Nos mudábamos por tercera vez y le advertí a mamá que sería la última. En esta ocasión nos había tocado ganar, aunque tuve que separarme de Marcos. En aquel apartamento estaba cerca del trabajo y su familia vivía próxima a nosotros. Una semana antes se paró frente a mí y exclamó sin rodeos: ¡terminamos! Dio la espalda, recogió sus pocas cosas y se fue.
Puse la mayoría de los bultos adentro, con el apoyo del chofer del camión y sus ayudantes. En el portal, mamá escrutaba el barrio sentada en su comadrita. Le pagué al chofer y decidí también sentarme un rato antes de cargar lo poco que quedaba en la acera. Desamarré una silla de las del comedor y me situé a su lado. Hasta nosotros llegaba el olor a playa. Me pareció escuchar el ruido del oleaje. Las veces anteriores me llevaron al límite de lo que una mente estándar podía soportar. Primero el apartamento en Habana del Este con un bullicio que empezaba a las 6 de la mañana y concluía después de la medianoche; y la otra en La Habana Vieja con ídem características. Esta sí constituía una excelente permuta, a pesar que tuviera que dar dinero y perder el cuarto de mi difunto padre en la jugada. Así no me asaltarían los malos recuerdos ni la peste a ron cada vez que fuera a limpiarlo.
Observé el jardín. Los rosales estaban desechos y faltos de cuidado. Nada de lo que no pudiera ocuparme en días venideros. Acaricié a mamá, que siguió imperturbable, con la pose indiferente a la que estoy acostumbrado. Verás que aquí vas a estar “de perilla”, dije. Presté atención al taxi que pasaba frente a la casa y se detenía en la del costado. Un hombre de unos treinta y tantos años se bajó del mismo. Nos miró unos instantes. Hizo una seña de saludo, a la que respondí levantando el brazo y moviendo la mano, como si más bien le dijera adiós. Mamá imitó mi gesto. Quedó luego en la misma postura. Vimos entrar al hombre con un pesado paquete entre los brazos. El vecino parece ser agradable, expresé. Quedó en silencio unos minutos. Al rato sentenció: No me gusta ese hombre. Sentí su frase como una salva de artillería. Cerré los párpados y respiré hondo, pero decidí no hacer ningún comentario al respecto. Casi inmediatamente después volvió a confesar: Tengo la impresión que no voy a digerirlo. Colmó el límite de mi paciencia. No te preocupes, advertí molesto, te daré un digestivo, pero de aquí nadie me saca.
Quise terminar mi ofuscación, sin embargo sus palabras eran la gota que necesitaba para explotar como un siquitraque. La primera vez tuvimos que mudarnos porque según tú los vecinos de los bajos te estaban poniendo brujerías, al colmo que en varias ocasiones agrediste a la pobre negra que no se había metido contigo, y antes de verme en una estación de policías o en prisión decidí permutar.
Tomé aire para seguir con la refriega. En el segundo apartamento todo estuvo perfecto los primeros años, hasta que empezaste con el delirio aquel de que la china y el albino que vivían frente a nosotros echaban veneno en los tanques del agua de la azotea, causa por la cual, según tú, se habían muerto el viejo del primer piso, que tenía ya noventa años, Marta, cuyo cáncer minó en apenas dos meses, y Gladys, a la que le dio un infarto al enterarse que su único hijo, que vivía en Nueva York y le mandaba dinero todos los meses, murió sepultado por las torres gemelas. Tanta manivela le diste al asunto, que no querías tomar agua, ni comer, ni bañarte, hasta que hubo que comprártela en la shopping… en fin, Aquí estamos, como la novela del televisor, y no has calentado aún el culo en ese balance y ya el vecino, que no ha dicho ni media palabra, te cae mal. ¡Mamá, por Dios!
Hice silencio y esperé su reacción. Quedó inmutable. Comenzó a mecerse sin dirigirme la palabra. Me avergoncé de haberle hablado en ese tono. Recordé las palabras del psiquiatra cuando advirtió que a veces la relación con un enfermo mental era difícil, pero que sobre todo resultaba necesario interiorizar el hecho de que no eran cómplices de su conducta. ¡Coño, viejo!, dije respondiéndole ahora, ¡te la voy a llevar para tu casa un mes a ver si me entiendes a mí!
Me levanté de la silla. Le besé la frente. Estaba llorando. Sabía que esa era mi debilidad y le gustaba provocar. Como esta casa no vamos a encontrar ninguna, mamá, cerca del mar, un buen reparto, al parecer con vecinos decentes. Volví a acariciarla, esta vez los cabellos. Abrió lentamente los labios. Dijo, secándose los ojos con los dedos: Perdóname, Juanito.
