Mis idas al Ilusiones empezaron a los pocos días de quedarme sin empleo. Por siete noventa y nueve servían arroz imperial o masitas de puerco con arroz moro o arroz chino a la cubana y la sopa del día. Llegaba cerca de la una de la tarde —previa parada en el Art Deco Market para comprar los diarios—, hora en que la música de los parlantes incrustados en las esquinas se perdía entre la voz de los comensales y el choque de la porcelana de los platos. Me sentaba en la misma mesa, apartada, junto a una pared donde había apiladas cajas de distintas marcas de cerveza.
Al terminar de comer, pedía una taza de café y abría los diarios en la sección Clasificados. Los leía e iba tomando nota de los trabajos que podían interesarme para llamar o llenar solicitudes de empleo por internet. Así pasaba varias horas.
Una tarde entró un tipo nuevo al Ilusiones. Nuevo al menos para mí, pues hasta entonces no lo había visto; no es que conociera a todos los comensales, pero generalmente veía las mismas caras. El tipo llevaba al hombro un cesto con rosas amarillas, parecía una guitarrita con pies y vestía con chaqueta de tweed. Se acercó al mostrador, golpeteó sobre la fórmica para llamar la atención del mesero que estaba jugando con su celular y pidió una Tecate. El mesero sacó una de la nevera y el tipo le entregó los billetes. Luego, en una de las mesas, se desparramó en su silla para tomar la cerveza . Calculo que estuvo así por media hora, no creo que más. Después se fue. Yo también estaba por irme, me faltaba solo una última revisada. Había marcado algunos clasificados, no muchos. Solo me interesaron tres: la lavandería Full Clean, el grocery store On my way y el courier de envíos a Latinoamérica Pegasus. Quedaban cerca de mi casa, podría ir caminando.
Al día siguiente por la tarde, cuando iba a mitad del café, frente a los clasificados, la guitarrita con pies entró en el Ilusiones. Cesto de rosas amarillas al hombro, misma chaqueta de tweed. Igual que el día anterior, puso los billetes sobre el mostrador, pidió una Tecate y se desparramó en una silla –esta vez de la mesa junto a la mía-. Tuve la sensación de que mi presencia lo incomodaba, pues varias veces me miró. En una de esas me dijo hey, a su salud, y alzó la botella y dio un sorbo. Asentí con la cabeza. ¿Algo interesante en los diarios?, dijo. Busco empleo, solo son los clasificados. La chamba, la chamba, pues esta es mi oficina, dijo, y golpeteó el cesto de rosas. Sonreí. Pero bueno, amigo, no le quito más tiempo, siga ahí en lo suyo que ya se me acabó el descanso. Y se levantó, se colgó el cesto y dijo que ahí nos estábamos viendo. Yo pasé el resto de la tarde buscando trabajo.
La guitarrita con pies también apareció la tarde siguiente por el Ilusiones. Amigo, dijo cuando me vio. Hola, ¿cómo estás?, dije. Pues acá, bien, y puso su cesto en la mesa de al lado y se acercó al mostrador a comprar su Tecate. Esa vez se sentó, sacó del cesto un cuaderno y se puso a ojearlo, parecía concentrado. Apenas alzaba la cara para tomar de su cerveza. Al terminar de pasar las páginas cerró el cuaderno, estiró las piernas sobre la silla vacía que tenía enfrente y agarró su botella. Le quedaba menos de la mitad, no tardó en terminarla. Luego me preguntó cómo iba con lo mío. Ahí iba, dándole, fácil no estaba la situación. Ah, pues eso sí, y preguntó si yo iba mucho por ahí, que ya me había visto tres días seguidos. Le dije que desde hacía unos días. Si me quedaba en mi casa me dormía o me ponía a hacer cualquier otra cosa y necesitaba buscar trabajo. Entonces nos veremos más seguido, dijo, él trabajaba por esa zona y, últimamente, le gustaba pasar por el Ilusiones para hacer su descanso y tomarse una cervecita. Después de decir eso se puso de pie, se colgó la cesta, se acercó a mi sitio y nos dimos la mano. Ya nos veríamos.
