Sin asientos, no queda más remedio que ensayar infinitas posiciones: recostarse a la pared, hacer de vez en cuando una cuclilla, acodarse a cualquiera de las ventanas rotas. De esa puerta para allá otro largo pasillo, al que una mujer desagradable impide el paso. Supe que habías salido a preguntar por mí antes de que al grupo de muchachas las pasaran al salón, y también que la doctora avisó en voz alta a los familiares que las pacientes seguían bajo el efecto de la anestesia. Pensé que cuando despertaras, entre tantas sábanas blancas y rodeada de otros cuerpos cubiertos por sábanas blancas, te sentirías como dentro de una cámara mortuoria egipcia.
Desde una ventana veo allá abajo a mujeres con barrigas de distintos tamaños, sentadas, de pie, solas, acompañadas, ya sea en la acera o en los peldaños de la escalera principal. Voy hasta el elevador, pero está roto y busco las escaleras. Ya afuera, miro a cada lado de la calle, no cruzo, me fijo en la fachada del hospital, al letrero plástico con el nombre le debieron caer a pedradas por como lo dejaron. Para hacer tiempo me llego a uno de los kioskos de la esquina. Junto al mostrador: una anciana, una muchacha y dos hombres que beben. Reviso lo que venden en lo que la señora mayor sigue diciendo que aquí no se descansa hasta que no te cierran el ataúd, y a veces ni eso. La joven la compensa con el comentario de que ella está entera todavía, y la situación amenaza hacerse interminable con la respuesta de rigor: nada de eso, setenta y pico de años, las piernas destruidas, y no se podía estar tanto tiempo de pie esperando en las colas. Detesto en verdad a este tipo de personas que sin importarle lo temprano del día van por ahí endilgando al resto de la humanidad el peso de su biografía.
–¿Tiene helado de chocolate? –logro preguntar al dependiente.
Este busca en la nevera sin contestarme y trae un pote.
–Dame otro.
Uno de los bebedores dice al otro lo malo que es precisamente ese helado que estoy comprando. El que debe ser el más conversador de lo dos, asegura:
–Ese lo hacen aquí. La gente piensa que es Nestlé, pero no es Nestlé.
Trato de hacer un leve gesto, sin establecer contacto visual, sin estimularlo a seguir hablándome. Menos me gustan los desconocidos que te sacan conversación o se te acercan en la calle. Si me detengo en un parque a leer, esperándote, me hará la media una señora que ha empezado por pedirme fósforos y sentarse a descansar a mi lado un poco, aun luego de hacerle saber que no fumo, y preguntarme si no sientes las ondas de la electrónica, porque lo que es a ella no la dejan tranquila, alargándole las calles y trocándole las direcciones, o difamándola. Siempre asiento, calculando desentenderme sin ofender:
–No se preocupe, señora, que aquí con la cantidad de apagones seguro que la electrónica esa recoge y se va pronto.
Y me marcho rápido, sosteniendo los dos helados.
Serás sin duda la primera en despertar, porque desde que te conozco eres la primera en todo, así sea en abrir los ojos en una cámara mortuoria egipcia. Fuiste la primera en levantar la mano en el aula, y me caíste mal sin saber que eras tú, porque tu voz demoraba el final del turno. No te vine a encontrar hasta que ganaste o fuiste elegida para algo, y te pasé en un pedazo de papel: “Estás en el hit parade”. Después me regañaron por una tarea sin hacer, y a pesar de mi postura decorosa, sin disculparme ni dar explicaciones, debí dar tremenda pena, porque fue cuando me llegó tu nota: “Yo tampoco he hecho nada. Puedes sentarte para acá”. No le vi mucho sentido a cambiarme de puesto si no conversabas en clases. Debía entonces escribir papelitos, y mi libreta se quedó sin hojas, porque no querías arrancar de las tuyas.
