Como todas las tardes, voy hasta una terraza improvisada que hay en lo más alto de la escuela. En realidad se trata de un techo forrado con un papel metálico, intensamente plateado, donde cientos de parejas han ido dejando constancia de su existencia en perfecta comunión con algunas malas palabras y ciertos improperios dirigidos a profesores. Como está en el cuarto piso, casi nadie frecuenta el lugar, a no ser que estemos en horario docente y hayan situado una clase en el laboratorio cercano. Desde este balcón ahora en silencio, puedo ver algunas palmas esmirriadas, para nada reales, y ese momento del día en que el cielo comienza a contaminarse, a entreverarse de colores que van del naranja al violeta. Sentada con las piernas colgando hacia afuera, abajo solo espera el abismo. Si cayera, nada me detendría hacia un césped que hace mucho tiempo no se corta. Venir hasta este sitio apartado se ha convertido en un rito, porque una escuela interna, marcada por rutinas y horarios, puede ser apabullante. La nuestra no tiene cercas ni veladores, es un edificio gigantesco que se extiende sobre suaves colinas desniveladas y si quisiera, pudiera salir a campo traviesa, o incluso, por la misma carretera. Pero de nada valdría, de todas formas, pasado un tiempo, ya con un castigo a cuestas, volvería a estar dentro.
No he sido absolutamente exacta al decir que casi nunca viene nadie a no ser que estemos en clase. Lo cierto es que una vez, solo una vez, alguien subió los numerosos escalones hasta aquí. Eran ya las siete media de un tenue día invernal cuando un hombre grueso, ligeramente rubio, parecido al actor francés Gérard Depardieu, se acercó. A pesar de su gordura, caminaba con suavidad, como si en vez de zapatos de suela dura, solo llevara unas mullidas pantuflas. Rápidamente, metí las piernas y me dispuse a marcharme, pero él sin hacer contacto con la vista, apenas susurró: “No tienes por qué molestarte, me iré enseguida, solo tenía curiosidad por saber si se conservaba igual”. “¿Igual que cuándo?”-le pregunté. “Igual que cuando yo estudiaba aquí, hace ya mucho tiempo”-me respondió tras un momento de silencio. “Perdone, ¿pero cómo ha podido entrar?” “¿A la escuela quieres decir?” “Sí, a la escuela”. “Pues, bueno, hoy es ese magno día en que permiten que los ex alumnos la visitemos”. “Claro, claro” -contesté como una letanía. “¿Estaban malas las guaguas?”-continué para no ser grosera, porque soy de esas personas que siempre se sienten impulsadas a hablar frente a un extraño, en un intento perenne por parecer agradable. “Sí, están malas, pero vine en taxi… Ya no vivo en Cuba” -agregó a sabiendas de que casi ningún cubano normal paga un taxi hasta las afueras de la ciudad. Las palmas esmirriadas para nada reales agitaron sus pencas, como si de pronto ellas estuvieran conectadas a mí y hubiesen percibido mi sorpresa interesada. “Vivo en Biarritz desde hace muchos años”, dijo finalmente mientras se acomodaba a poca distancia. Biarritz, Biarritz… El nombre sonaba en mi cabeza con su doble erre y la zeta final. Era un sitio desconocido, no era una capital… “¿No has oído hablar nunca de ese lugar?” -prosiguió, quizás notando mi esfuerzo por ubicarlo en mi mapa mental. “No, lo cierto es que no tengo la menor idea de dónde está.” “En Francia. Es una ciudad costera, ligeramente cercana a la frontera española. Se puso de moda cuando la emperatriz Eugenia y Napoleón III comenzaron a elegirla como sitio de veraneo. Supongo que eso tampoco lo sabías, pero no te sientas mal, yo no me enteré de estas cosas hasta llegar allí. Nadie nos enseña que existen otros lugares cerca del mar, con playas de arena, tan hermosas como las
nuestras, quizás más encantadoras. Yo venía hasta aquí, lleno de una ignorancia similar a la tuya, y créeme, no te lo digo con ánimo de ofender, me sentaba en la misma posición en la que te encontré. Me cansaba ver las mismas caras, me agotaba sonreír y caminar por los pasillos como si nada pasara”. “No tiene que disculparse, señor, la verdad es que no sé muchas cosas. A veces creo que aquí -y supuse que en este “aquí” entendió que me refería a la escuela- no nos enseñan realmente nada que valga la pena, y que todo este sacrificio es en vano”. Aquel extraño, con aire de actor francés llegado de la lejana Biarritz, me inspiraba una confianza peligrosa, que me hacía hablar sobre sensaciones que no contaba a nadie, ni siquiera a mi hermana, mucho menos a mis padres y menos todavía a mis amigas del aula. “Porque para ti también es odioso estar aquí, ¿no?”