Y así fue, la guitarrita con pies llegó también al día siguiente al Ilusiones. Pero esa vez fue a buscarme y no se acercó al mostrador. ¿Muy ocupado? Normal, respondí. ¿Ah, pues puedo robarle unos minutos? Claro que sí, hombre, no hay problema. Dejó el cesto de rosas en el suelo, sacó el mismo cuaderno del día anterior y ocupó la silla al frente mío. Por unos segundos permanecimos en silencio, hasta que me alcanzó su cuaderno y dijo a ver lea. Las hojas estaban llenas de anotaciones en los márgenes, de frases, de tachones, trazos de caras de personas. Pásele las páginas para que lea lo que viene después. En la siguiente página no había ya frases sueltas sino un poema titulado El puente. Y en las siguientes estaban los poemas Paradoja de la tristeza en los ojos y Hacia la pequeña muerte. Leí uno por uno. Cuando terminé de leer Hacia la pequeña muerte, me cerró el cuaderno. Ya, hasta ahí estuvo bueno, ¿qué le parecen? De esto yo no sé mucho, le dije, pero sentía que sus poemas me habían emocionado, sobre todo El puente. Pues qué bueno, se agradece. Estiró la mano y dijo, a propósito, amigo, me llamo Campos, mucho gusto. Martín, respondí, el gusto es mío. Estrechamos manos. Le quedaban dos días para prepararse, dijo, apenitas dos. Y me contó que se ganaba la vida deambulado entre las mesas de los restaurantes de Española Way, con su cesta de rosas amarillas colgada al hombro, al acecho de miradas que lo estuvieran siguiendo para acercarse, recitar un poema y dejar una rosita. Al terminar abría su cuaderno, lo ponía frente al caballero —o caballeros— y pedía, por favor, una colaboracioncita para el poeta que necesitaba alimentarse y que no se le fuera la inspiración. Así todos los días, desde el medio día hasta las once, doce de la noche o una de la madrugada, dependiendo de que tan bueno estuviera el business.
Los poemas ya se habían vuelto la sobremesa de los restaurantes de Española. ¿Qué es del poeta? ¿A qué hora llega el poeta? ¿Y el poeta?, preguntaban los clientes cuando no lo veían. Harry, el manager de La Tasca, le propuso entonces organizar un show los jueves. Un show de poesía y música a las diez de la noche junto al Catalán, un guitarrista que tocaría en los intermedios. La idea de Harry era que Campos recitara cuatro poemas y que el Catalán tocara tres canciones entre poema y poema. Se llamaría “La noche de poesía y rosas”. Al final de cada show, Campos, si quería, podía acercarse a cada mesa a firmar servilletas para que los clientes le dieran una propina.
Campos quería abrir “La noche de poesía y rosas” con El puente, porque era un poema en honor al círculo literario de Los Arrayanes, que él mismo había fundado en su pueblo Tamaulipas. Lo empezó reunido en bares con un par de amigos, pero habían ido creciendo, se les había unido más gente y eran ya un grupo de poetas y literatos reconocido en su ciudad. Y así aprovechó para seguir hablando de poetas y poesía, y me preguntó por una y otra cosa. Yo no conocía nada de eso, le dije. Ah, pues, ¿y lee? Tampoco, a no ser que sean anuncios clasificados para buscar trabajo. Híjole, ni modo, traiga para acá, dijo, y señaló al servilletero. En una servilleta anotó: Noche de poesía y rosas, La Tasca, jueves a las diez, será un gusto tenerlo. Le agradecí, doblé la servilleta y la metí en mi billetera. De nada, más bien ahora sí ya me voy, dijo, y se levantó. Caminó hacia la puerta, las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta, la cesta al hombro. Volví a mí mesa. Había sido una mala tarde, ni un solo clasificado interesante.
Al día siguiente Campos no apareció por el Ilusiones —en ese momento, la verdad, no reparé mucho en su ausencia—. Estaba concentrado en los clasificados: por la mañana había ido a solicitar trabajo a Full Clean, a Pegasus y a On my Way y en ninguno me dieron seguridad de nada. En los dos primeros dijeron que gracias, cualquier cosa me llamarían, y en On my way, que my english was not very fluent. Bien hechas las cuentas, podría, a la justas, sobrevivir dos meses sin ingresos. Iban ya quince días.
El jueves fue igual, a Campos no se le vio por el Ilusiones y yo estuve toda la tarde encorvado en la silla tomando notas. Al terminar pasé por el Art Deco a comprar un six pack de Heineken. En la fila para pagar saqué mi billetera y encontré la servilleta en la que Campos me invitaba a su presentación. Era esa noche, a las diez. Recordé su cuaderno, sus frases tachadas, El puente. Luego pagué.
Camino a mi casa, por la Washington Avenue, me pareció ver a Campos en la acera del frente entrando a un Cyber Café. En vez de la chaqueta de tweed, llevaba puesto un saco marrón. Crucé para saludarlo y preguntarle si seguía en pie lo de la noche. Cuando entré en el Cyber no lo vi: quizá se trataba de una confusión y no era Campos, o había subido a una de las computadoras del segundo piso: eso parecía una galpón cibernético.
