarme, huyeron despavoridos al verme maniobrar. Volví a impulsar el carro contra la misma columna. El golpe fue aun más fuerte, el timón presionó mi abdomen, y sentí un dolor intenso, casi incontenible, pero dejándome fuerza suficiente para volver a evolucionar el carro, que con más decisión lancé contra el teatro.
Ahora aguardo por el médico. Esta será la primera consulta fuera del hospital. Ya estoy recuperado físicamente. Me operaron para detener una hemorragia interna, me había perforado el hígado. Todavía siento dolor de cabeza, pero dicen que es normal, sobre todo teniendo en cuenta que llevo 12 puntos en la frente, dos sobre el párpado, así como uno o dos más en la barbilla. No sabré qué decirle al doctor, simplemente hay acciones que no tienen explicación, que no tienen sentido y ésta es una de ellas. Me entristece pensar en el sufrimiento de mi familia, en el miedo que mi madre habrá sentido al recibir la noticia, en la expresión de su rostro al verme todo vendado, con varios sueros en las venas, un tubo por la boca y el reporte médico indicando mi estado como «grave pero estable». Pienso en mi madre más que en nadie. Ahora sí pienso en ella más que en nadie.
Se abre la puerta del consultorio, una mujer de rostro nada agradable me hace un gesto con la mano, moviendo con suavidad sus dedos. Retuve en mi mente el detalle de que usaba la mano derecha. Me levanté con lentitud de la butaca al escuchar mi nombre, y lo hice sin la ayuda de mi madre que había permanecido todo el tiempo en silencio a mi lado, sin exigirme explicaciones, sin atormentarme con preguntas. Sin mirarla me pierdo tras la puerta. La dejo inquieta, ansiosa por saber el resultado de la conversación que mantendré con el doctor.
Estoy casi seguro que el médico tratará de inducirme a la tonta confesión espontánea. No descarto que intente la tradicional sugestión. Pero no tendré nada que revelarle. Sólo le diré, en un tono que denote absoluta seguridad, para que se lo repita a mi madre y así la tranquilice, que no hay nada que temer, nada de que preocuparse, que ya estoy completamente curado, si es que en algún momento estuve enfermo, que no hay explicaciones, ni argumentos que sustenten mi imprevista e impulsiva acción. No le hablaré, desde luego, del olor, ni tampoco de Irma. No mencionaré la satisfacción que Raúl sintió al poder entregarme, porque eso fue justamente lo que hizo, a una mujer que llamó, con tono penetrante, «extraordinaria». Me abstendré, claro, de referirme al placer de hundirse desnudo en un frío lago de West Virginia. No, no voy a relatar nada, cualquier descuido me podría comprometer. Quizás intente un escape sicológicamente aceptable, si hablo de la nostalgia, del destierro, de la ausencia; algo que enfoque el «problema» como un trastorno vinculado a la infancia. Pero tendré que ser muy cuidadoso, cualquier imprudencia podría dar una indicación peligrosa, una palabra mal colocada destruiría la única realidad posible: la carga de un olor vivo que taladra y el abatimiento que deja la música de Ignacio Cervantes.
Luis de la Paz. Escritor cubano residente en Miami.
Pero tendré que ser muy cuidadoso, cualquier imprudencia podría dar una indicación peligrosa, una palabra mal colocada destruiría la única realidad posible: la carga de un olor vivo que taladra y el abatimiento que deja la música de Ignacio Cervantes. …….saludos…acertijos …