Dejaste claro que muchas cosas mías no te gustaban desde el día en que nos reunimos cinco o seis a preparar un seminario. Hablaba con otro de libros, era cuando pensaba escribir un cuento sobre la beca, más que nada por un comienzo que se me había ocurrido, el de un pasillo central infinito, que no alcanzaba una vida para recorrer, casi el mismo en el que desde lejos te vi sentada en el suelo, y cuando estuve cerca, comprobé que eran varios los libros que tenías delante, cosa que me cayó mal, pues no entendía esa obsesión de estudiar en público. Decidí no hablarte, y ya te había dejado atrás, cuando escuché:
–¿Tendrías alguna cuchilla que me prestes?– así, sin mencionar mi nombre, que ya sabías, ni utilizar un “oye” de apelativo.
–Está tan difícil el ejercicio que ya te quieres suicidar– bromeé.
Pero tu prepotencia enseguida me hizo comprender que había soltado una pesadez, y aunque lo más lógico era que siguiese de largo, quise corregir tu impresión de mí con un “espérate”. Busqué en mi mochila, para lo cual tuve que sacar par de libretas, un libro, y no sé qué más, hasta al fin encontrar el manojo de lápices atados por una liga. Te los tendí, y como demoraste en tomarlos, y no estabas usando los espejuelos, supuse que era serio tu padecimiento de la vista, porque a esas alturas no serías desconfiada.
–¿Qué libro te estás leyendo?– fue tu único comentario.
Otra cosa que me molestaba: gente que te veía con un libro y no podía reprimir preguntarte qué estabas leyendo, y a veces aunque estuvieras concentrado, hasta te inclinaban el tomo en las manos para ver la cubierta. Ahí mismo te dejé, imaginándome los detalles del granito pulido del suelo, las jardineras, los bancos pintados de verde, y se me ocurría que lloviera. Un aguacero. Gotas gordas y sonoras de agua cayendo, mojando los bancos, acumulándose en las jardineras, expandiéndose por el granito.
–Sería reiterar el aguacero –me aconsejaba mi interlocutor en la faena del seminario–, y ha habido tanta lluvia que es como si nunca hubiera escampado. Y no más campo. Hasta una obra de teatro en los setenta se llamó En Chiva Muerta no hay bandidos –reía–. Claro que no hay bandidos porque la chiva está muerta –pero no le recuerdo la gracia.
–Y cuando te toque –interrumpes diciendo solo a mí–, hablas de que después de la lluvia viene más lluvia y los ciclones desfilan y entrenan al país en su capacidad de frustración.
Siguieron dos o tres risas, ninguna tuya, pero sí entendí, porque por un momento valoré que un significado para el término “concentración pública” podía ser: “multitud que hace un ejercicio de intelecto en un mismo tiempo y espacio”, y rompí después todo lo escrito.
Todo para terminar como las demás muchachas: “mi novio esto”, “mi novio lo otro”. Y yo pensando en el alarde de uno del aula que había dicho:
–Ahora que entré en el pre y dejo a la jevita en la calle, le dije “hasta aquí”.
–¿Por qué te peleas? –pregunté, a fin de cuentas, él tenía ganas de hablar de eso.
–Porque las mujeres nacen con el álgebra y las matemáticas aprobadas, mi chama. Y casi todas remueven a los novios en el nuevo ambiente, y antes que me deje ella, la dejo yo.
Supongo que tenía razón.
Una profesora se ensañó particularmente y extendió el último turno la tarde de un pase de fin de semana, en represalia a una interrupción. Y uno sin poder protestar, pues a las personas que predican con el ejemplo, se les respeta aunque nos lleven a la muerte.
–Científicos británicos han descubierto… –estaba empezando.
Cuando alguien saltó:
–Profesora, ¿no la cansa esa noticia? Desde que yo era chiquirritico, estoy oyendo lo mismo. A veces hasta llego a pensar que son un grupo de especialistas travestis: hoy científicos británicos, mañana expertos belgas…
Y volvió entonces la profesora a hablar de Pavlov, y del perro al que le tocan la campana para llamarlo a comer, todos los días el pobre perro en alarma de combate, a comer así agitado, y un día tocan la campana y el cacharro de la comida está vacío, y el perro espera y ahí, ajá, la saliva, “ven, como los hábitos condicionados…” Sin que a nadie se le ocurra que es la boca agresiva que se le hace agua de tanta hambre incontrolable. Todas las clases el perro espera por la comida, hasta que un día, por más que la profesora toque la campana, el perro se quedará ahí echado, muerto, pero con dignidad.
