Infancia
1
Una niña sola, cabizbaja.
El disco gira. Los cisnes bajan en vuelo rasante.
Una niña que trata inútilmente de darse un nombre.
Ella ama a todos. Ella no sabe de límites ni hechizos.
Quiere una espada y un caballo negro, pero desconoce
a quien le espera en la torre que custodia el dragón.
Se ve en un tiempo que no existe.
Se intuye en una guerra cuerpo a cuerpo.
El agua del mar la reclama con un chasquido de lujuria.
La música la enreda en una sábana de niebla, la diluye.
Una niña seria, con los ojos amarillos como los de los búhos.
Ella no sabe dónde está su tribu. Ella no sabe.
Extiende los dedos y su mano es una araña, una estrella,
un pequeño animal pálido que busca a qué asirse.
Se toca las clavículas con la punta de los índices fríos;
se muerde intentando inútilmente probar el sabor
de su propia sangre. Se impacienta.
Quiere apedrear el nido de secretas apetencias
que la melodía revela a medias.
Una niña absorta, sentada en el regazo de la muerte.
Ella quiere que todos sean sus amantes, sus presas
en la cacería que se anuncia.
La música hace un giro, empieza a replegarse
traza una espiral en el long-playing negro, expira.
2
Tenía un ángel guardián que parecía un cantante de rock.
El pelo largo, enredado, ensortijado.
La boca a dos milímetros del micrófono, sonriente,
ambigua como la del San Juan de Da Vinci, curvada
y muy roja, sangrienta casi. La cintura,
sobre el torso de tetillas puntiagudas, ondulando.
Las nalgas apretadas. Los muslos a punto de quemarse.
Un ángel desnudo debajo de su sobretodo gris.
Un ángel con ojeras delatoras.
Con un tizne sospechoso en los párpados.
Con lentes oscuros para despistar a Dios.
Todas las noches me arrullaba, me dormía con historias
de orgías celestes que duraban mil años.
Cosía mis disfraces de nerd, de estudiante estudiosa.
Aconsejaba qué máscaras usar, qué tonos de voz
emitir en los momentos oportunos, qué camuflajes
de camaleón ceñirme al pellejo.
Ŧ
No, yo no extraño California, tan solo paisajes interiores:
Venados pastando en las terrazas de madera del mar.
Largos territorios enmarañados y verdes.
Secoyas de niebla, húmedos templos donde se encabritan los helechos;
isletas labradas por el agua y las inevitables gaviotas.
Chicos que se exponen al sol de la costa para besarse las vergas erectas
con lenguas erectas y aliento a marihuana. Sólo paisajes:
Azogue vertido en la bahía sobre una lámina de plata.
Horizonte fileteado de gris, y nubes grises,
y grises rascacielos al final de los puentes.
Barrios donde el silencio se derrama como un delicado licor de estío.
Tú mismo -yo- sentado en la acera de cualquier esquina,
con el jean sucio de arena, en la radio una emisora de rock, que parpadea,
y ese anillo de tinta dibujado en torno al dedo gordo de tu pie descalzo.
Ŧ
Mi dios es un elefante engalanado, un danzarín que gira en una rueda de
fuego, un hombre que se maquilla los párpados de azul profundo. Es una mujer embarazada a punto de parir el cosmos.
Mi dios es un humilde artesano con las muñecas atravesadas por clavos mohosos, un joven armado con látigo que echa por tierra las mesas de los mercaderes en el templo. Es un hombre de mirada verde sentado entre Magdalena y su discípulo favorito.
Mi dios es un guerrero de cuerpo rojo armado con la doble hacha, es una bola de luz, un lago secreto, un volcán dormido, un árbol solitario que resiste los rigores de la próxima glaciación.
Mi dios es un átomo, una piedra, una hoja seca, un perfil desconocido que centellea detrás del cristal de la ventana bajo la lluvia.
Mi dios está en todo. En nada. Mi dios casi no existe a fuerza de existir. Le digo “dios” por darle algún nombre, pero es el innombrable, el impalpable, el increado, al mismo tiempo tan real como el pecho de mi madre goteando en mi boca de recién nacida.
Mi dios no es excluyente, porque excluyentes somos los hombres.
Mi dios tiene el aspecto de mi amante, de mi madre y mi padre, de mi peor enemigo. Es inútil hablar de él y al mismo tiempo es inevitable. Es indescriptible, inefable y más íntimo que mi sangre menstrual, que mis quejidos, que mi grito para entrar en la batalla, que mis huesos blanqueando en una tumba anónima.
Mi dios no es mi dios y yo no soy de él, porque hay un punto en el que nos confundimos y somos lo mismo, él-ella en el macromundo del macromundo, y yo en el micromundo.
Ahora mismo me ha tocado con su aliento para que yo escriba, lee estos versos imperfectos por encima de mi hombro, y sonríe.
Ŧ
Inside
1
Esta es mi mano izquierda que rasga la membrana.
