La Habana, Cuba, marzo de 1896
Para Elena Rivas de Olazábal, acostumbrada como estaba a recibir muestras de admiración a su paso por los cuatro rincones del planeta, que el recién nombrado Capitán General de la Isla de Cuba se hubiese molestado en enviarle un carruaje a su llegada a La Habana, resultaba lo más natural del mundo. No así para los allegados del Marqués de Tenerife, a quien consideraban un personaje tenebroso cuya fama de carnicero lo perseguía desde que ordenó la matanza de cientos de civiles, de todas las edades y de ambos sexos, durante la llamada Guerra de los Diez Años. Muchos temían que, con el paso del tiempo, al frío militar de ascendencia prusiana no le temblaría el pulso para cometer atrocidades aún mayores, ahora que la contienda entre españoles y criollos parecía conducir sin remedio a la independencia de la Isla. Los militares más cercanos al general Weyler, entre los que se encontraba Gregorio Alcón, quien sería su asistente en la nueva campaña, sabían que el hombre que gobernaría a Cuba en los próximos años era muy culto y vivía entregado en cuerpo y alma a su profesión, desde que se propuso seguir la carrera militar de su padre y su abuelo, aún a sabiendas de que con ello contrariaría a su abuela, quien soñaba con que su nieto se dedicara al sacerdocio. Lo que muchos ignoraban, pero don Gregorio sabía de primera mano, es que el astuto militar tenía su talón de Aquiles: las mujeres bellas, algo que se puso de manifiesto desde que el general supo de la próxima llegada de la diva española para hacer una temporada en la capital. Don Valeriano no había podido olvidar a aquella mujer que vio una noche, tres años antes, en el Teatro Real de Madrid, a su regreso a España después de ocupar la Capitanía General de Filipinas. En aquel momento no pudo conquistarla porque el deber, ¡siempre el deber!, lo llamaba, y tuvo que marchar a Cataluña para hacerle frente a los atentados anarquistas. Pero ahora que el destino volvía a ponerlos frente a frente, estaba seguro de que la bella Elena de Rivas no tendría más remedio que prestarle atención. Y de prisa, que no tenía tiempo que perder. Había llegado a Cuba un mes antes, con el propósito de aniquilar la insurrección de los criollos en dos años, pero para lograr ese objetivo tendría que eliminar al cabecilla más peligroso de la contienda: Antonio Maceo. Maceo, como él, era un veterano de la guerra grande, y en los últimos tiempos se había convertido en un ídolo de los cubanos que habían cifrado en él sus esperanzas de independencia. Como si ellos se pudieran gobernar solos. Ya se imaginaba él lo que sería de Cuba sin la protección de la Corona. Un bando de flojos es lo que eran, acostumbrados a tomarlo todo en broma, tocar música y coquetear todo el tiempo, como si no hubiera asuntos más importantes que atender. Si no hubiera sido por la mano blanda de su antecesor, Martínez Campos, ya la guerra se habría terminado. Pero claro, los insurrectos se reían de él en sus mismas narices, y hasta se atrevieron a hacer una invasión al oeste, y poco faltó para que entraran como Pedro por su casa en el mismísimo Palacio de los Capitanes Generales. Ya verían todos que con él, las cosas serían muy diferentes. En dos años podría regresar a casa, a disfrutar de la vida en familia, de las atenciones de doña Teresa, esposa y madre ejemplar, que lo esperaba paciente mientras él se encontraba en campaña. Por fortuna las mujeres carecían, en su opinión, de las mismas necesidades físicas y afectivas que los hombres, pues para ello podían contar con la cercanía de sus hijos. Pero muy diferente era la vida de un hombre, aún joven y potente, como era él a sus 58 años, por lo que, aunque con mucha discreción, de vez en cuando se permitía un rato de esparcimiento en la compañía de una mujer hermosa y complaciente, como suponía que era la artista madrileña.
“Hoy sabrás lo que es la pasión del Marqués de Tenerife”, se decía para sus adentros el general, mientras se examinaba frente al espejo.