–Por ser a ti, voy a acompañarte hasta a la parada– te avisé cuando el transporte escolar nos dejó al final de su recorrido, y te faltaba todavía bastante para llegar a tu casa.
Te negabas, pero acabaste aceptando sin mucha insistencia mía. Llegamos casi junto con el ómnibus al que pudiste montar porque te di un empujón para que la puerta cerrara. Hasta último momento dudé si subirme o no contigo, pero no éramos nada y no podía pedírseme más.
A la entrada de pase siguiente, propusiste ir juntos el fin de semana próximo al concierto semiclandestino de un grupo de rock programado en un cine de barrio periférico que jamás había oído mencionar.
–Vamos tú y yo– y de la oración había desaparecido tu novio.
Nos terminamos encontrando en las afueras del cine. Apareciste con una larga blusa rosada con vuelos y encajes que podía servir de vestido, porque cubría la saya con lentejuelas multicolores, y llevabas una pamela. Me alegró saber que nadie te dejaría de mirar. Atravesamos un pequeño tumulto rockero que se abría a nuestro paso, admirando tu ropa y envidiando mi rupturista lugar. A la entrada solo estaban dos viejas: una en la taquilla, que amenazaba con no tener dinero de vuelto, y otra de portera que te recibía con cara de ni mal ni bien. No más rasgarnos los tickets, ambas se fueron dando gritos de que iban a montear algo en lo que terminara el concierto. Realmente era un cine de barrio que no lo visitaba quien no le tuviera cariño de antes o un especial recuerdo en su memoria: penumbroso, asientos carcomidos y aire acondicionado general roto.
Dos o tres canciones después de empezar el espectáculo, nada especial, bastante aldeano, el humo de los cigarrillos cubría todo. Por suerte en la platea cerca de nosotros solo era el olor de la mariguana. Nadie venía a regañar y se incrementaba la histeria: gente encaramada sobre los asientos y dando saltos. Volaron sobre nuestras cabezas objetos lanzados desde la tertulia y alguien fue aplastado por el espaldar de una silla.
–Esto ha empezado a ponerse malo –te susurré, y tú como si nada.
Desde el fondo llegó primero un rumor y luego un griterío. La policía había entrado. Un joven rockero se les acercó con las manos en alto, parece que para explicarles algo y terminó doblado por la mitad, contraído en el suelo, mientras las tonfas lo molían. En eso la música continuaba, pero el grupo había desaparecido del escenario.
–¡Degenerados! –me sorprendes cuando gritas.
Pero no estabas mirando hacia atrás. Te vuelves hacia mí insultada:
–Son unos impostores, estaban doblando, era grabado.
Hubo un confuso cuerpo a cuerpo cerca de las puertas y los policías reciben sus botellazos. Tomé tu brazo y te dije:
–Hasta aquí llegamos –y arranqué el espaldar de mi asiento.
Un policía viene hacia nosotros. Le lancé el espaldar por la cara, lo tumbo y le arrebato su tonfa. Estamos casi en el vestíbulo, tú detrás de mí, y no sé por qué, experimenté remordimiento, culpa. ¿A cuál de esos que pelean debería nuestro escape? Te suelto, regreso unos pasos, y con estas mismas manos descargué la tonfa sobre la cabeza de un policía ocupado en atrabancar a un muchacho. A pesar de los gritos distingo un ruido seco que moja mis manos de sangre. Dejé caer la tonfa incriminadora y volví adonde tú estabas, a mezclamos en la multitud y la bulla que fluye hacia la calle. Riendo ahora sí los dos, ante esta oportunidad de desquitarnos por todo, tratando yo de limpiarme las manos en la ropa de los que nos rodean, más preocupados por correr.
