A Mario Martz y Enrique Delgadillo Lacayo,
testigos del prodigio.
… el paso meridiano de las lindes a las Lindes.
César Vallejo
1
Managua era su campo de caza. Una noche lanzó varios tiros en El Caramanchel, entre baile y cerveza. Logró herir a dos señoritas nocturnas. Besos a diestra y a siniestra; manos resbalando al ritmo de Calle 13 (vamo’a faltarnos el respeto usando el alfabeto completo), resbalando (te voy a sacar a pasear por la Calle 13…), resbalando(…pa’que veas los arbolitos y los pajaritos…), resbalando (…y que, de una vez, me chupes el pito…).
Poeta en estos tiempos: un tipo en hipercrisis. Antes de intentar dormir reflexiona sobre la utilidad de las palabras —estudia Banca y Finanzas en una universidad privada, cada movimiento suyo debe ser gasto o inversión, no tiene otra forma de ver el mundo—. Busca un sitio apropiado para ejercer su oficio.
—Pago anticipadamente dos meses de renta.
—Excelente. Traé tus cosas cuando mejor te parezca…
Pero Mario jamás habitó esa casa, donde vivían otro poeta y un artista gráfico, con sus parejas. El lugar, casi siempre sucio, quedaba ubicado en la Colonia Centroamérica; tenía cuatro cuartos, cocina y dos baños, además de la sala de estar, área de lavado, el porche y un pequeño patio. Ahí llegaban todos los días visitas de las más diversas, desde estudiantes de Antropología, amigos de Clara, la novia de Manolo (el artista gráfico), hasta silvestres drogadictos buscando un lugar donde fumar marihuana tranquilamente (amigos estos de Helia, la novia de Carlos, el otro poeta), pasando evidentemente por diseñadores gráficos y escritores jóvenes, que, por otro lado, también consumían drogas y, claro, cerveza y ron como-si-el-mundo-fuera-a-acabarse. Al lugar le llamaban Casa Absurda.
Mario tenía entonces dos habitaciones disponibles en Managua: la absurda y otra, a pocas cuadras de su lugar de estudios —donde también trabajaba—, la Universidad Politécnica de Nicaragua. Era en esta última donde dormía siempre. Excepto esa vez.
Vamos a tu casa, pidió una de las muchachas. Eran las dos de la mañana y Mario sintió su respuesta articularse desde la entrepierna. A su izquierda, Lucila; a su derecha, Elena. No soltó palabra; una sonrisa le bastó.
Se montaron en el Yaris de Lucila. Camino a la Centroamérica Mario llamó a Carlos a su celular para que les abriera la puerta cuando llegaran, pero no contestó él, sino Helia, quien le dijo que ya dormían, que podía quedarse en el cuarto de Carlos y usar su cama (Mario aún no había llevado sus cosas, jamás lo hizo) y que llamara al teléfono de la casa y hablara con Manolo, que aún estaba despierto. Clara atendió la llamada. Sí niño, no hay falla, le dijo alegremente, estamos viendo películas; si podés, traé cervezas y cigarros. Pararon entonces en una gasolinera, donde convencieron al de la tienda de venderles un twelve-pack (la Policía en Nicaragua ha prohibido la venta de alcohol en esos establecimientos después de medianoche); Lucila compró una barra de chocolate y Elena se tomó una sopa instantánea. También llevaron cigarrillos y condones de varios tipos, colores y sabores.
Unos cincuenta metros antes de llegar a la Casa Absurda, los tripulantes del Yaris alcanzaron a oír nítidamente un concierto de carcajadas y un grito: ¡Llega barco!
