A mi amigo el gordo
El juego está empatado en el noveno inning, como buen fanático, la esperanza no me abandona; rezo para que los vestidos de azul, peguen el batazo de la victoria. De pronto, un estruendoso toque sacude la puerta, me hago el sordo para intentar que mi esposa acuda en mi auxilio, es en vano, ella odia la pelota, así que disfruta estas pequeñas venganzas: “¡No te hagas el sordo y abre la puerta, que estoy enredada en la cocina!” –me vocea, sin intentar ocultar su júbilo–, ¡mi suerte está echada! Me levanto del cómodo sofá y maldiciendo a todos mis antepasados me encamino hacia la entrada. ¡Si es un vendedor lo voy a mandar pal carajo! –pienso vengativamente, mientras giro el picaporte. Parado frente a mí se encuentra un hombre casi calvo, de barriga prominente y ojos enrojecidos, que abalanzándose con agilidad impropia de su obeso físico, me abraza fuertemente, sin darme tiempo a reaccionar: será un loco, –pienso mientras intento zafarme. Finalmente se ríe. ¡Sólo entonces recuerdo!
Mi primera vez, sucedió cuando tenía 5 o 6 años, resulta que mi mamá, obsesionada como siempre con los estudios, se encaprichó en ponerme a estudiar gramática y ortografía con un senil profesor particular, de aquellos de que “la letra con sangre entra”, pero con gran experiencia en las lides académicas, el cual, casi inmediatamente después de observarme en acción, me acuñó con el poco atractivo epíteto de indolente. ¡Y en verdad tenía razón! –aunque mi madre le guardó rencor por esto, toda la vida. Mientras él impartía clases, yo pescaba «biajacas y truchas» en la laguna de mis sueños. En definitiva, con el paso del tiempo resolvería mis deudas con el enjundioso idioma de Cervantes escribiendo en letra de molde y utilizando sinónimos.
Fue desde el balcón de esta improvisada escuela, donde sin aún tener conciencia de lo que sucedía, presencié con mirada curiosa, cómo uno de mis tíos, su esposa y mi primo, caminaban abrazados calle abajo entre lágrimas y despedidas, hacia un destino posiblemente sin regreso. Después no los volví a ver más, en verdad de ellos sólo recordaba los golpes que me propinaba casi invariablemente mi primo, cuando lo visitábamos o viceversa, por lo que sus caras se fueron desdibujando con el tiempo, hasta hacerse casi irreconocibles en la distancia.
Qué lejos estaba de imaginarme, cuántas veces en el transcurso de mi vida se repetirían escenas como estas, sólo que para entonces la vendita inocencia, había dado paso a la maldita conciencia, esa que te desgarra el alma con cada despedida, haciendo de tu historia un rompecabezas de piezas dispersas por el ancho mundo, sabiendo que ya nunca lo podrás armar. Así despides y despides, despides hijos, padres, hermanos, familia, amores y amigos, despides hasta que no quedan lágrimas, hasta odiar aviones, aeropuertos y despedidas.
Tú, sigues el infinito ciclo de la vida, dejas de ser tan joven, creas nueva familia, tus hijos crecen oyendo una y otra vez relatos sobre gente que nunca han visto en carne y hueso, sólo tal vez, en alguna vieja foto en blanco y negro, pero nunca están ahí para confirmar nuestras antiguas vivencias. Y haces nuevos amigos, tratando siempre de llenar los vacíos que constantemente se forman a tu alrededor, y por supuesto te vas haciendo viejo, siempre receloso de los afines que aún te quedan, tal vez un día también te dejen, cuando ya nadie pueda ocupar su lugar.
Finalmente esperas, obtienes alguna noticia sobre los ausentes, por aquí o por allá, de tiempo en tiempo. Una llamada telefónica –casi siempre interrumpida prematuramente–, donde escuchas una voz lejana e irreconocible que repite nerviosamente las mismas palabras, ¡cómo para no olvidar! A veces regresan, todos han cambiado como tú, canas, barrigas, calvas y arrugas son la norma, han sustituido los cuerpos esbeltos y las melenas de antaño, se hacen bromas al respecto, impresionados por lo cambiados que están los otros. Siempre se habla sobre el pasado y el presente, casi nunca sobre el futuro. Todos preguntan por qué no te fuiste, pocos entienden tus motivos.
Es entonces cuando descubres que muchos ya te son completamente ajenos: el tiempo, la distancia, la posición social o simplemente los avatares de la vida, los han convertido en personas diferentes a las que tienes en tu memoria, no reconoces nada de lo que un día fueron. Tal vez a ellos les suceda igual contigo, sólo que ya no te das cuenta. Al marcharse, te quedas vacío y desilusionado, pues descubres que la persona que idealizaste por tantos años, sólo era un ser humano común y corriente, así que simplemente descartas lo que es y sigues recordándolo por lo que fue.
Otros en cambio se aparecen de pronto, y te dan el abrazo que esperó intacto por más de veinte años para ser dado, después se ríen y con el corazón palpitando, descubres que la espera no fue estéril, has encontrado una ficha intacta, como la perla dentro de esa anónima concha. Al fin, lo mandas a pasar, apagas el televisor, y con ojos aún húmedos por la emoción, te sientas frente a él. Es hora de repasos y de recuerdos.