Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Santa Fe

ODETTE ALONSO

Llueve torrencialmente. Las gotas golpean el techo y la música sube de volumen. Me sirvo un trago largo, como triple. Un ron añejo, color miel. Lo huelo mientras veo la lluvia a través del cristal de la ventana.

Llegamos a Santa Fe a mediodía, con sol. Qué bueno que vinieron, dijo Rolando y enseñó fotos, contó chistes, habló largamente. En su casita medio destruida, tomamos los primeros tragos. Ron blanco, solo.

La playa estaba a tres cuadras. Sobre el acantilado se levantaba una casa de dos pisos, decorada con motivos marinos y un espejo tan grande que hacía parecer la sala doble. Allí vivían los amigos de Rolando: un gordo de barba y dos mujeres, una india y una rubia. Nos pasaron a una terraza emparrada, frente a la inmensidad del mar, donde bebimos cervezas, lo mejor para este calor, según la india, una mujer madura y bien conservada, con el pelo muy lacio y muy negro, recogido en una larga cola.

La conversación mantenía ese aliento insulso y forzado que sigue casi siempre a las presentaciones. Si quieren bajar a la playa no tengan pena, dijo la rubia. Allá pueden cambiarse y señaló una puerta. Las veremos desde aquí, agregó Rolando, desde lo alto, como los salvavidas. Y todos reímos como si fuera el gran chiste.

La playa no era profunda pero había piedras punzantes. Nos tomamos de las manos para evadirlas. Dania reía como niña. Desde la terraza llegaba el rumor de las voces, las risas y el tintineo de las botellas que el mar apagaba a ratos. Qué gente tan rara, le dije. Dania se quedó en silencio por un rato. ¿Te parecen raros? No respondí.

Salimos del mar cuando ya anochecía. En la casa la iluminación era tenue, con muchas zonas de sombra. Pueden bañarse, dijo la rubia y trajo un par de toallas. Han sido muy amables, insistió Dania mientras nos enjuagábamos. No sé, hay algo que no acaba de gustarme, le dije mientras frotaba la toalla en mi cabeza. Son tus celos con Rolando, arriesgó sin mirarme.

Empezó a llover. Subieron el volumen de la música para que no interfiriera el ruido de las gotas en las láminas del techo. El mar se había embravecido y el rugido se escuchaba por encima de la canción. Fue entonces cuando llegó el hermano de Rolando con su hija, una adolescente, de unos quince años tal vez, muy pálida, con los ojos semicerrados, la mirada perdida y un vestido ancho y enrevesado. Me recordó a Bette Davis en sus películas más tristes. Venían empapados. Quítate ese vestido, dijo la rubia y señaló con el mentón una habitación contigua. La niña se cambió sin cerrar la puerta y regresó con una blusita transparente que dejaba muy poco a la imaginación. Su padre se había quitado la camisa y exhibía unos pectorales peludos y bien formados.

Descorcharon una botella de ron. Para calentarse, dijo la india con picardía. Evidentemente se sentían más cómodos con los recién llegados, más en confianza. La conversación giró en torno a enredos amorosos y abandonos que todos ellos conocían. Nosotras mirábamos a unos y a los otros con la sonrisa absurda de quien no tiene la más mínima idea de qué se habla pero quiere quedar bien.

Serían las diez de la noche cuando Rolando empezó a cantar para Dania, mirando a Dania, las canciones que ninguna estación de radio le transmitía y ninguna disquera le grababa. Luego cantó su hermano, a dúo con la niña, muy borracha. La india, enarbolando como bandera la botella, dijo que ya era hora de romper la tensión. Canten, reciten, demuestren sus cualidades ocultas. Nadie va a comerse a nadie. Alcé los ojos y me topé con mi estúpida sonrisa en el espejo. Rolando nos ha hablado mucho de ustedes. No lo hagan quedar mal. Rolando también sonreía sin levantar la vista, acariciando con cierta malicia las cuerdas de la guitarra.

La india llenó su vaso hasta la mitad, puso la botella ruidosamente sobre la mesa de centro y, con el vaso en la mano, sin esperar respuesta, se perdió tras la puerta entornada del cuarto. La rubia fue tras ella unos segundos más tarde. Olía a yerba. El barbudo, desde su ángulo, observaba algo que sólo él podía ver. Hacía señas apenas perceptibles con los ojos y la boca y sonreía, con un brillo procaz en la mirada.