Esa disculpa me acabó de vencer. La levanté despacio apretándola fuertemente contra mi pecho. Soy yo el que tiene que pedirte perdón, expresé, y terminando de quitarle las lágrimas dije que iba a darle las pastillas con jugo, y entraría las pocas cosas que quedaban en la calle para acondicionarle su cuarto. Pareció entender. Eso me alivió. Ingirió las pastillas y volvió a adoptar su posición de buda chino sobre la comadrita.
El vecino salió a la calle e insistió en ayudarme con las cajas que faltaban por entrar. Accedí, a ver si con eso conseguía que mamá se ajustara al cambio de ambiente. Lo observó pasar. No hizo ningún movimiento, ni tampoco respondió al Buenas, señora mía, que de forma cordial expresó una vez que pasó por su lado.
Colocó la última caja en el piso para tomar aliento y me observó despacio. Sonrió sutilmente y extendió la mano. Sentí afecto en aquel apretón. Bueno, en lo que necesites y te pueda socorrer…, dijo, y se marchó. Desde su portal volvió a saludarme. Entró en la casa. Parece ser un hombre de mente abierta, comenté.
Mamá se dejó manejar los primeros meses sin grandes dificultades, aunque podía verse su actitud recelosa, en las ocasiones que Andrés iba a la casa por algún motivo muy especial, pues sus visitas no eran reiteradas. ¿Tu madre es muda?, preguntó un mediodía que me encomendó un recado para alguien que podía visitarlo por la tarde. Necesitaba buscar una cajita que su mujer enviara desde Venezuela con una compañera de misión. Sentí vergüenza de confesarle que mi vieja no podía verlo ni en pintura. Es de poco hablar, dije casi escupiendo cada sílaba. ¿Tú no conoces cerca de aquí a algún plomero?, cuestioné de inmediato para salir del aprieto. Lo tienes frente a ti, ¿Qué te hace falta arreglar? Un salidero en el baño, específicamente en la bañadera. ¿Puede ser mañana temprano?, propuso. Puede, respondí. Comentó dos o tres cosas más a las que no les presté la mayor atención. Cerré la puerta. Lo observé minuciosamente a través de las persianas.
El resto de la tarde lo pasé preparando a mamá para el día siguiente. Andrés llegó como a las nueve con una caja de herramientas. Le indiqué la rotura y se puso a trabajar. Yo rezaba porque la vieja se mantuviera en su cuarto sin levantarse. Dios no me escuchó. Apenas Andrés comenzó el trasteo en las tuberías la sentí toser. Entré a su cuarto en el momento que se colocaba las chancletas. Mejor duerme un poco más, te advertí que hoy vendría el vecino para arreglarnos la llave del agua. Hablé con un tono de voz que parecía más bien una súplica. Me estoy cagando, dijo a secas. Acabó de incorporarse. No respondió al saludo de Andrés, que esperó con paciencia para proseguir el arreglo, mientras ella lo vigilaba desde una silla del comedor.
¿Cuánto te debo?, cuestioné al termino de su trabajo. Nada, contestó. De ninguna manera, insistí. Te reitero que nada, alegó, y despidiéndose de mamá sin recibir retribución por el afecto se encaminó a la puerta de salida. En el portal sentenció: No es de poco hablar; sucede que le caigo gordo. Enmudecí con sus palabras. Dale tiempo, verás que me la gano, señaló, dándome una palmada en el hombro. Quedé confuso ante la última frase emitida. Pareció darse cuenta al observar la expresión de mi rostro. Yo no cobro por las cosas que me producen placer, ¿lo harías tú? Bueno, yo… Interrumpió mi respuesta. Estoy seguro que no. Caminamos despacio hacia la verja. Le voy a traer unos mangos a tu madre; verás como cambia de parecer respecto a mí, dijo, y ante mi silencio decidió continuar. Las madres sienten desconfianza de los extraños cuando tienen hijos así como tú. Observó el súbito rubor de mi rostro. Sienten recelo de que alguien les contamine su amabilidad. Llegamos a la reja. Volvió a darme una palmada y me estrechó la mano. Bueno, cualquier otra cosa… No dijo más, y se fue.
Es de la CIA, expuso mamá con cierto rencor. Y yo del G-2, respondí; y tú un miembro del cuerpo de vigilancia, así que estamos dos contra uno, y de aquí no me voy aunque vengan los Estados Unidos con toda su tropa. Trató de desafiarme dando una palmada sobre la mesa. No le hice el menor caso. Prepararé el almuerzo, y después, cama que tú conoces. La dejé susurrando improperios. Me interné en la cocina.