Todo lo tenía previsto. Aún yendo en contra de su costumbre, el día de la presentación de la cantante en el Teatro de la Opera, el general Weyler se dio un baño de tina, algo que solo hacía en ocasiones muy especiales. El resto del tiempo le bastaba con frotarse el cuello y detrás de las orejas con un paño humedecido, que para eso era un militar acostumbrado a la dura vida de campaña, durmiendo a la intemperie sobre la tierra, al lado de sus hombres, y alimentándose de una lata de sardinas y un mendrugo de pan antes de seguir adelante. Los baños de espuma y los talcos olorosos eran para las señoritas, no para los hombres viriles como él. Pero como no le eran ajenas las murmuraciones a sus espaldas sobre su falta de aseo personal, decidió hacer una excepción para no ofender el olfato de la bella dama que ocupaba todos sus pensamientos. O mejor dicho: una parte de ellos. Porque lo que ocupaba su mente, casi en su totalidad, era el plan que se había propuesto para aislar y vencer de una vez y para siempre al mulato Maceo. Un plan que pondría en marcha al día siguiente.
Se miró al espejo por última vez, y se lamentó para sus adentros de no poder contar con una cuarta más de estatura. Su tamaño había sido la causa de que lo rechazaran en el colegio de infantería, cuando era un adolescente, y de no haber sido por la intervención de su padre, un prestigioso médico que había hecho carrera como jefe de Sanidad Militar, no habría podido estudiar en aquella institución. Cuarenta años más tarde, gozaba de los beneficios de una larga carrera en la que había logrado ascensos y honores, pero nunca, pese a su esfuerzo en el gimnasio y sus largas cabalgatas, pudo lograr el ansiado anhelo de crecer no una cuarta, sino al menos un par de dedos.
Lo mejor de la sociedad habanera estaba reunida en los palcos del Teatro de la Ópera, la noche del debut de la diva madrileña. Nadie habría podido imaginar, al ver la elegancia de las damas, la actitud sosegada de los caballeros que las acompañaban y el coqueteo de los más jóvenes, con requiebros galantes de parte de los varones y risas semiocultas detrás de los abanicos de parte de las señoritas, que en aquellos mismos instantes se decidía en la manigua el futuro del país. Todo aparentaba normalidad, pero a un buen observador no se le hubiera escapado la densa calma en el ambiente, semejante a la que precede a una tormenta.
Afuera se alineaban los carruajes con cocheros vestidos de librea, que esperarían a los señores hasta que terminara el concierto para llevarlos de regreso a casa. Las mujeres, resplandecientes en sus vestidos de seda y terciopelo, muchos de ellos encargados a París, y exhibiendo sus mejores joyas, se saludaban con efusividad y comentaban el ajuar de las que iban entrando al teatro, mientras los hombres degustaban un habano y bajaban la voz para hablar de lo que todos sabían pero callaban para no aguarle la fiesta a sus esposas: la guerra, cuyo fin sabían más próximo que nunca antes. Algunos, defensores de la Corona, hablaban esperanzados del recién nombrado Capitán General, al único que creían capaz de meter en cintura a los insurrectos. Pero la gran mayoría veía con horror cómo sus negocios se iban a pique como consecuencia del enfrentamiento, y consideraban que su única esperanza era la independencia de España. En especial los más jóvenes, que aunque descendían de españoles, amaban la tierra que los vio nacer y consideraban que era hora de liberarse del control político de la Península para echar a andar por sí mismos, sin el control de un monarca al que nunca le habían visto la cara. De ahí que muchos conspiraran en las mismas narices de las autoridades, tal como hacían mientras esperaban que se levantara el telón, recaudando fondos para la causa independentista. Entre ellos estaba Fernando Sánchez de Hidalgo, el pretendiente de Constanza. En el fondo sentía mucho remordimiento al pensar en la bella castellana que había conocido en el trasatlántico, pues si bien había sido sincero con ella, al confesarle su amor, le había ocultado la verdadera razón de su viaje: unirse a la guerra de los cubanos, con los que simpatizaba desde que comenzó a visitar la isla de Cuba cuando aún era un niño. También sentía pesar al recordar a su padre, que lo hacía terminando sus estudios en La Habana, ajeno a las actividades subversivas que lo mantenían ocupado. Si el respetable Nicolás Sánchez de Hidalgo, ejemplar súbdito de la Corona, hubiera podido imaginar que los dos últimos viajes de su hijo a Cuba nada tuvieron que ver con sus estudios universitarios, los cuales había abandonado desde el año anterior, y mucho con la compra y transportación de armas cuyo destino final eran las tropas bajo el mando de Antonio Maceo, seguramente habría muerto de rabia y vergüenza. Los mejores amigos de Fernando también colaboraban con la causa de los insurrectos, algunos ya estaban en la manigua, y los pocos que quedaban en La Habana se preparaban para unirse a la contienda, llevando consigo el dinero recaudado para la compra de armas y municiones. Según sus cálculos, en pocos meses ya estaría peleando con los mambises, pero no hubiera podido partir sin despedirse de Constanza, la mujer con la que soñaba de día y de noche desde que la conoció en el barco.