“La noche de poesía y rosas” me quedó dando vueltas en la cabeza, así que al llegar a mi casa guardé el six pack en la nevera: si es que me animaba a ir, prefería, mejor, tomar unas cervezas antes. Aproveché lo que quedaba de la tarde para ordenar la ropa limpia arrumada junto a mi cama, meter en el cesto la sucia que estaba dispersa por el suelo y después sentarme en la computadora a revisar si tenía respuesta a alguna de las solicitudes de trabajo que había hecho on-line. Pero nada, las mismas respuestas enviadas desde un autoreply: hemos recibido su información; gracias por su interés en nosotros; lo contactaremos a la brevedad. A las ocho seguía entusiasmado con la idea de ir a “La noche de poesía y rosas”. Saqué una cerveza, volví al computador y me puse a llenar una nueva solicitud. Muchas me resultaban interminables o eternas. Esa vez tardé más de hora y media en llenar dos. Ya habría tiempo para más, pensé, cuando faltaban apenas veinte minutos para las diez. Era hora ir hacia Española Way.
Llegué a La Tasca cinco minutos antes del show. Cerca de la puerta estaba Campos con el saco marrón con el que, efectivamente, lo había visto por la tarde —aunque no se lo dije—. Lo acompañaba un sujeto de cabello color periódico, ondulado, vestido de negro, excepto por los zapatos de gamuza roja. ¡Hey, amigo, venga, venga!, alzó la voz Campos. Bienvenido a “La noche de poesía y rosas”. Qué bueno tenerlo por acá, Martín. Mire, le presento a mi camarada el Catalán. Un placer, Martín. Lo mismo, Catalán. Bueno, bueno, dijo Campos, una balita más antes de entrar, y sacó del bolsillo de su saco una botellita de ron rubio. Dio un sorbo y se la entregó al Catalán. El Catalán hizo lo mismo, me la dio y dijo mátala macho. La acabé y entramos.
Sobre la atmósfera de La Tasca flotaban gotitas de color miel de los faroles que colgaban del techo. En las mesas, frente a cada invitado, había una rosa amarilla y una copa. En el tabladillo, al centro, un micrófono, una silla, y en el suelo una guitarra. Ni bien Campos se paró ante el público, todos se levantaron para aplaudirlo. Un hombre que había estado parado por ahí se acercó al micrófono. Se presentó como Harry, agradeció a todos su presencia, explicó en qué consistiría el show, y dijo que, por ser la inauguración, la casa invitaría a una copa de vino. Pero bueno, no les quitaba más tiempo, era hora de empezar a disfrutar de los versos del poeta Campos y la magia de los dedos, en la guitarra, del Catalán.
Campos saludó, agradeció la asistencia. Empezaría con El puente, poema dedicado a Tamaulipas y al círculo literario Los Arrayanes. Durante unos minutos no se sintió un murmullo, un choque de vasos, un ruido de sillas; solo la voz de Campos detrás de los versos de El puente, sus ojos cerrados, sus puños a la altura del vientre. Cuando terminó, los aplausos rompieron el silencio, pero él pidió que por favor los aplausos para después, necesitaba el silencio para seguir recitando. Siguió con Paradoja de la tristeza en los ojos, y después vino el intermedio. El público se puso de pie para aplaudir, incluido yo. El Catalán, que había estado con Harry a un lado, se sentó en la silla, se colgó la guitarra, acomodó el micrófono, dijo hola, ¿les vendría bien un sabinazo? y empezó a tocar La Magdalena. Campos y yo no tuvimos oportunidad de hablar: él estuvo con Harry y con los clientes y yo no me moví de mi sitio. El Catalán cerró el intermedio con Barbie Superstar y Campos volvió al tabladillo. Otra vez su voz tras los versos, los ojos cerrados, sus puños en el vientre. Solo recitó un poema, ahora no recuerdo cuál, y le cedió el turno al Catalán.
Igual que en el intermedio anterior, yo no me levanté de mi silla y Campos lo pasó con Harry y con los clientes. Con el cuarto poema Campos terminó su parte en el show y el Catalán se quedó un rato más con la guitarra colgada. Luego de que Campos terminara de firmar servilletas, me acerqué a felicitarlo. Me pareció fabuloso, le dije, y él que se había emocionado mucho, se había sentido como en Tamaulipas, pero no pudimos hablar más porque Harry lo llamó. Amigo, discúlpeme, dijo Campos. Tranquilo, no te preocupes. ¿Vas mañana al Ilusiones? Sí, sí, dijo, lo que pasa es que estos días me tocó andar metido en el Cyber Café corrigiendo algunas cosas de mis poemas en la computadora. Ah, ok, ok, entonces mañana nos vemos y conversamos con calma. Andele, mañana lo veo. Entonces terminé de escuchar al Catalán, que cantaba Penélope, de Serrat, y me fui.