Y me compadecí de los que habían quedado dentro en el momento que chillaron sobre el asfalto los frenazos de más camiones de la policía.
Caminamos cantidad para buscar algo que nos sacara de ese fin del mundo, mirando a cada rato hacia atrás. Antes de llegar a una parada, se acercaba una guagua y extendí el brazo. Esta frenó y por la mitad del pasillo encontramos asiento.
Buscaste la manera de cerrar la ventanilla con un cristal que no existe.
–Eiguá –me burlo, y sonreíste recordando el chiste.
La corriente de aire no nos dejaba hablar, por eso solo gritado pude escuchar:
–What the fuck are you thinking –era al que salvé del tonfaso en el cine tomado, que va del otro lado del pasillo.
–Es que a nadie le gusta que le metan un tour de forcé –contesto, virándome pronto, queriendo cortar.
Al rato, recostaste tu cabeza en mi hombro y mi cuello palpó tu nariz y uno de tus cachetes.
–¿Usted escribe? –escucho.
Un hombre delante de nosotros se había dado la vuelta y estaba repitiendo:
–¿Usted escribe?
Y levantaste la cabeza, preocupada.
–No.
–Ah, porque lo oí utilizar la expresión tour de force.
–Lo que me falta –callo–. Lo dije por decir, por no usar la palabra “pie”.
Mi estómago salta y es que el conductor ha atropellado a un perro. Es muy triste ver morir a un perro aplastado. Ves sus ojos como desentendidos de lo que ocurre, escuchas un traquear de huesos, ese sí definitivo. Luego queda una alfombra pequeña de piel y sanguinolencia en lo que hasta entonces fue una perrita descompuesta, miles de moléculas esparcidas informando su situación sexual, o un macho entre la jauría que la persigue.
–El problema es que yo fui escritor –continúa el hombre, indiferente al animal muerto.
No ha dicho “soy escritor”, sino “fui escritor”. De todas formas no habría podido conjugar el verbo en otro tiempo que el pasado, porque evidentemente era un despojo de lo que había sido.
Pero el chofer detiene el ómnibus.
–El rey de los campos de Cuba– protestó alguien con prisa entre los pasajeros, uno de esos que se incorpora voluntariamente al grupo de los que no entiende por qué a otro individuo puede preocuparle tanto un perro.
Sin hacer caso, el chofer toca con dos dedos un San Lázaro de plástico que preside la careta del vehículo, y baja. Va hasta el perro, lo patea suavemente con la punta de uno de sus zapatos. Está muerto.
–Soy el autor de una obra llamada En Chiva Muerta no hay bandidos –continúa el hombre una vez que el ómnibus reanuda la marcha–. Después de eso escribí algunas cosas, pero me di cuenta que no era lo mío.
Imaginé su cara mucho más joven granulada en un recorte de periódico, recibiendo de manos de un dirigente cultural de turno algún diploma que podría ser también una de esas placas de metal que se solían colgar a la entrada de los centros de trabajo en reconocimiento a un colectivo de tradición heroica en un quinquenio. Pero no recuerdo que habláramos más. Tú recostaste tu cabeza otra vez en mi hombro y sentí húmedo mi cuello, tus cejas se mueven y es que lloras.
–Pobrecito –me susurras.
Comprendí que eras una muchacha sensible, y lo feliz que me hace una muchacha sensible recostada en el hombro. Traté de mirarte, tú te separas, respirabas distinto. Con la mano libre te agarro la nariz, atraigo tu cabeza y te beso.
A veces nadie se sentaba junto a la puerta del aula y tenía que lanzarle mis mensajes a otra gente una fila atrás para que te los hiciera llegar. Fue así que me pediste que dejara de pasarte papeles, mientras caminábamos por una arboleda, continuidad de troncos, ramas caídas, hojas secas, piedras enormes, difusa ya, al que le decían “bosque”, pero nunca lo fue. No alcanzaba su fin, pues no tenía principio, no era un bosque, sino una continuidad de árboles muertos, al parecer interminable.
