Mi amigo Reynier, dicen, toca el violín como un ángel. Confirman este sublime elogio apasionados especialistas, músicos barrocos y auditores que veo exaltados en sus conciertos. Cada vez que nos encontramos en París, a Reynier y a mí nos gusta comentar este común sueño (más bien empeño) de andar por estas latitudes haciendo lo que elegimos sin dejar de calcular la distancia que pudiera separar nuestras voluntades de nuestros destinos, es decir las ambiciones marcadas por ese acto de fe de ser cubanos.
Menciono esto para tratar de explicarme por qué un día, en medio de una conversación sobre el arte cubano, se me ocurrió espetarle a mi amigo:
“Chico, no te has dado cuenta que todo el gran arte de Cuba del siglo XX viene de antes de la revolución, nada de lo surgido después, está a la altura. No ha aparecido en la isla el Shakespeare que cuentan pronosticó un día Virgilio Piñera desde la playa de Guanabo…”
Ante tanto tremendismo nos quedamos callados los dos, como era de esperar.
Yo cavilando la justicia (¿o la justedad?) de mi cruel afirmación. Reynier buscando nombres que fue citando, poco a poco, casi con permiso. Nombres de músicos, porque uno debe hablar de lo que sabe, supongo, a lo contrario se le llama, creo, diletante. Y nada tan ajeno a esos devaneos que el apasionado Reynier.
No me recuerdo, sin embargo, haber consentido a la lista de sus candidatos propuestos. Y cambiamos de tema, que son pocas las veces que nos vemos en París, por donde este Brindis de Sala del siglo XXI, alumno eminente del conservatorio de Lyon, se pasea como si nada y con su violín a cuestas entre los mejores músicos barrocos de Europa.
Es evidente la primera de las tres razones que me llevaron ese día a hacer tabula rasade la cultura cubana contemporánea: la de querer disociar de forma mecánica y rencorosa a la revolución política de toda conquista del espíritu.
Existe otra, sin embargo, no menos persistente, que creo comparto, a veces, involuntariamente, con otros cubanos. Me refiero a la soberbia de clasificar, poner y quitar, casi siempre de manera arbitraria, es decir, al antojo de nuestros caprichos, a toda creación nacional.
La pasión sobrepasa en estos casos a cualquier raciocinio hasta el punto que se salva a un escritor por afinidad (o amistad), se condena a otro por lo contrario, se comete la fatuidad de valorar a la escritura a partir de supuestas analogías entre ésta y sus referentes, y se condena por mimetismo (matando dos pájaros de un tiro) a la crítica literaria, en una forzada relación de causa y efecto.
La tercera de las razones tiene que ver con la anterior pero es a mi juicio la más provinciana de todas. Consiste en hacer el ranking de nuestras preferencias teniendo en cuenta, ante todo, la etiqueta de su identidad. Este nacionalismo primario nos priva del resto, es decir, del mundo, porque se ve lo universal, entonces, a partir de la aldea insular.
Algo escrito por Milán Kundera en su libro de ensayos El telón me sirve de modelo para la descripción de esta última idiotez. En la incapacidad (o el rechazo) para ver su literatura en el gran contexto de la literatura mundial, existen, dice Kundera, dos provincianismos. El de las grandes naciones y el de las pequeñas.
Una gran nación se resiste a la idea de Goethe de literatura mundial (Weltliteratur) porque su literatura le parece tan rica que no necesita interesarse por las otras. Mientras que las pequeñas naciones también rechazan esta inclusión mundial por razones contrarias: estiman a la literatura mundial, pero ésta aparece como inaccesible, y mirar más allá de sus fronteras, abandonar lo nacional, es considerado una traición.
En esto también coincide Pascale Casanova en su ya célebre libro La República mundial de las letras: casi siempre es conflictivo el deseo de un escritor de integrarse al mapa mundial de la literatura. El escritor puede renunciar a su herencia cultural e incorporarse al espacio universal predominante (abandonar su lengua, como Kafka y Kundera), o puede guardar una relación filial con su tradición. Pero, en esta última tentativa, es muy difícil hacer autónomo su universo (como fue el caso de Joyce), para imponerlo en el espacio internacional.
Eso que, a partir de un espiritualismo excesivo, Roberto Calasso llama literatura absoluta, no distingue la escritura por países ni identidades, sino por el valor estético que aporte una nueva forma y una nueva expresión.
Porque si algo precipita a escritores de naciones pequeñas a expresarse en otras lenguas es muchas veces la ambición de poder integrarse al pelotón lingüístico de las grandes, y así ganar el deseado reconocimiento universal.
Al menos este problema no lo tienen los escritores cubanos, me digo. El español (¿quién lo duda?) gana terreno en el mundo y es la expresión de una gran nación europea, de casi todo un continente y de la cuarta parte de los habitantes de los Estados Unidos.
Lo que sí parecen dilemas para los escritores cubanos actuales son la forma en que se escriben sus historias y la expresión de estas narraciones. Y cuando me refiero a la forma hablo de lo poco audaz de las estructuras, y de un lenguaje muchas veces empobrecido por el esfuerzo de agradar y vender, o de transcribir folclóricamente el habla cotidiana.
Al argumento ya manido de que la falta de publicaciones plurales confunde al periodismo con la ficción, debe añadirse, para no ser injustos, el más evidente: la omnipresencia de la Historia, la repetición de una situación que ocupa todos los espacios de la vida desde hace más de medio siglo.
La escritura que elude por temor a la censura del régimen, o la que disiente de manera frontal, pueden, a largo plazo, por transitorias, salir juntas a dar un paseo por los jardines del olvido.
La imaginación ha encontrado sólo en contadas ocasiones la manera de hacer universal los relatos de los más recientes escritores cubanos. Quizás porque, como ya he dicho, no alcanzamos casi nunca la madurez de abandonar esa etiqueta patriotera, ni ese rencor no siempre injustificado de suprimir lo que engendró la dictadura.
En una palabra, de no dejar de practicar el provincianismo de las naciones pequeñas al que se refiere Kundera, en el arte cubano tardará hasta el infinito, la aparición del Shakespeare anunciado en la playa de Guanabo por Virgilio Piñera.
Armando Valdés Zamora. Escritor y profesor universitario cubano exilado en París. Se doctoró en la universidad de la Sorbona en 2003 con una tesis sobre José Lezama Lima, es profesor Adjunto de la Universidad de Paris XII y de la Escuela Superior de Gestión (ESG). Ha publicado un libro de poemas y una novela, Les vacances de Hegel (2003).
Elemental ,Controvertida y Esencial Polemica ,Watson !