Un grito desgarrador interrumpió mi siesta. Incorporé el cuerpo rápidamente. Salí del cuarto. Los alaridos provenían del baño. Encontré a mamá desnuda, arrinconada en una esquina de la bañera, tapando su cuerpo como si algo estuviese aplastándola. ¿Qué pasa Mamá, te caíste? Comencé a revisarla, angustiado. ¡Es ese hombre!, exclamó entre lamentos, ¡me estaba mirando desnuda mientras tomaba el baño, a través de la máquina! ¿Pero qué hombre, Mamá, qué máquina? Seguí revisándola sin entender los motivos de tanta zozobra. No tenía ningún golpe. Siguió su letanía. Él nos mira cuando nos bañamos, con esa máquina que trajo el día que hicimos la mudanza, explicó sollozando, tú no te has dado cuenta, pero es la verdad.
Adiviné la causa de su aflicción. Debe ser porque no tengo rayos X en los ojos, dije. Cogí la toalla y comencé a secarla. Es mejor que dejes el teatro, querida, porque por enésima vez ratifico, ¡que de esta casa no voy a mudarme!
Inició su llanto como era de esperar. Proseguí mi discurso mientras la secaba. No me vas a ablandar con tus lágrimas de siempre, sigue llorando hasta que se te seque el manto friático que tienes en los ojos. ¡Sácame de este lugar antes que la máquina nos destruya!, manifestó. Tomó mi rostro entre sus manos para obligarme a mirarla. Es una máquina infernal, mijo, acabará con nosotros. Aparté la cara bruscamente. La obligué a incorporarse. Su letanía iba aumentado mi fastidio. Empujé su cuerpo hasta sacarla del baño y llevarla a su cuarto. La senté sobre la cama. Abrí la gaveta. Agarré un frasco con pastillas. Puse una encima de su mano. Ya ingerí la dosis de hoy, expresó sin dejar de llorar. Pero según mis cálculos necesitas aumentarla, ¡vamos! Y le di dos palmadas en el brazo. ¿Sin agua?, preguntó. ¡Sin agua!, no vaya a ser que me vengas con el cuento de que la máquina también envenena la cisterna. Tragó la píldora con dificultad. Al rato comenzó a adormecerse. Se recostó hasta quedar dormida. Me senté en una silla del comedor. Crucé los brazos sobre la mesa. Anidé el rostro sobre ellos. Comencé a llorar.
Un ruido en las afueras me hizo entreabrir las persianas para indagar. Un taxi. El mismo de meses atrás. Me percaté por una mancha negra que tenía cerca del guardafangos. Andrés se apeó. Cargaba un paquete. Miró a todos lados. Me pareció un poco misterioso. Dirigió la vista hacia mi portal. Cerré las persianas y me asaltó cierto temor. Pensé en las crisis de mamá. La gente dice que las madres nunca se equivocan cuando tienen algún presentimiento. No es que creyera lo de la máquina, pero podía ser otro el drama a temer. Deseché la idea al instante. Lo de la vieja no era un augurio, sino un reflejo de su enfermedad. Tanto se encarga alguien de sembrarte en la mente una duda, que terminas prestándole atención.
Escuché el sonido de la reja al abrirse. Pasos. Toques en la puerta, muy suaves. No quise abrirla. Nuevos toques. Luego pasos al irse. La reja al cerrarse. Abrí con sigilo y vi el paquete frente a mis pies. Eran mangos, seguramente los que había prometido traer. Me desconcertó su exceso de gentileza. ¿Qué pretendía de nosotros con tantas muestras de amabilidad?
Ni muerta comeré los mangos, dijo. Esa tarde volvió a repetirse la escena del baño. Subí la dosis, pero ni se inmutó. Con el transcurso de los días perdió algunas libras de peso. Culpó a la emisión de radiaciones por parte de la máquina, sin valorar que su apetito ya no era el mismo. Mira como tengo seca la piel, afirmó entre sollozos. Esa máquina terminará por convertirme en un bacalao.
Lo peor de todo era que me transmitía su angustia. ¿Qué hago contigo, mamá? vociferé exasperado. ¡Ay, no me pegues!, gritó. ¡Mamá, mamá!, exclamé con los ojos cubiertos de lágrimas. Dime ¿cuándo yo te he puesto una mano encima, cuándo, cuándo? Preferiría antes cortarme las manos, dejar de vivir. No pude más. Salí de su cuarto y entré al mío. Me estaba llevando a un grado tal de desesperación que llegué a pensar en volver a mudarme. No quería tener que ingresarla. Era otra catástrofe. Se negaba a comer, y al final era más lo que perdía en un sanatorio, que lo que ganaba. Tenía dos opciones: o subía la dosis hasta que desapareciera el lío con la máquina, o continuaba tirando a mierda su delirio. Al final opté por las dos cosas.