2
No, yo no diría que fuéramos conspiradores, aunque es verdad que Carlos una vez propuso que hackeáramos las páginas web de los más importantes medios de comunicación nacionales, incluyendo El 19, que, como se sabe, es el periódico del Gobierno, y colgar un manifiesto cuidadosamente redactado en donde se pusiera en evidencia la manipulación de la verdad que hacían, con pruebas, y se exigiera información de calidad y con la mayor objetividad y neutralidad que su oficio demandaba (estas cosas las decía en voz baja, cuando estábamos solo los cuatro, casi susurrando). Yo hablaría más bien de un proyecto cultural. Es cierto que él siempre mencionaba la palabra revolución, hablaba de eso todo el tiempo, cuando se levantaba, al tomarse el café de la mañana, cuando nos bañábamos, ¡hasta cuando cogíamos!, me estaba embistiendo con frenesí, como solía hacerlo, y, si no recitaba algún verso (he olvidado tu nombre, Melusina / Laura, Isabel, Perséfona, María… ¡Helia!, le gritaba yo entre gemidos), pues sacaba alguna reflexión sobre «el estado actual de cosas», que estábamos en una encrucijada, que era tiempo de hacer algo, que estábamos parados sobre una bomba de tiempo, sobre el filo de un escalpelo, cosas por el estilo. Pero de mero discurso no pasaba, invertía su tiempo en discusiones acerca de la condición humana con nosotros o con cualquier persona que pisara la casa o con mis amigos cuando salíamos a algún bar, o nos leía algún pasaje de una novela, de un poema, de cualquier libro, que procuraba comentar luego, o tomaba notas en su Moleskine para futuros ensayos o artículos desarticuladores del discurso imperante, decía él. En el momento en que pasé a vivir ahí ya se llamaba Casa Absurda; yo ya había oído hablar de ese sitio, toda clase de opiniones, desde que era un bar que también era biblioteca (un bibliobar para biblio-hartarse-guaro), hasta que era un fumadero de monte, incluso que ahí vendían drogas, todo menos un lugar para vivir. Yo a Carlos le eché el ojo varios meses antes, cuando trabajé en Literato y él llegaba, más que a comprar libros, a ojearlos, buscando siempre a Julie Vallejo, que por entonces era muy amiga mía; llegaba a veces con otros poetas jóvenes, que en un descuido siempre robaban algo —yo lo sabía, pero no decía nada—; otras veces llegaba solo, tomaba un libro, se sentaba en uno de los sillones, se ponía a leer y cuando veía a Julie la saludaba con mucha efusión y le indicaba qué ejemplar se llevaría —gratis— para reseñarlo en la revista electrónica de Sergio Ramírez.
A Manolo y a Clara los conocí después, a él la noche que Carlos me llevó a la Casa Absurda a buscar un libro que me iba a prestar (vivía yo aún en un cuarto que rentaba ahí mismo, en la Centroamérica, en la casa de una señora sangrona), y a ella como una semana después de esa noche. Recuerdo que le había enviado a Carlos un mensaje por Facebook preguntándole por «Mi vida con la ola» y él me contestó casi de inmediato que tenía el texto, que con gusto me lo prestaba, que si quería esa misma noche, todo era cuestión de que yo esperara a que él saliera de La Prensa, donde trabajaba. Juro que yo no tenía segundas intenciones; le dije que estaría bien por mí, que lo esperaba a las once, poco más o menos, en la casa donde estaba mi cuarto, cerca del Triángulo; intercambiamos números de celular y lo esperé. Llegó antes de las once, malpeinado y con cara de hambre, él usaba para entonces el pelo algo largo y estaba más o menos flaco; a pesar de su rostro de cansancio, a mí me pareció cordial, atento y hasta diría que radiante. Casi de inmediato me propuso que lo acompañara al lugar donde vivía para traer el libro, lo cual hicimos. Luego no quiso dejarme volver sola y me acompañó, dejando otra vez a Manolo solo con las gatas. Una vez de regreso en la casa del Triángulo, Carlos sacó un Belmont suave, lo encendió, me ofreció otro y fumamos en el porche, conversando en voz baja, para no despertar a las demás personas que vivían ahí. ¿De qué hablamos? De lo que era su vida ahora que no vivía con su madre, de Masatepe, mi lugar de origen, de La Prensa y su manipulación mediática, de la noche y de la luna. Una vez que habíamos terminado de fumar lo invité a pasar a mi habitación, no hagás ruido, sí, para tomar una taza de café; él entró con mucho sigilo y yo lo dejé solo mientras iba a la cocina a calentar el agua. Cuando volví con los dos cafés lo encontré viendo los pósteres de bandas de rock y las fotos que tenía pegadas en las paredes, sentado en el catre que estaba frente a la cama donde dormía. Al verme se levantó a recibirme la taza, dio un sorbo e hizo un comentario tonto, que ya no recuerdo, sobre una fotografía en donde