La suerte parecía estar de su lado, pues cuando pudo encontrarla, sentada en un palco y escoltada discretamente por Manuel, ya doña Elena se preparaba para subir al escenario, y por primera vez tuvo la oportunidad de hablar a solas con ella. O casi a solas, porque el gitano no dejaba de vigilarla a unos pies de distancia. Al verla, olvidó el discurso que había preparado para su reencuentro, y solo atinó a tomarle las manos y besárselas una y otra vez, mientras ella enrojecía como una amapola y se alegraba de que su mentora no estuviera cerca, para que no le echara a perder ese momento con sus prudentes consejos. Estaba enamorada, ahora sí estaba segura de que amaba a Fernando y de que quería pasar el resto de su vida a su lado.
Las luces se apagaron, anunciando que la función comenzaría en unos segundos, y la pareja aprovechó la penumbra del palco para tomarse de las manos y permanecer así durante todo el tiempo que duró la primera parte del concierto, hasta que las luces volvieron a encenderse y los aplausos les indicaron que comenzaba el entreacto y podían salir a estirar las piernas.
Una hora más tarde, los aplausos del público, puesto de pie para mostrar su admiración por la cantante, volvieron a indicarles que debían abandonar el palco donde estuvieron más pendientes de susurrarse frases de amor que de seguir la trágica historia que se representaba en el escenario.
Seguidos por Manuel, salieron al vestíbulo, donde aún varias personas comentaban la actuación de la cantante, pero al cabo de un rato, comenzaron a preocuparse porque doña Elena no daba señales de vida, por lo que el gitano, muy a su pesar porque debía dejar sola a la joven pareja, se ofreció para ir hasta el camerino. Cuando llegó, vio salir a la cantante escoltada por un militar con aspecto de pocos amigos, por lo que decidió seguirlos. Pero antes, pasó por el cuartito que le habían asignado al lado de los camerinos, a recoger algo sin lo cual no daría un paso fuera del teatro.
Elena Rivas, viuda de Olazábal, luchaba por despojarse del traje de cortesana francesa con el que se había vestido horas antes, para dar vida a Margarita Gautier en el escenario, mientras se preguntaba por qué Manuel se tardaba tanto en llegar para darle una mano. Y es que, como es natural, no tenía idea de lo que había estado ocurriendo en un palco del teatro entre Constanza y Fernando, mientras ella prestaba su voz a la trágica historia de amor imposible con la que había recorrido los escenarios de Europa. Por eso respiró aliviada cuando sintió que llamaban a la puerta del camerino.
“Entra, Manuel, te estoy esperando”.
Pero en lugar de su fiel protegido, quien entró como Pedro por su casa fue don Gregorio, el asistente del flamante Capitán General.
“Pero, ¿cómo se atreve?”, preguntó escandalizada, mientras se cubría lo mejor que pudo el cuerpo semidesnudo.
“Perdone usted, mi estimada dama, pero tiene que acompañarme”.
“¿Acompañarlo dice? ¿A dónde? ¿Por qué?”
“Eso lo va a saber muy pronto. Vístase lo antes posible, que Su Majestad el Rey sabrá recompensarla por su servicio a la Corona”.
“¿A la co… qué? ¿Se ha vuelto usted loco, señor mío?”
Pero don Gregorio no estaba dispuesto a dar más explicaciones. Al ver que doña Elena se había vuelto a poner la ropa con la que había actuado, la haló por un brazo y la condujo hacia el exterior del teatro por la puerta trasera que estaba reservada para los artistas. Después, la hizo subir a un coche que estaba estacionado en la calle, donde los esperaba don Valeriano, y a continuación le ordenó al cochero que se pusiera en marcha.