Rolando hablaba sin parar. Yo veía a Dania de perfil y sabía que algo no andaba bien porque ella no se atrevía a mirarme. El padre y la hija seguían cantando despreocupadamente, vaciando y rellenando sus vasos con premura. Flotaba una sensación de rompecabezas incompleto. Como una película húngara.

La india salió de la habitación y prendió una varilla de incienso. Metió otro casete en la grabadora, de la que salieron las notas estridentes de unos merengues de Juan Luis Guerra. Ella y la rubia bailaban. Muy pegadas. Rolando y su hermano se reían y nos miraban de reojo. La niña bailó sola, tambaleándose. Se contorsionaba con una mezcla de obscenidad e inocencia. La expresión de su rostro era cándida, casi pura, como la de las vírgenes del Renacimiento. Bailando se fue hacia el cuarto.

Veo a Dania también de perfil en la imagen del espejo, con la mirada esquiva y una sonrisa medio idiota. Estoy a su lado, pero me parece cada vez más distante. Rolando se le acerca mucho mientras toca nuevamente la guitarra y canta a pesar de la otra música y de la algarabía de las danzantes.

Me levanto del sofá y voy hacia la barra de madera pulida. Me sirvo un trago de ron añejo. Largo, como triple. Lo huelo con gusto mientras veo la lluvia, feroz, a través del cristal. Pareciera que nunca va a escampar. Las ventanas están cerradas y adentro el aire se ha hecho denso.

Dania me extiende una mano para que vuelva a su lado, pero camino hacia la habitación donde la niña, acuclillada entre la mesa y la pared, fuma una colilla suavemente. Me ve entrar y me la pasa. Aspiro. Me viene una tos incontrolable. La niña me hace señas de que no haga ruidos. No puedo evitarlo y vuelvo a toser. Dos, tres veces, cuatro. Ella se ríe alto, a carcajadas.

Miro hacia afuera y veo a la india y a la rubia bailando sin blusas, sólo con la parte superior de los bikinis. Vuelvo a aspirar el humo y salgo, soltándome de la mano de la niña que intenta retenerme. Quiero que nos vayamos de inmediato. La india me mira burlona. Se ríe ruidosamente. Pica mi orgullo. Le hago señas a Dania. Se acerca en cámara lenta y se aprieta a mi cuerpo. No bebas más, por favor.

En un segundo nos hemos quedado como un monolito en medio del espacio. En el rincón en penumbras de la salita contigua, la india, completamente desnuda, se sienta encima del barbudo que ríe. Ella ríe también, echando la cabeza hacia atrás. Se hunde y emerge, una y otra vez, muy lentamente, mientras él aprisiona sus caderas con unas manotas desmesuradas. Al otro lado, en la habitación, la rubia besa a la niña, que sigue acuclillada. Veo sus lenguas como serpientes, las bocas muy abiertas. Rolando y su hermano cantan algo de la trova vieja y la otra música sigue en la grabadora. La lluvia es una cortina que emborrona las luces del disperso vecindario en el cristal empañado de las ventanas.

Como sin despertara de pronto, reparo en el cuerpo inmóvil de Dania y la aprieto. Ella suspira levemente, con los ojos cerrados y la cabeza acomodada sobre mi pecho. Rolando, que nos miraba fijamente desde el sofá, pone la guitarra en las manos de su hermano y se acerca. Se aprieta contra las nalgas de Dania. Siento el cuerpo de Dania y el cuerpo de Rolando al otro lado y un fuego me sube desde el centro del estómago. Lo empujo. Él hace un gesto de complicidad y se separa. Dania me mira a través de sus ojos semicerrados y se quita la blusa. Con un aire de indiferencia, como si no fuera ella ni fuera yo, me acaricia la espalda, los hombros, el pecho. Como autómata, yo también me quito el pulóver.

Rolando va tambaleante hacia la habitación donde la niña sigue acuclillada como la estatua de una virgen pálida. La incorpora de un tirón y le abre la blusa. La echa sobre la cama y muerde los senos apenas nacientes. Ella hace un gesto casi imperceptible con la boca, como un rictus. Tiene los ojos perdidos. Él se abre la portañuela. Levanta las piernas y la falda de la niña. Es rápido y brutal. Su hermano canta quedo en un rincón. La india, la rubia y el barbudo ya no están.

