El buzo
Todos piensan que solo busco en la basura para darles de comer a los cerdos o que estoy loco y me deleito con un mendrugo de pan enmohecido y un trozo de carne infecta. Pero es que mi trabajo nadie lo retribuye ni lo aprecia en su definición mayor y me miran con desprecio, escupen al piso cuando paso y escriben quejas a los periódicos pidiendo a las autoridades que me desaparezcan a palos o con leyes, como sea. Y yo no soy un simple buzo. Solo soy el que busca donde debe buscar, porque allí en el fondo de los basurales, bajo las moscas y la podredumbre, alguien alguna vez ocultó esas respuestas que todos reclaman ahora con desesperación para salvarse.
Los bailarines
Si, por fortuna, debían escoger el modo de morir, ellos que amaban la danza, decidieron que su minuto final llegaría mientras bailaban una pieza suave y al resguardo de la noche bajo una pérgola techada. Y el deseo les fue concedido pero tuvieron que bailar ininterrumpidamente durante veinte años y no solo terminaron por odiar la danza sino también sus cuerpos pegados, mugrientos, sudorosos y testarudos que, a pesar de aplastados bajo el techo de la pérgola ya en ruinas, continuaban en el intento de mantener el ritmo de la música suave que junto al olor a podredumbre atraía a los insectos nocturnos.
La lista oficial
Para acabar con el mito de la censura había que publicarlo todo, esa era la orden. De modo que hasta una mancha de moho en la pared, que aunque muy lejanamente insinuara una forma abecedaria, era susceptible de ser publicada. Y fueron a la imprenta desde boletos de trenes con un simple número telefónico apuntado al dorso hasta las marcas de las patas de los pájaros en la nieve. Y se atestaron las bibliotecas, librerías y estanquillos con los volúmenes de impresos que el oficio o el azar tributaban por decreto. Pero bajo la fiebre de tanta poligrafía se olvidaron de publicar lo que todos esperaban: la lista oficial de los censores.
Apagón
Si se ponía triste, en la casa faltaba la luz. Era una cuestión de equilibrio de energías, le dijo una señora que tiraba las cartas. Y él, aunque soñaba con marcharse para siempre y viajar por el mundo, se esforzaba para refrenar sus fantasías y al mismo tiempo evadir la tristeza, tan solo para ver a su madre y a sus hermanas, pobrecitas, ser felices al menos mientras miraban telenovelas. Pero con los años terminó vencido por la amargura de tantos sueños postergados y partió una noche oscura, viendo apagarse una a una las luces de su casa.
Cazando conejillos
Nos ordenaban salir de noche a cazar conejillos. Disparábamos a cualquier cosa que reflejara un poco de luz de luna porque, en medio de la oscuridad, esa era la única señal de que algo vivo se movía entre nosotros. Calladamente dábamos la vuelta a la casa y apartábamos los objetos que pudieran servir de refugio a esas alimañas que —dicen— un día, como caídas del cielo por un anatema, habían comenzado la sigilosa invasión. Recorríamos la tapia, los graneros, los establos y, más allá, en el río, como un pasatiempo descubierto durante las intensas jornadas, nos deteníamos a contemplar el reflejo distorsionado de la luna en las aguas de un extraño color púrpura. Por perpetuar ese extraño goce de lo casual, más que por la orden de aniquilarlos, regresábamos todas las noches a cazar conejillos.
Ernesto Pérez Chang (La Habana, 1971). Narrador y editor. Licenciado en Letras por la Universidad de la Habana. Su obra ha sido reconocida con los premios David, 1999; La Gaceta de Cuba, 1998 y 2008; Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, 2002, Nacional de la Crítica, 2007, y Alejo Carpentier, 2011, entre otros. Sus cuentos se han incluido en numerosas antologías y revistas y han sido traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, ruso y chino. Ha publicado los libros de relatos Últimas fotos de mamá desnuda (2000), Los fantasmas de Sade (2003), Historias de Seda (2003), Variaciones para ágrafos (2007) y El arte de morir a solas (2011). Es autor, además, de la novela Tus ojos ante la nada están.