estaba yo bajando en patineta unas gradas. Se sentó en el catre, yo en la cama. Por unos segundos que parecieron dilatarse al infinito ninguno de los dos pronunció una sílaba. Está bien dulce, dijo él finalmente, puso la taza en la mesita de noche y cerró los ojos. Debido a un impulso que por mucho tiempo no me he sabido explicar, un impulso incontrolable, irreflexivo, de la misma naturaleza que la respiración o el pestañeo, me levanté de la cama, él seguía con sus ojos cerrados, y me le acerqué, me le acerqué tanto que seguramente sintió mi calor o mi aliento, él tenía la cabeza inclinada hacia arriba y, sin abrir los ojos, extendió sus brazos alrededor de mis caderas, yo de pie frente a él, en medio de sus piernas, de sus rodillas, y abrió los ojos, sonrió, esto lo recuerdo muy bien, abrió los ojos y sonrió en un mismo movimiento, sonrió como seguramente habrá sonreído Luzbel en el instante de la rebelión, sonrió y se levantó, su rostro calzando exacto frente al mío, y me besó. Un beso suave. Un beso húmedo. Beso al principio de labios sobre labios, sus dos labios dejando escapar un vaho cálido sobre mi boca, sus dos labios recorriendo lenta y horizontalmente mi labio inferior; y luego su lengua, su lengua acariciando mi labio superior, apenas la punta, un picoteo regular y de algún modo ondulado, marítimo; enseguida mi lengua dentro de su boca; sus manos en mi espalda, apretando, llevándome más y más cerca de su cuerpo, queriendo hacerme una con él, en mi pelvis sintiendo la dureza de su verga a través de nuestra ropa, por primera vez esa firmeza tocando a la puerta de mi ser, su mano izquierda en mi espalda media, su mano derecha en mi cuello, acariciándome el cabello, jalándomelo, estrujándomelo, la mano izquierda bajando hasta mis nalgas y luego su boca que empieza a morderme, a morder mis labios, mordisquitos apenas, mis labios, mi rostro, mi cuello, a morder mi pecho, sus manos que sacan mis tetas de su refugio dentro de la blusa, mis tetas con sus pezones erectos, a reventar, pezones que él muerde delicadamente mientras su verga sigue acosándome la entrepierna, verga que yo sujeto desde fuera del pantalón con una mano, como queriendo exprimirla, extirparla, trayéndola si es posible más hacia mí.
Era mi primer beso con Carlos.
3
Al principio no salía de la casa, me la pasaba jugando, yendo de la cocina al patio, del patio a la sala, de la sala a alguno de los cuartos, el que estuviera abierto. Comía dos veces al día y casi no tomaba agua; comer era sencillo, entre Patrañas y yo los teníamos subyugados, si por casualidad no encontrábamos comida en nuestros platos, nos subíamos por turnos a la despensa frente a alguno de ellos, y ya corrían a servirnos, avergonzados. A mí me llamaban Pamplinas, fueron buenos tiempos. Llegué poco después de haber nacido. Una mañana estaba chupando de la teta de mi madre, junto con mis demás hermanos, y me quedé dormida; al despertar me vi dentro de una caja y me movían, me llevaban lejos de mi madre a otro sitio. La primera noche la pasé horrible, casi me matan del susto; me llevaron a una casa donde había una bestia enorme, una perra que me vio como su juguete y tuve que usar todas mis energías para escapar de sus fauces, aunque sin éxito: me tomó con su hocico y me zangoloteó como quiso, yo ni podía maullar. Afortunadamente enseguida llegó una muchacha y me arrebató de la que entonces supe que se llamaba Luna y me llevó a su habitación, donde dormí con relativa calma. A la mañana siguiente me dieron leche con pan, agua para beber y me llevaron por fin a la casa donde viviría esa feliz temporada con Patrañas y esos extraños seres, nómadas en descanso. No podría precisar el tiempo exacto que estuve ahí, solo recuerdo, ahora que la vida no me sonríe como antes y que paso mis días y mis noches en la calle, teniendo que cazar mis alimentos y a punto de parir por vez primera, las muy frecuentes caricias y mimos, los arrumacos, las largas horas de juego y travesura, la grata compañía de Patrañas. Nunca supe bien qué fue lo que pasó, todo sucedió tan rápido: una noche yo me divertía entre muchos extraños, restregándome contra sus pies o subiéndome en sus regazos para arrebatarles lo que estuvieran comiendo, todo esto durante muchas horas, hasta muy tarde, a tal punto que en un momento dado yo me salí de la casa a dar una vuelta y regresé cuando ya todos dormían; la mañana siguiente fue convencional: fueron despertando uno por uno a intervalos variables, algunos se lavaban la cara, alguien fue a la cocina, preparó café, otro salió de la casa, uno hablaba por teléfono, alguien jugaba conmigo. A los tres días se llevaron todo, incluyéndome, y ya no supe nada más de ellos.