Nosotras somos dos maniquíes, detenidas en la imagen del espejo. Vámonos, le digo al oído. Es muy noche, amor. No conocemos por aquí. Veo a Rolando con la niña a rastras, como una gran muñeca de trapo. La música me parece lejana, muy lejana. Me pongo el pulóver y le digo a Rolando que nos vamos. No se vayan todavía, dice él, y Dania vuelve a pegárseme como si estuviéramos imantadas.

Rolando acomoda a la niña en el sofá, junto a su padre, que se ha dormido con la cabeza recostada en el respaldo, la guitarra en el suelo. Regresa y se pega a Dania. Trato de apartarlo, pero insiste. Dania no abre los ojos, como si de verdad estuviera dormida. Mi mano, rodeando su cintura, encuentra el pene expuesto de Rolando y lo aprisiona. Veo la escena en el espejo como en un sueño. El pene de Rolando, duro dentro de mi mano, y la cabeza de Dania en mi pecho, con los ojos cerrados. Él también tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta. Su torso desnudo inclinado hacia atrás, la cadera adelantada. El asta se mueve dentro de mi mano, rozando con la punta las nalgas de Dania. Una especie de vacío nos envuelve, como si el movimiento único del universo se centrara en esa lanza empuñada, turgente.

Reacciono y me separo con violencia. Dania y Rolando parecen despertar. En el espejo, somos tres piezas recién separadas de su centro que, perdida la estabilidad, flotan unos instantes antes de caer al suelo estrepitosamente. Haciendo un esfuerzo supremo por mantenerme en pie, voy hacia la barra. Tardo una eternidad en servirme el ron y vaciarlo de un trago. Una llamarada recorre mi cuerpo, como si resucitara. Abro la ventana. La lluvia ha cesado y el viento es tibio.

Vámonos, le digo a Dania mientras lleno el vaso una vez más. Ella se pone la blusa torpemente. Rolando dice que nos acompañará a la parada. Ofrece un cigarro que Dania acepta. Hay un cuchillo largo y puntiagudo sobre la madera pulida de la barra. Lo miro largamente antes de tomarlo, firme, por la empuñadura. Brilla la hoja sobresaliendo de mi mano, me deslumbra. Voy alzándolo poco a poco hasta la altura de mis ojos. Vuelvo a verme como hace un rato en el espejo, empuñando un arma, y lo suelto como si quemara. Hace un estruendo al caer sobre la madera. Apuro el ron de un trago, doy media vuelta y asiento, mirando a Dania y Rolando que fuman en silencio, absortos.

La madrugada es húmeda. El ruido de las olas nos llega durante el tiempo que esperamos el autobús. Media hora, una hora, dos; quién sabe cuánto tiempo. Ni una sola palabra. Ni un gesto. Reina un silencio profundo en Santa Fe.

***

Odette Alonso
Nació en Santiago de Cuba y reside en México desde 1992. Es poeta y narradora. Su cuaderno Insomnios en la noche del espejo obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 1999. Ha publicado la novela Espejo de tres cuerpos (México, Quimera, 2009), un libro de relatos: Con la boca abierta (Madrid, Odisea, 2006) y varios poemarios, el más reciente, Víspera del fuego (Monterrey, Ediciones Intempestivas, 2011). Sus dos décadas de quehacer poético han sido compiladas en Manuscrito hallado en alta mar (Xalapa, Universidad Veracruzana, 2011) y Bajo esa luna extraña (Madrid, Efory Atocha, 2011). Es compiladora de la Antología de la poesía cubana del exilio (Valencia, Aduana Vieja, 2011) y autora del blog Parque del Ajedrez (http://parquedelajedrez.blogspot.com). Este cuento pertenece a su libro de relatos «Con la boca abierta» (Madrid, Odisea Editorial, 2006).
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Un comentario el “Santa Fe

  1. Z & M
    02/12/2012

    Un texto exquisito que arrastra como en espiral. Atrapa, emborracha. De poderosas y perturbadoras imágenes que estremecen. un WOW..

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 01/12/2012 por en Narrativa.
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