–Es más, no te quiero quedándote fuera, que siempre tengo que inventar para justificarte, o me regañan a mí por ti.
Todo porque una de mis notas la recogió un profesor y la leyó en voz alta: “El análisis teórico de la situación es muy complejo. Estamos inmersos en problemas filosóficos que ni nosotros mismos entendemos”.
–No cojas lucha, vieja.
Y vuelves a alterarte recordándome que no te diga más “vieja”. Es verdad, no te gusta.
Pedías que no me hiciera el gracioso, que se me daba mal. Pero te demostré que a veces era necesario, como cuando el profesor que gustaba de actualizar los temas de las asignaturas, añorando el pasado reciente en que las cosas eran como tenían que ser, preguntó cómo solíamos leer los periódicos. Preguntó al primero:
–Por el deporte.
Al segundo:
–Por las culturales.
Al tercero:
–Por las políticas.
Eso ya era el colmo. Y finalmente a mí:
–Caíste –pensé–. Entre líneas–contesté.
No me habló más.
–Se trata de evitar a toda costa –quise explicarte– que nos convenzan de creer que tenemos algo que ver con aquellos que hablan en plural: “nosotros”, “nuestro problema”, pretendiendo repartir la responsabilidad de la desgracia que nos hemos sacado en lotería.
Por suerte siempre que te decía que caminaras conmigo, resultaba más fácil de lo que podría esperar. Y caminábamos mucho. Los paseantes. Y en la ciudad siempre el cementerio. Cruzábamos la entrada, y me detenía junto al arco. Si entre lo que la gente tiraba, junto a los santos de yeso y las frutas, había algo interesante: monedas de a peso o de a tres pesos, me agachaba y las recogía. Nunca tratándose de veinte centavos o medios, aunque una vez con varias monedas de a veinte completé cuatro pesos y pico.
–Hay quien no cree ni en la paz de los sepulcros, desvalijan bóvedas y osarios –te justificaba.
Me mirabas no con asco, pero sí con indignación, aunque después aceptabas los pastelitos que le compraba a una mujer que los vendía a poco de allí, y un día no se le vio más, porque según dijeron, la habían cogido.
Mi cuarto nunca estaba preparado para tu llegada, todo regado, ropas en el espaldar de las sillas, tazas en el piso junto a la cama. Pero este era el espacio en el que en tu rostro no asomaba ningún anuncio de reproche ni intención de corregir algo. Y yo empezaba por recorrer con mi lengua tus dientes careados, con los tonos grises y negros de los empastes del subdesarrollo, y terminaba introduciendo mi pene en tu boca, como cuando dijiste, no sé cómo, supongo que habiéndolo sacado pero aun yo sintiendo la caricia de tu saliva:
–Mis orejas no son agarraderas.
Los dos nos morimos de la risa, recordando el chiste. El pene se ablandó, pero no me importó, porque estábamos riéndonos. Supongo que fue cuando empecé a quererte más.
–Debe ser difícil eso de ser cura, ¿eh? –soltaste de pronto un día–, no poder casarse ni tener hijos.
Para mí “no poder casarse ni tener hijos” era “no tener sexo”, o más claro, “no poder singar”. Pero no podía mostrarme demasiado superficial. Y te empecé la historia, inventada por mí, de mi abuela feligresa, pero no beata:
–Estuve toda mi vida del lado del Señor, mi nieto –decía–, y aunque siempre estuve segura de que la fe es un asunto de la conciencia, cuando me fracturé la cadera y tuve que dejar de ir cada tarde a la Iglesia, empecé a pensar diferente.
No era una beata, pues la beata es una anciana sobre la que existe el consenso generalizado de que reúne muchas cualidades que la hacen respetable, y los más de los casos, venerada. Exponente en cada época de valores cada vez más inusuales: casta, célibe, o de haber estado casada, viuda. Discreta en el vestir, frugal en el comer. Detesta las palabras groseras y hace un gesto de desprecio o molestia cuando alguien cerca de ella las pronuncia. Su existencia, su propósito, sumir al individuo en el sigilo de la eterna introspección de la búsqueda de esa falta nuestra que desconocemos pero que debe estar ahí.