4
Clara salió corriendo de la casa, se arrimó al carro y le abrió la puerta a Mario. Lo abrazó. ¿Qué tal, Clarita?, dijo este con una sonrisa, vengo con unas amigas, te traje un paquete de Pall Mall azules y unas cuantas bichas. Tranquilo, prix, todavía tenemos un par de litritos, respondió ella. Aún sin bajarse del vehículo, Lucila y Elena se quedaron viendo algo desconcertadas.
Entraron los cuatro a la casa. Primero Clara, seguida de Mario y las otras muchachas. ¡Gente, les presento al poeta Mario y a…! Mario la auxilió: Elena y Lucila, de La Banda del Pico Rojo, bromeó. Manolo había puesto pausa en la película que veían en el porche y se levantó a abrazar a Mario. ¡Mirá quién viene ahí!, se oyó una voz desde la sala. Era Enrique, que venía de la cocina con Sobeyda y una botella de Toña litro. ¿Y Carlos?, preguntó Mario. Por fin se durmió, ya era hora, me tenía preocupado el culón ese, respondió Nabucodonosor, a quien Elena conocía de sus andadas por las tablas: ambos hacían teatro. Finalmente se dieron cuenta de que todos, a excepción de Lucila, se conocían. ¿Qué están viendo?, preguntó esta. Waking Life, respondió Enrique. Es tripeadísima, agregó Clara. Yo no le entiendo, dijo Sobeyda, pero te hace pensar un montón. Acaba de empezar, si quieren la regreso al inicio, sugirió Manolo. Mario tenía otra cosa en mente, pero Elena dijo: He oído hablar mucho de esa película, ¡mirémosla! Yo la vi hace años, es buenísima, valoró Lucila. ¡Mierda!, pensó Mario.
Cinco litros, tres porros y doce latas después, Mario se vio en el cuarto desocupado de Carlos con Lucila y Elena. Ambas se besaban. Él las acariciaba. Se oía esporádicamente el canto de un ave. La madrugada cedía espacio lentamente a la mañana. Empecemos lo rico, dijo Mario. Y sus amigas se desvestían mutuamente.
5
¿Que qué es La Banda del Pico Rojo? No voy a hablar de eso, cada quien usa sus nomenclaturas en este remedo patético de París Tropical sesentero: Casa Absurda, Casa Tomada, Poetas Detergentes, Quitacalzón, de la Mesa Maldita, Literatosis, #Los2000, #MiércolesDeCumbia, Nicaragua 2.0, exiliado, outsider, patafísico, tuitero, bloguero, independiente, open mind [open legs]… nombres asignados o autoimpuestos que siempre enmascaran lo mismo: jóvenes-en-eterna-adolescencia cubiertos de caramelo postmoderno postestructuralista postpop postHistoria y rellenos de centro líquido autodestructivo, de cinco a cuarenta grados alcohólicos, gaseoso (buenísima combustión herbácea) o en partículas blancas que, te aseguro, no es harina para ravioli; puras excusas de niños puritanos disfrazados de libertinos, provincianos alucinando una Gran Urbe (¿ubre?), para sacarse las pollas forzosamente endurecidas y pelarse las rajas peladas, depiladísimas o feminísticamente montarascudas, montarse los unos sobre las otras, o más frecuentemente las unas sobre los otros, sin descartar los unos sobre los otros (los ortos) y, por supuesto, las unas sobre las de las otras; todo una sola melaza de fluidos corporales que se acumulan solidariamente para ensayar un nuevo aluvión redentor que inundará, líquido viscoso blanquecino, las calles de Managua para limpiarlas de la inmundicia estática que cae de los culos de los caballos cocheros mal llamados ciudadanos, nacionales o extranjeros, o sobre todo apátridas… ¡ah!, la discusión de moda que dilucidará de una vez por todas cuál es la ineludible tarea de la juventud que vio encaramarse una vez más al Bachi y la Chamuca en la destartalada tarima de la Historia Patria, con sus discursos y contradiscursos, su Revolución de conceptos que colisionan unos contra otros, anulando los términos, inflando cabezas de consignas cada vez más huecas, ¡Patria Libre o Morir! ¡El Pueblo Unido Jamás Será Vencido! ¡Juventud, divino tesoro! Sí, la juventud que, por un lado, brinca como cabrito al ritmo de reggaetón o grita (los nuevos Leonel Rugama) ¡Que se rinda tu madre!, seguido del nombre del rival de su equipo de fútbol español favorito: ¡Que