Después de varios días y 24 tabletas me percaté que no funcionaba la primera elección. Se puso rígida y babeante, pero seguía mostrándome la piel, y explicaba que la máquina estaba poniéndosela seca y flácida, porque el hombre de al lado experimentaba robarle las sustancias del cuerpo, me mira desnuda, mi rostro no es el de antes, mira lo opaco que tengo los ojos, decía frente al espejo, los labios están pálidos y en cualquier momento se me caerán los dientes, yo que toda una vida los he cuidado con tanto esmero. ¡Pero mamá!, contradecía yo, ¡si los dientes que tienes son postizos! No hacía caso a mis palabras. Seguía profiriendo un sinfín de disparates más.
¿Por qué no nos mudamos? se atrevió a sugerirme. La miré con hastío. Buscaba una provocación. Estoy al montarme contigo en esa máquina y permutar para Marte, dije con fastidio, quizás allá, sin nadie a nuestro alrededor, se te quite la mahomía; aunque tal vez te de por decir entonces que los meteoritos del espacio te sacan la lengua. Incrementó su llanto y las súplicas. Alzó el pie y me mostró las manchas rosadas que tenía entre los dedos. La máquina me está cambiando el color de la piel. Eso es hongo, dije imperturbable, por no secarte bien las patas. Mándame a dar electrosueños, pidió, manteniendo el ritmo del llanto. Conocía que siempre me opuse a los electroshocks. Sus palabras constituían una ofensa. Yo creo que para que se te quite la obsesión con la máquina, habría que conectarte la cabeza a una termoeléctrica, expresé con el mismo tono inflexible de voz. Luego indiqué: no tendré otro remedio que ingresarte, aunque me muera de nostalgia por no poder ir a visitarte todos los días, sino el fin de semana. Esta vez no voy a llevarte flores. Se incorporó molesta. Salió del cuarto y se metió en el baño. Abandoné el cuerpo sobre la cama. Tuve la impresión que iba a morir agotado. Oí el sonido del agua. Se dio por derrotada. Hacía dos días no quería bañarse. El cansancio me fue adormeciendo. Después de un largo rato sentí toques en la puerta. A pesar de la fatiga logré incorporarme. La puerta del baño estaba abierta, pero no vi a mamá. La supuse en su cuarto. Seguí rumbo a la sala y abrí. Andrés me sonrió, pero noté algo de intriga en sus ojos. Tengo un evento en Pinar, estaré ausente unos días. No sé si te moleste echármele un ojo a la casa. Su forma de mirar me provocó nerviosismo. ¿Podrías darme un vaso con agua? Me extrañó que viniendo de su casa prefiriera calmar su sed en la mía. A mi regreso estaba dentro de la sala, de pie, extendiéndome el brazo con la llave en la mano. Le daba vueltas y me miraba con la misma intriga. Tomé la llave. Mis dedos quedaron atrapados entre los suyos. Mi hermano es gay, dijo, la mejor persona del mundo. De pronto mamá salió de su cuarto, tijera en mano. Sin darme tiempo a reaccionar la clavó en el pecho de Andrés. Quedé horrorizado por la contemplación de tanta sangre que comenzó a emanar de la herida. ¿Qué hiciste, Dios mío, qué hiciste? El vaso se estrelló en el piso. Andrés, desfallecido, me cayó encima, cubriéndome el cuerpo de sangre. Abrí los ojos y tragué el aire para evitar la asfixia. Volví a escuchar el sonido del agua. Pasé los dedos por mi frente y sequé el sudor. Si algo odiaba en la vida, eran las pesadillas. Me levanté mareado. Fui hacia el baño para inspeccionarla. Al abrir la puerta me esperaba una sorpresa.
Llevo noches sin dormir. Días en los que apenas pruebo bocado, sin bañarme, extrañándola. Hoy decidí soltar un poco de valor para visitarla y llevarle al cementerio el ramo de flores que tanto le gusta. Me afeité y al final quise darme una ducha. El agua estaba fresca y quedé debajo del chorro largo rato. Un corrientazo en la espalda me hizo estirar el cuello. Subió por mis piernas un hormigueo intenso, tan persistente que llegó a sofocarme. Sentí calambres, náuseas, vértigo. La rara sensación de tener encima los ojos de alguien.
Reynaldo Duret Sotomayor (Santiago de Cuba, 1958), psiquiatra de profesión, escritor y poeta, ha publicado Nunca te enamores los días de lluvia (Ediciones Extramuros); La noche de los miedos (Ediciones Santiago, 2011). El cuento “La máquina”, pertenece a su tercer libro de relatos, Catálogo de la locura, en proceso editorial.