A la mañana siguiente me despertó la llamada de un tal David, del courier Pegasus. Tenía algo para mí, dijo, pero debía ir en ese momento a hablar con él. Salgo para allá. David me recibió en el Front Desk. ¿Tú eres Martín? Sí. Nice to meet you, man, ven conmigo. Fuimos a la trastienda, un espacio poco más grande que un baño, repleto de cajas, con olor a cartón y un mapa de Latinoamérica de color pálido. Mi trabajo sería de Package Verificator. Cada paquete que él recibiera en el Front Desk, lo llevaría a la trastienda; ahí yo debía verificar que estuviera sellado con tape, escribirle OK en una esquinita de la caja con plumón negro y colocarlo en “la bandeja de salida”.
Los primeros días en la trastienda, sentado frente a cajas, se me hicieron eternos. Repasaba y repasaba, en el mapa, todos los países de América Latina y sus capitales. El único contacto que tenía con otra persona era cuando David entraba con paquetes y decía here you have more. El cartón de los paquetes calentaba el ambiente, me deslizaban gotas de sudor por el cuerpo. Estuve a punto de renunciar, pero me compré un Ipod y un ventilador, pedí permiso a David para sacar el mapa y las horas se hicieron más llevaderas.
Pasado un mes de trabajo cobré mi primer sueldo y fui a La Tasca para saludar a Campos. Al llegar me encontré con un local apagado, muerto. En la puerta tenía un anuncio estampado que decía que había sido clausurada por regulaciones federales. Crucé la pista y me acerqué a la anfitriona de uno de los bares del frente; le pregunté si sabía qué había pasado. Se los llevaron a todos, dijo. Una de las noches de poesía, se estacionaron un par de camionetas blancas a la mitad de la calle y se bajaron varios hombres uniformados; eran de la migra. Entraron a La Tasca y empezaron a sacarlos a todos esposados y a llenar las camionetas.
No esperaba escuchar algo así, solo la miré y le pregunté si se habían llevado al poeta. Ella no trabajó ese día, no había visto a quiénes se habían llevado. Sabía, sí, que habían cargado practicamente a todos los meseros, cocineros, gente del público, e incluso al manager Harry. Ah, carajo, no tenía idea de eso, dije. Sí, pero acá también se pasa bueno, ¿por qué no entra?, hoy tenemos especial de rock en español y cerveza a dos por uno. No, gracias; la verdad andaba buscando al poeta. Qué pesar, ¿eran amigos? Nos conocíamos. Ah, ok, pues sí, qué pesar, y lo llena que andaba La Tasca en las noches de poesía. ¿Se estaba llenando mucho? Uy, full, había hasta gente que se quedaba sin entrar. Bueno, si te enteras de algo más y me ves por acá en estos días, me cuentas. Seguro, amigo. Hasta luego. Vea, llévese un flyer de nuestros especiales para cuando se anime. Gracias.
En mi casa, sentado en el suelo de mi cuarto, recostado contra la cama, tomando unas Heinekens, pensé mucho en Campos, en su cuaderno tachoneado, en sus versos, en su chaqueta de tweed, en su saco marrón. ¿Dónde mierda estaría, preso o ya deportado?
A partir del día siguiente, al salir de Pegasus, fui a comer al Ilusiones varias veces, caminé la Washington Avenue, entré en el Cyber y hasta subí al segundo piso, y pasé por todos los bares y restaurantes de Española a ver si me cruzaba con Campos, pero nada, todo hacía parecer que también lo habían subido a las camionetas blancas…
Mis idas al Ilusiones terminaron en esos días. Me ofrecieron trabajar over-time en Pegasus y acepté: necesitaba dinero para matricularme en clases de inglés si quería salir de esa trastienda calenturienta algún día. Llevo ya varios meses de Package Verificator, trabajando shifts desde las ocho de la mañana, hasta las ocho o nueve de la noche; solo me queda tiempo para llegar a mi casa, ducharme y dejarme caer en la cama. Ayer batí record, trabajé de ocho de la mañana a once de la noche. Esto es así cuando se acercan las Christmas, dijo David al entrar con los últimos paquetes. Qué locura, carajo. Yes, sir. Eran cuatro paquetes, y uno saldría hacia Tamaulipas, remitido por Elías Navarro, desde una dirección de Miami Beach. Era la primera vez, desde que Campos había desaparecido, que me topaba con el nombre de su ciudad. Leí y releí la dirección de destino y por mi cabeza desfilaron imágenes de Campos con su chaqueta de tweed, su cesta, su cuaderno, la “Noche de poesía y rosas”, el Ilusiones. ¿Qué habría sido del poeta? El paquete estaba bien sellado, así que escribí OK y lo dejé en la bandeja de salida.
Miami, julio 2012
Felicito al autor de esta historia. Me gustó mucho. Está muy bien construida. De todo lo que leí en este número ha sido lo que más me ha llamado la atención.