se rinda tu madre, Madrid! O se reúne en sitios como la decadente Casa Absurda a ver películas (no voy a negar que buenas pelis), oír (buena) música, fumar (buenos) porros, tomar, discutir, fumar, tomar, discutir y, si hay con quién, terminar cogiendo un par de horas de forma desenfrenada, sexo recreacional, deportivo y si es posible anónimo, sin compromisos, superficial como los disfraces de hipsters o neohippies, intelectuales o, como escribió el loco de Carlos: intelactuales, inteluctuales. Carlos, que terminó desapareciendo de la escena antes que cayera el telón, sus líneas repartidas entre los otros actores, exégetas malogrados de una mente que a ratos prometía un despliegue degenerado hacia regiones que a gritos los demás anhelábamos. Carlos, el único habitante de Casa Absurda a quien yo conocía personalmente y que aquella vez después de El Caramanchel no alcancé a ver sino hasta la mañana siguiente, cuando, sin reconocerlo, salió de la casa en camisa mangas largas celeste y pantalón azul oscuro. ¡Ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro…
Por cierto, a Mario no se le paró, Elena me vomitó las tetas (puros fideos de la sopa que se había tragado horas antes) y yo, después de bañarme, tomar café y jugar un rato con una de las gatas, la negra, me fui sola en mi carro a un mirador en El Crucero, no sin antes pasar buscando un par de latas de Coca-Cola, un galón de agua purificada y un vasito de Gerber para el viaje. Buenísimos hongos.
6
Esa vez no cogimos, aunque sí pasamos juntos la noche. Carlos durmió conmigo en mi cama, se pasó la madrugada acariciándome, besándome (acariciándonos, besándonos); en algún momento se quitó la ropa e intentó desnudarme, pero sin mucha insistencia: nuestros cuerpos inventaban una temperatura nueva para el frío de la hoguera, allí empezaban a crear un solo aroma mi olor y el suyo. Nuestro primer encuentro y ya parecíamos viejos amantes. Carlos temblaba de vez en cuando y se aferraba a mí como queriendo trasponer algún umbral prehistórico.
A la mañana siguiente nos despedimos sonriendo y cada quien buscó su rumbo. Una semana después la dueña de la casa me echó y, no teniendo a dónde ir, llamé a Carlos. ¿Por qué no te mudas a la Casa Absurda?, me dijo, ya hablé con Manolo y me confesó que le agradaste, incluso me propuso que te fueras a vivir con nosotros. Arreglamos las formalidades del pago mensual y esa misma noche trasladé mis pocas cosas. Unos días después Carlos viajó a El Salvador con su amigo Mario, una semana para presentar el libro de este, Viaje al reino de los tristes, y yo me quedé sola con Clara y con Manolo. La convivencia fue fácil, encajamos de inmediato. Yo salía a trabajar todas las mañanas, como Manolo, Clara se quedaba en casa y al volver la hallaba ocupada en sus plantas del jardín, sembraba hortalizas y legumbres. Trabajaba yo para entonces en una empresa distribuidora de fármacos, de donde de vez en cuando extraía algunas pastillas duras que consumía para mantenerme relajada o eufórica, según el caso. Cuando Carlos volvió nos hicimos novios y gradualmente, mientras pasaban los días, fue llevando sus libros a mi habitación; dormíamos en un colchón que conseguí y por las mañanas él preparaba café, nos bañábamos juntos y me acompañaba hasta la salida de la Centroamérica para irme a la oficina. De vez en cuando él recibía la visita de una amiga suya con la que había estado involucrado sentimentalmente y a mí eso me pudría. Era lo único que no me gustaba de él, tenía fama de mujeriego y yo temía que en algún momento me fuera a destrozar. Tampoco me gustaba que siempre, al volver del trabajo, hallaba el piso sucio de la casa y los trastes apilados sin lavar, incluso cuando Manolo dejó de trabajar y pasaba el día con las gatas sentado frente a su computadora, jugando o viendo películas, mientras Clara se iba a la universidad o a casa de su madre. Carlos salía a media mañana y no volvía hasta la medianoche, entre sus clases y La Prensa.