–Solo después de mucho tiempo fue que el cura de la parroquia vino aquí a mi casa a verme, y en confesión le descargué todo mi peso –me dijo, te dije–. ¿Y sabes lo que dijo el padre? “Lleva usted mucho tiempo lejos de Dios” –fue lo único que se le ocurrió decir–. ¿Sabes por qué? Porque cuando uno empieza a pensar un poquito más a la manera de uno, le dicen que se está alejando de aquello a lo que le toca pertenecer.
Te molestas, como si estuviese desviando la conversación de un curso por ti fijado. No sé hacia dónde. Supongo que por tu obsesión, es decir, otra obsesión: planificar, ajustar horarios.
–Para aprovechar el tiempo, aseguras.
–Aprovechar qué cosa.
–El tiempo –respondes–, y poder hacer las cosas que queremos.
–Si yo lo que quiero es esto, estar contigo –jamás iba a decirte “acostarme contigo”, porque dirías: “A ti lo único que te interesa es el sexo”.
–Así estaríamos más tranquilos.
–Mira, estoy tranquilo –y extiendo mi mano–. No tiemblo, como Fisher frente a Spassky.
–A ti lo único que te interesa es el sexo –ves que terminas diciendo.
–No es eso, chica.
–No me digas más chica. No me gusta que me digan chica.
Es verdad, no te gusta.
Llegan los acordes de una grabación hasta el pasillo donde estamos and the violence caused such silence. Dentro de muy poco la voz rasgada de la vocalista dirá in your head, in your head, mientras, sí, sentados en uno de los bancos, intento diluir una conversación en la que empiezas preguntándome si no sientes a veces que lo que vivimos nos deja fuera with their tanks and their bombs and their bombs and their guns. Nada nos interrumpe, nada de zombie, zombie, zombie… Aunque en algún momento tendrás que levantarte, o levantarme yo. Y entonces no sé qué pueda ser. Tan solo se hace silencio. Todo se trata de no emitir palabras vacías. Pero tenemos horror al vacío, a las tantas y diferentes cosas puede significar:
–A veces pienso que estamos incapacitados genéticamente para ser felices –te digo–. Y solo sé que el paso del tiempo puede habituarnos en la más terrible de las insensibilidades.
Volvemos una noche a tu casa y escuchamos el quejido de un ave en un basurero. Piaba por su vida al frío de la noche, a las estrellas en el cielo. Porque quizás lo creyeron muerto y echaron a la basura. Y seguro allí murió. Por alguna razón, siempre hay algo por lo que se termina llorando.
Te miro pasar, te viras, me abrazas y lloras. No sé cómo logramos bajar las escaleras, tú apoyada en mí. Estás débil. Lloras. Trato que los helados no se me caigan. Caminamos hasta una parada cercana en medio de un yerbazal recién cortado. La hierba crecerá donde siempre. A la más mínima oportunidad, vuelve a salir. La guagua llega demasiado pronto. Te ayudo en el primer escalón, cuando te detienes, e impides con tu brazo que yo suba. Desde la acera, te sigo con la vista a través de las ventanillas. Hasta que ya no te veo más porque supongo que te sientas. La guagua se va, y me quedo aquí parado, entre ríos de gente, sosteniendo en una mano dos helados que habrá que botar.
La Habana, 2010
CARLOS VELAZCO (La Habana, 1985) Autor junto a Elizabeth Mirabal de Hablar de Guillermo Rosales (Editorial Silueta, 2013) y de los libros acerca de Cabrera Infante Sobre los pasos del cronista (Premio de Ensayo UNEAC 2009/Premio de la Crítica Literaria Cubana 2011) y Buscando a Caín (2012). Una selección de sus entrevistas a escritores aparece en Tiempo de escuchar (2011). Ha compilado el volumen José Martí: el ojo del canario (2011).