-preguntó y sentí que acababa de esbozar el primer comentario tonto de la tarde. “Perdóneme, señor, pero también sin ánimo de ofender, el que peca de ignorante ahora es usted. ¿Por qué cree que estoy sentada aquí, sola en una escuela de matrícula desbordada? No es precisamente porque me sienta feliz”. El hombre sonrió: “Lo intuía, pero necesitaba estar seguro”. “¿Seguro de qué?” “Pues de que te sentías tan mal como yo a tu edad. No solo este lugar continúa idéntico, ya veo que la pobreza de lo que se enseña, la sensación de opresión, también andan parejas. Para tu tranquilidad, muchacha, solo puedo decirte, y esto no es un cliché, que estas paredes, esas palmas que simulan un palillero, estas personas que ahora deciden sobre ti, incluso lo que está más allá, el diminuto mundo que ahora te retiene, encerrada con barrotes invisibles, todo eso, va a desaparecer. Saldrás de aquí, sufrirás decepciones aun más profundas hasta comprender que esta escuela es en realidad un adelanto de algo mayor, más terrible, que irá contigo a todas partes y que de ti depende transformar eso en algo que se instale como una fuerza que te permita vivir. Una mañana de mayo, tomarás un avión con apenas algunos libros entrañables en la maleta de mano, El arcoíris, Las flores del mal y las memorias de Proust quizás, convencida de que no hay vuelta atrás, y de que mirar lo dejado, te convertirá en estatua de sal como a la mujer de Lot. Llegarás a un lugar también de extraño nombre, acaso cercano al mío, se me ocurre que Bayona, y comenzarás a vivir en serio, con la certeza de que nadie te observa desde arriba, que no eres un peor ni un mejor ser humano porque creas o no en una línea política, y que existen los desfalcos y los derrumbes y toda suerte de desgracias, pero que nadie tiene derecho a hacerte creer te ganarás el paraíso en tanto cumplas con el camino que otros han trazado para ti. Tienes derecho a no ser perfecta y a admirar a una mujer llamada Emily Dickinson que al morir dejó miles de poemas inéditos porque alguien se creyó con el poder de decirle que no era bien visto que los publicara. Cuando todo haya pasado y nadie te recuerde, volverás y, acaso como a Odiseo, un perro te lamerá la mano. Tomarás un taxi y vendrás hasta esta escuela para visitar el lugar en el que vislumbraste que tu vida podía ser diferente. Y como huella de todo eso, grabado en el papel plateado antes caliente, ya tibio, leerás una inscripción de esa otra que ya no eres tú, algo como esto”.
El señor grueso parecido a Gérard Depardieu se volteó, colocó los pies que parecían calzados por pantuflas sobre el piso ahora convertido en una pared llena de grafitti, y caminó hasta un rincón donde pude leer una frase que apuntaba su dedo: “Stephen Dedalus, 1972”. Con la suavidad con la que había aparecido, se incorporó y se dirigió hasta la escalera. Aunque imperceptible, aún podía escuchar sus delicados pasos, como si el duro granito de los escalones se hubiera transformado en una hierba esponjosa y recién cortada. Ignoraba muchas cosas, sí, pero sabía que aquel nombre, hecho de puntos perforados con el grafito afilado de un lápiz, no era realmente el suyo. Tomé una pluma que todavía suelo guardar en mi bolsillo, y como en esos juegos amatorios en que las niñas escriben el nombre de alguien a quien quieren mucho, puse en
la palma de mi mano, con letras grandes y azules, casi como una herida: STEPHEN DEDALUS. De pronto, sin saber a ciencia cierta la razón, al lado de 1972, grabé el año que ahora corría.
El cielo ya no es naranja ni violeta, sino de un negro intenso. Las únicas luces que se distinguen son las de la propia escuela. Siluetadas, a los lejos, dos elevaciones se alzan como para recordarme que aún no me ido en un avión hacia Bayona. A pesar de que no puedo distinguirlo, sé que a pocos pasos está el nombre del personaje de Ulysses. Sí, porque ahora puedo entenderlo todo, o casi todo.
La Habana, 2013
ELIZABETH MIRABAL (1986) coautora de Sobre los pasos del cronista. El quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965 (Premio Enrique José Varona UNEAC 2009 y Premio de la Crítica Literaria Cubana 2011), la selección de entrevistas Tiempo de escuchar (Editorial Oriente, 2011), Los pintores escriben (Ediciones Boloña-Fundación Alejo Carpentier, 2012) y Hablar de Guillermo Rosales (Editorial Silueta, 2013). Ha merecido en el género de prensa escrita los premios nacionales de periodismo cultural Monchy Font 2006 de la UNEAC y Rubén Martínez Villena 2006 y 2008 de la Asociación Hermanos Saíz.
Da gusto leerla. Gracias, Conexos.