tendré que ir al catecismo, tendría alrededor de diez años o
un poco más, posiblemente menos. mi madre dijo:
ya eres mayorcito, y a misa me arrastró las mañanas del domingo,
a pesar de que ella tampoco asistía, solamente empezó a ir por mí,
para arrastrarme, torturarme. de esto me di cuenta más tarde.
todo por la confirmación, de la que claro yo no tenía ni idea de lo que era.
mi madre me lo explicó pero tampoco entendí.
era verano, el sol era amarillo, la sandía
maduraba, y yo que tendré que ir a la iglesia fría entre niños que
ni conozco, tendré que oír lo que un viejo cuenta, pero
prefiero esconderme debajo de la cama en la habitación fresca
el piso de cemento fresco, de donde mi madre me sacará con el palo
de la escoba cuando me encuentre, aunque esto no era suficiente para
hacerme ir al catecismo. se necesitará una buena paliza, y no era por
razones ideológicas, sino que sencillamente prefería jugar en el fondo
del jardín o fuera en la calle con los otros niños del vecindario. pero estoy
sin salida el dios lo quiere así, ese dios que vigila a todos
cada instante y cuando ve algo que no le complace, o si le complace, lo
escribe en su gran libro para luego exigir cuentas, él, el de los mil ojos,
el carcelero de mil manos, no me da alternativas, sobre mí soplará el templo
helado, mientras el cura explica y nadie pone atención a lo que dice,
aunque sí, que alguna que otra vez lo hicimos como cuando, por ejemplo,
mostró de un libro enorme, pesado, pesadísimo, una ilustración; en ella dos hombres,
en un ropaje extraño, cargan un enorme racimo de uvas colgado
de un palo, de tal tamaño como ellos mismos y las uvas eran
tan grandes como cabezas humanas, tan así que servirían de bolas para jugar
con ellas, pero nada de morderlas. no, eso será en caná. la maestra de
geografía también promete, sólo que para ella es el comunismo que habla,
y al preguntarle que cuándo llegará esto, piensa
un poco y responde así: de aquí a doscientos años. por eso esta
imagen de las uvas no he podido quitármela de la cabeza.
sinceramente, es lo único que me quedó del catecismo y al
hacerme mayor, hojeo las biblias en las tiendas de libros viejos
a ver si aparece en alguna esta ilustración, si pudiera
recomenzar todo esto –deme un plazo fijo y le daré vuelta
a mi vida. hasta recordaré los colores en los vitrales de las ventanas,
aquellos que admiraba durante las misas que me aburrían,
allí sentado entre un montón de viejas, al lado de mi madre
entonces joven, miraré las estaciones de la cruz e igualmente a los frescos.
el anciano de barba gris en el techo, que siempre he tomado
como dios. sentía miedo de él, por eso lo miraba. a la hostia
la morderé cuando el cura la deje caer sobre mi lengua
y mi madre que me dice, eso no debes hacerlo porque
es el cuerpo de jesús. tengo remordimiento, me asusto,
acabo de masticar a jesús, aquel que trae el árbol de navidad,
con suéter, calcetines calientes, y a veces, uno que otro libro.
como pecador debo ir a confesarme una mañana, me
arrodillo ante el cura, entre nosotros una reja de madera, y yo
no sé qué hacer, porque no presté atención cuando lo explicaron.
me acurruco callado, él me dice lo siguiente:
repite después de mí. yo balbuceo después de él: no respeto
al padre celestial, ni a mi madre, mato, fornico, robo, miento,
deseo la mujer de mi prójimo. digo las palabras que no entiendo
en absoluto lo que dicen, arrodillado frente al sacerdote sin
entender ni al señor cura, ni a dios, ni al mundo. ¿qué es
mi prójimo y desear a la esposa? ¿será que el señor cura mató
y por eso dice estas cosas? y ¿por qué yo las repito cuando nunca
maté –un insecto a lo máximo– un mosquito, una mosca
y estos en realidad no se matan solamente los abatimos?
y ¿qué significa fornicar? que juego conmigo mismo de vez en cuando, o que
en el retrete del jardín miro los naipes que tiene mi padre prestados
por alguien donde aparecen muchachas vestidas en pantaletitas y sostén
balbuceo palabras, adjudica la penitencia el sacerdote y me despide, pero
yo quisiera volver a donde él para confesarle: señor cura, mentí, yo
no he matado a nadie, y tampoco entiendo porqué lo dije. claro,
no regreso, cuando años más tarde lo vuelvo a ver, me viene a la
mente que debería advertirle: no he matado a nadie,
solamente mentí y eso no debe ser un pecado tan grande.
además, el de mil ojos lo sabe todo, según se dice, hasta lo
que pensamos lo ve, como si fuese un espía o un soplón –de manera
que tengo que cuidar lo que pienso–
del caná celestial y del terrenal hasta cuarenta años después.
Traducción: György Ferdinandy y María Teresa Reyes
Gyula Jenei nació en 1962 en el corazón de la Gran Llanura de Hungría. Hizo estudios en la Universidad de Szeged. Es fundador de la revista literaria ESO (Lluvia). En su activo hay seis volúmenes de poesía. Trabajó como periodista y reportero de un programa de radio. En la actualidad se desempeña como educador en un colegio de Szolnok ciudad donde reside.