“¿Se puede saber qué significa esto?”
“Cálmese, mi estimada señora. Solamente quería hablar a solas con usted, y como comprenderá, el alto rango de mi posición me impide hacerlo en público, para evitar habladurías que nos perjudicarían a los dos”.
“Usted es…”
“Don Valeriano Weyler y Nicolau, Marqués de Tenerife y Capitán General de la Isla de Cuba, a sus órdenes”.
Doña Elena respiró profundo y por primera vez miró al hombre que estaba a su lado. De una sola ojeada pudo darse cuenta de varias cosas que una mujer experimentada como ella no podía pasar por alto. La primera, que se trataba de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, fuera como fuera. La segunda, que su porte militar y su manera de sentarse, con la espalda recta y la mirada dirigida a lo alto, hacia un punto inexistente en el horizonte, eran sus mejores aliados para disimular la inseguridad que le provocaba su corta estatura. Aún estando sentados, la cabeza de ella sobrepasaba la suya en unas cuantas pulgadas. Y la tercera, que no tenía la menor idea de cómo conquistar a una mujer.
“Entonces, estoy en deuda con usted, señor Weyler”, le dijo con su mejor sonrisa para ganar tiempo y pensar cómo saldría de tan embarazosa situación.
“Llámeme Valeriano, se lo suplico”, le contestó el militar asiéndola fuertemente por el codo.
“Debo darle las gracias, don Valeriano, por su amable gesto a mi llegada a La Habana. De no haber sido por usted, solo Dios sabe cómo hubiéramos podido salir del puerto, con todos mis admiradores allí esperándome y deseando acercárseme”.
“Honor que no merezco, mi bella señora”, le dijo pegándosele tanto a la cara que las guías del bigote le rozaron la oreja. En ese momento, el coche se detuvo, aunque apenas habían recorrido un corto tramo desde el frente del teatro hasta una callejuela lateral, bastante oscura y desolada a aquella hora.
“Pero no teníamos que encontrarnos de esta forma tan incómoda. ¡Ni siquiera me ha dado tiempo a cambiarme de ropa!”
“Permítame decirle que se ve igual de hermosa. Qué digo yo igual, ¡se ve muchísimo más hermosa así que con otra ropa!”, volvió a la carga, pero esta vez recorriendo con ojillos de sabueso los tobillos y la parte de las pantorrillas que el vestido le dejaba al descubierto. Doña Elena pensó que en cualquier momento dejaría ver los colmillos y un hilillo de baba le colgaría desde la boca.
“¿Sabe que no es la primera vez que la veo actuar en un escenario?”
“Ah, ¿no? Pues no lo sabía…”
“La primera vez fue en Madrid, hace tres años, y desde entonces no he dejado de soñar con este momento”.
Pero don Valeriano no era hombre de perder el tiempo con las palabras. Lo de él era la acción, así es que, sin darle tiempo a reaccionar, tomó a doña Elena por la cintura con ambas manos y la atrajo hacia él, con la evidente intención de besarla. Solo que, cuando estaba a punto de hacerlo, un fuerte rugido proveniente de la calle, justo detrás del coche, lo hizo detenerse. Doña Elena aprovechó el momento de desconcierto para abrir la portezuela y, más que salir de allí, lanzarse con todas sus fuerzas encima de Manuel, que la esperaba con los brazos abiertos. A su lado, Cocó no dejaba de rugir con la boca abierta a todo lo que daba, mostrando así la alegría que le causaba volver a ver a su ama.
“Muchas gracias por el paseo, don Valeriano. Nos vemos en otra ocasión”.
Ocasión que nunca se presentaría. Al día siguiente, el general Weyler partiría hacia la provincia más occidental, dispuesto a eliminar de la faz de la tierra a Maceo, su más encarnizado enemigo y el protagonista de sus peores pesadillas.
ELVIRA DE LAS CASAS nació en Cienfuegos, Cuba, en 1955. En 1981 se graduó de Licenciatura en Lengua y Literatura Alemanas en la Universidad de La Habana, y trabajó como traductora y periodista radial hasta 1991, cuando llegó a los Estados Unidos. Desde entonces ha trabajado como editora en varias revistas de entretenimiento. Ha publicado en novela, Doce mensajes a Hércules (Editorial Silueta, 2012).