Así pasé aproximadamente un mes y medio. Carlos había dejado de recibir a su examante y aseguraba estar enamorándose de mí. Yo le creí. Confiaba en su palabra y él en mi criterio, me había dado a leer el borrador de su Antropología del poema. Destrucción de tu cuerpo, que sería su primer libro de poemas, el cual pretendía enviar a un par de concursos a España, para conseguir dinero y financiar esos proyectos tan disparatados que siempre discutía con Clara y con Manolo. Querían crear una especie de comunidad autosostenible que mantuviera un cierto discurso antisistema y nos permitiera vivir sin trabajarle a nadie. No ser esclavos en una sociedad absurda y profundamente enferma. La Casa Absurda como único espacio de cordura, trinchera contra todo lo establecido.
Los últimos días fueron intensos. Me costaba un poco seguirle el ritmo a Carlos. Él había absorbido los malos hábitos de sueño de un amigo salvadoreño que vivió con nosotros unas cuantas semanas desde su vuelta del Pulgarcito centroamericano. Carlos no dormía y apenas comía. Una noche, mientras festejábamos cualquier cosa como de costumbre, lo vi empecinado frente a la pizarra acrílica garabateando variables y ecuaciones, quería encontrar no sé qué, un modelo de sociedad o algo así, decía cosas como que nos acercábamos al desastre, que debíamos intervenir, que a como íbamos era inminente un enfrentamiento, que no era posible que personas con una concepción bidimensional de la realidad convivieran con otras cuya cosmovisión era tridimensional, y ya no se diga multidimensional; había encontrado, según él, el secreto de la inmortalidad, una vida ascética y descontaminada del mundo, un escape del sistema. Para entonces llevaba, sin exageración alguna, una semana entera sin dormir, de corrido, sin siestas ni descanso. Unos tres días antes lo habían despedido del trabajo. Era un despojo de sí mismo. No se bañaba, no se cambiaba ropa, no se afeitaba. Me había prometido que apenas hallara la respuesta todo cambiaría, que se ocuparía de su aspecto, que se relajaría, pero que ahora no había tiempo. La respuesta estaba cerca. Esa noche cayó en el colchón y al fin durmió.
Al amanecer planchó una camisa y un pantalón, se vistió, tomó algo de dinero, su tarjeta de débito y su cédula de identidad, escribió algo en una pared de la sala con un marcador y, sin despedirse de nadie, salió de Casa Absurda.
Gracias por ayudarme a escapar, decía el mensaje.
Nadie volvió a saber de él.
Rubenia
14IX2k11-20VII2k12
Carlos M-Castro
Managua, 1987. Poeta y narrador, autor de Antropología del poema (2012). Miembro fundador del grupo Voces Nocturnas. En 2011 mereció el IV Premio Nacional Interuniversitario de Literatura Carlos Martínez Rivas, en cuento, con «Masterpiece —Studio—», y mención especial en el III Certamen Nacional de Dramaturgia, con la obra Apoteosis. Ha trabajado en edición, corrección y redacción de textos en revistas de literatura y periódicos nicaragüenses, y publica una columna semanal en el blog iberoamericano www.elnocturnodiurno.com. Estudió Ingeniería Industrial y Lengua y Literatura Hispánicas.