Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

El hombre en su isla

MARCO MARTÍNEZ

Esta es la historia de un hombre que no recordaba cómo había llegado a esa isla desierta. Era una isla como las hermosas y solitarias islas de las películas y los libros. En  ella había cocoteros, frutas deliciosas y dulces, pájaros, iguanas, lluvias, sol y playas interminables. Al hombre lo atormentaba  un sueño recurrente, donde él era muy joven y luchaba con olas gigantes que lo envolvían, lo hundían y cuando lograba volver a la superficie y llenar de aire y agua los pulmones, todo era oscuro, azul oscuro y muy negro. Esa pesadilla era el único recuerdo que lo ataba a su pasado. Todo lo demás había desaparecido. No tenía recuerdos. No guardaba imágenes de otro lugar, de otras personas. No sabía como había llegado allí ni de dónde. Ahora era un hombre libre dentro de la isla y sus pensamientos solo eran relacionados con el diario transcurrir de los días. Pescaba, cazaba pájaros, iguanas, cangrejos, recolectaba frutas y nadaba horas enteras en el mar. En una cueva muy cerca de la playa se refugiaba de los rayos y los aguaceros que eran tan comunes, también allí dormía y lograba el calor por las noches con una fogata, ramas y hojas de cocoteros. Así eran mas o menos los días de ese hombre que no necesitaba nada más que lo que el  entorno le proporcionaba, porque estaba libre de recuerdos y era ligero y simple como un pájaro. Así paso el tiempo y llovió y el viento azotó los arboles y salió el sol y el mar fue algo bueno y también algo terrible, hasta que un día cuando amanecía,  caminaba por la playa buscando cangrejos y vio a una mujer que se dirigía  hacia él, desorientada, zigzagueante. Cuando la tuvo cerca miró su rostro cubierto de arena, con  unos ojos espantados y el pelo que parecía alga podrida. La mujer dijo algo que él no entendió mirándolo con una mueca  que había ya pasado por todos los terrores y se desplomó. Así fue como apareció aquella extraña, rompiendo el paisaje perfecto de la isla. Y compartió con él la cueva, la comida, la noche y el día. Cambió las cosas de lugar, lo ayudó a construir un techo fuera de la cueva, unas rudimentarias sillas, buscó caracoles, piedras y con ellas adornó los rincones. Con mitades de cocos hizo floreros que llenaban de olores, las húmedas paredes de la cueva. Rellenaron el piso con arena de la playa y con ramas y hojas construyeron una cama para los dos. El hombre se despertaba en la noche junto al cuerpo caliente de la mujer y cuidadosamente olía sus labios, sus axilas, su pelo con olor a mar y observaba cómo la sombra de sus cuerpos se reflejaba en las paredes de piedras, con el crepitar de la fogata.  Por el día ella lo ayudaba en casi todo, menos a cazar. Le contaba de sus gentes, de su ciudad, de su trabajo. También le habló de otros amantes y le dijo que de donde ella venía, se enterraban a los muertos queridos bailando y cantando y tomando alcohol  hasta el día siguiente. Le contó de calles y de bares donde la música hacía bailar a negros y blancos por igual y el olor del humo se mezclaba con el del  sudor y el aceite para freír. Le habló de comidas, de sabores, de colores. Le contó películas y cantó canciones tristes  llorando  abrazada a su espalda. El buscó pedazos de corales que las olas arrastraban hacia la orilla y formó con ellos mujercitas desmelenadas y sensuales que era exactamente cómo él las veía.  Se las fue entregando mientras ella hablaba y hablaba describiéndole  todo su mundo tan distante y hermoso. Así fue más o menos la vida de él desde que se apareció aquella mujer como un fantasma necesitando cuidados, caminando a trompicones por la arena. Hasta que despertó una mañana y ella no estaba enlazada, aferrada a su espalda como era su costumbre. Salió y miró el mar y estaba tan sereno, tan azul y era tan lindo que un dolor como un rayo le atravesó el pecho. La buscó todo el día, siguió sus antiguas huellas como si fueran la esperanza, gritó, se subió a los árboles, nadó mar adentro llorando sin darse cuenta, y cuando ya la noche oscureció todo regreso riendo como un loco  a la cueva y solo encontró su espacio vacío. Aulló noches enteras entre los árboles, espantando a los pájaros y a las zarigüeyas, levantó piedras, oteó por horas el horizonte y no descubrió  nada. Ni un rastro, una mínima huella de su paso, ni encontró sangre, ni su pelo, ni su aroma ni su voz. El hombre dibujaba el cuerpo de la mujer en la arena y se acostaba sobre él, besándolo, sorbiendo la arena mezclada con mocos y babas de su desesperación. Dejó de comer y de buscar su olor en la cama y el sol lo alumbraba al amanecer, tirado en la playa como un muñeco roto y herido. Así fueron los días del hombre cuando no supo mas nada de la mujer. Pero de la misma forma que cae el aguacero y después escampa y el viento dobla los árboles para alejarse y dejarlos, así el hombre volvió a comer, cazó, pescó y nadó en el mismo mar que traía la vida y las calamidades. Así pasó por  las noches  y los días,  llevando amarrado a la espalda el hueco de la soledad como un saco de arena pesado e insoportable. Y pasó el tiempo mientras sin darse apenas cuenta canturreaba aquellas canciones tristes que ella cantaba aferrada a su cuerpo. Una mañana,  después de una noche de tormenta, salió a la playa en busca de cangrejos y vio una extraña embarcación varada en la orilla. Cuando se iba acercando escuchó un lamento de animal herido. Llegó corriendo a la embarcación y en el fondo de aquel andamiaje de maderas, lonas y desastre, había un hombre muerto con una herida profunda en la cabeza y un ser extraño, que se retorcía y gemía, amarrado el cuerpo y las piernas con unas cintas de lona. Lo liberó mientras ese ser amorfo, retorcido, hacía unos sonidos guturales y espantosos. Lo arrastró hasta la playa y como pudo le limpió la mierda y el agua con sangre que lo cubría. Lo llevo hasta la cueva y con sus manos le dio frutas, pescado y agua.  Aquel hombre extraño no paraba de emitir unos sonidos que retumbaban en las paredes de la cueva. Le limpió la baba que colgaba de sus labios y se sentó a observarlo. Se miraban los dos en silencio. No tenía control en sus brazos y constantemente se llevaba los puños cerrados a la cara y los recorría por el pecho. El hombre comenzó a hablar y él mismo escuchó su voz como si llegara de otro lugar muy lejano y dijo:

-De donde yo vengo se entierran a los muertos queridos cantando y tomando alcohol…

No pudo seguir. Sintió que perdía el balance y se mareaba, mientas la enfermera giraba la silla de ruedas eléctrica y la paraba frente a ella.

-Llegó la hora de la comida buen mozo… -le decía- si te la comes toda, cuando pare de nevar te voy a llevar a dar un paseo por el jardín.

Mientras hablaba, la enfermera  recogía  con la cuchara la papilla que se deslizaba lentamente de sus labios y caía en el babero que cubría el pecho del hombre.

Marco Martínez

Marco Martínez

Marco Martínez ( La Habana 1961 ) Generación de El Mariel. Escribe periódicamente en el blog personal:

Palabras http://marco1661.blogspot.com/

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4 comentarios el “El hombre en su isla

  1. Baby.
    05/01/2013

    Me encanto…muy bien redactado…

  2. Mariana
    05/01/2013

    Muchas felicidades, es excelente…

  3. Marciam
    05/01/2013

    La idea central me gusta,partiendo de ahi y en mi modestisima opinion,deberias trabajarlo mas,una edicion rigurosa y eliminar algunos adjetivos,que para mi diversifican un tanto el tema central.La idea central,repito,me parece muy buena.

  4. Tanya
    25/01/2013

    Me gusto mucho, sigue escribiendo, lo haces muy bien.

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 05/01/2013 por en Narrativa.
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