Afuera están sus esencias retorciéndose en espiral;
miríadas de oscuras luces que trazan un círculo perfecto
alrededor de lo que existe sin existir, de todo aquello que no se nombra,
de lo que se deshace como un trozo de ladrillo viejo
entre tus dientes, encima de tu lengua, cuando intentas explicarlo:
los translúcidos cuerpos de los dioses imbricados
en salvajes apareamientos;
piel de madera de secoya, carne de vidrio, huesos de espuma de mar,
sangre espesa que gotea entre mis labios.
2
Bajar al infierno no es tan sencillo.
Me arrodillo y quiebro mi yugular, y ellos llegan,
oscuros, sediciosos como una manada de susurros.
Ya no existo. Ellos me habitan. Pasan a través de mis ojos
como relámpagos de hierba, se adueñan de mi hígado y mi lengua.
No soy un guerrero, no soy un peregrino, no soy alguien que busca,
porque no existo. No es a mí a quien ves cuando me miras.
No es a mí a quien quieres escuchar cuando preguntas.
Hay un retablo de guiñol en mi cabeza:
Debajo de mis párpados ellos lloran y se abrazan, se besan y fornican,
inalcanzables, inasibles, todopoderosos.
Danzan sonriendo. Ruedan por tierra con las ropas en desorden.
Se palpan los miembros aceitados.
No existo, pero soy un hombre que se desnuda para cruzar un río.
No existo, pero soy una mujer que acaba de parir un cordero.
3
Al pie de la escala miro desde mis ojos enturbiados por el polvo
y puedo percibirlos, entidades sin rostro, descollantes
en el vacío repleto de criaturas.
Y los cuatro animales se aprietan contra mí,
emparedándome con una acolchada coraza
de escamas, plumas, piel que huele a almizcle.
La imagen del mundo se resquebraja emitiendo un silbido arenoso,
empieza a desmigajarse bajo mis pies.
El paisaje abierto fosforece en la oscuridad, reflejado en mis retinas.
Giro, me contraigo, grito preguntando mi nombre,
y llegan tres de los que me han precedido: santo, santo, santa;
se encajan como piedras de un muro de contención a mis espaldas.
Sólo entonces puedo dejar de temblar.
Ŧ
Bifronte
Estoy dividido-dividida como una tierra fronteriza.
Lengua de miel, dientes que se clavan en la doble garganta.
Cierro los ojos para tocarte los pechos, y mis manos ahora suben
por colinas que se erizan rumbo al cielo, ahora descienden,
se aplanan encima del mundo de blanca asfixia que es tu vientre.
Soy dos mitades que jadean como si respiraran azufre.
Me divido, multiplico mis estancias y acabo siempre en el medio.
Qué soy que no soy más que una fina culebra de ceniza
que se enrosca en tu cintura mientras mi lengua (bífida)
traza un sendero serpentino en la nuca de otro.
Mis ojos arden en el espejo. Mi cara se afila y palidece.
Hambrienta criatura inapetente. Mitad por ti y mitad por él.
Ŧ
Ouroboros
Dios con diosa,
así ha sido siempre,
pero yo,
mi espíritu como una llama torturada,
mis manos repletas de esa turbia bienaventuranza
del paisaje que dibujé noche a noche,
encuentro finalmente que puedo respirar la espuma
del agua más densa.
Dios con dios, digo,
y nada ni nadie pueden revocar
mi pronunciamiento.
Dios que es dioses cantando.
Y mi olor se eleva como el estallido de una luminaria.
Mi ADN se retuerce extáticamente,
emite biofotones que saltan, enloquecidos,
e invocan su cara prohibida,
la boca abismal que se abre y absorbe su propia extremidad.
Dios absorto en sí mismo.
Dios que grita en el extremo del orgasmo
con que se crean los mundos.
Dios con dios, repito,
en una tormenta de sangre que asciende,
y soy yo quien asciende, entre aullidos, la espiral.
Árboles, ya podemos respirar porque amanece verdeazul,
porque el aire de turquesa encontró por fin su sitio,
y somos lo que somos.
Somos lo que somos: Dios con dios.
Y yacen en un silencio purificado.
Y son todo mío.
Los poemas de Chely Lima, como siempre, parecen imágenes de otro mundo. Es una de las mejores poetas cubanas de todos los tiempos. Me llevo el enlace de esta página a mi Facebook.
Creo lo mismo que Daína. Chely siempre me conmueve. María Elena Hernández
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Si Chely puede leer esto, le mando un gran abrazo. La recuerdo con cariño y admiración de los talleres que daba con Alberto Serret en Quito, en una cafetería o en su departamentito, donde nos brindaban té de jengible con sinceridad y pasión.
Estoy leyendo y solo veo imágenes,sonidos,esa sensación de estar ahí,dentro de las palabras….gracias por la poesía Chely,gracias.
Lleny Díaz
Detrás de cada poema hay un personaje, una historia, un mundo complejo expresado con palabras escogidas y transparentes. Y hay una gran poeta, naturalmente.
Chely, me encantan, es cierto como alguien dice, son poemas narrativos, más que coloquiales…………. tus dotes de narradora y guionista te salen por los poros siempre, hasta fotografiando nos cuentas una historia, eres nuestra Scheherazade insular amiga, un beso, los disfruté realmente. besos juan carlos rivera desde Baires.