Dama de la corte practicando caligrafía
Volaron en el año 751 en Samarcanda.
Ts’ai Lun los ritos iniciáticos factura,
como una extensión del subconsciente
la mano pálida desvirga meticulosa la pulpa.
Frágiles vergeles escurren en bajamar,
reman congregaciones sibaritas
contra los vientos endebles convocadas:
caligrafía persa estilo Kufic.
Parsimoniosa a la lumbre bebe eunuco
sus ojos de marina transparencia embotonados.
La mágica pose absorta, veladuras
y trazos sobre la porcelana endeble,
salutaciones a la ventana que es mirar en tu abismo.
Scripta Carolingia, la voz derramada,
rasgos que encorsetan tigres y congelan
espadas y muertes, avispas jinetes
en piedras de resina.
Presa la voz, sobre su égida la imagen,
una mujer conjuros ejercita,
y de su séptima costilla un hombre saca
quebrantahuesos.
Muchacha lavando arroz cerca de Hanoi en 1915
Lejos del Wat Mahathat,
monasterio de la gran stupa
—las monzónicas lluvias
agradeciendo—
el almidón escancia y ordeña,
con sus dedos finos
de araña laboriosa,
la serpiente muchacha.
El ambarino astro lava sus pechos
y entre ellos, de la marea de espigas maduras,
selecciona el tostado oro de su pelo.
Así de rodillas, los húmedos granos
hacen de su vientre colmena y granero,
permanecen hasta el invierno,
en la tibia cornucopia de sus piernas.
Como ningún falso profeta,
esta joven multiplica y alimenta,
de sus manos brotando
los ríos nacarados de la pureza,
mitigando el hambre de otros,
así inocente,
como si supiera.
Los pájaros de Minerva vuelan al anochecer
Iluminado por la hegeliana noche que avanza desde el Este
permanezco despierto,
que la sabiduría no pase.
Sofía: Zoofilia.
Que la noche eyacule su sutil juego de penetraciones.
Se derrite la luna en su campana,
jaula del hombre alado: se la reparten cientos de ojos encendidos.
La noche es sensual, recuerda el sexo.
Una hembra de pezones como cerezas negras.
Ser sabios, andar sobre la alfombra de alfileres,
hinca la carne vuelve los pies guijarros.
Ser sabios, atravesar la maldad, las sombras se achican y abalanzan.
La noche útero rompe el himen, para escapar del otro lado
hacia el día de los justos
con la bondad del que ahuyentaba horrores.
Su negrura resbala por los peldaños
agrieta las manos, secuestra los colores.
La noche te hace sabio, te enfrenta al gris,
a la degradación mortecina de la luz,
cimbrean lenguas negras sobre el lomo encendido de los zorros plateados.
Caen mullidas las neuronas, una colmena de ruidos, al fondo de un pozo.
Fingiéndose muerta la noche te sorprende.
Todo lo que ocultó la luz cobra un inusitado esplendor, muta a su antojo.
Me sumerjo en la noche o se sumerge en mi densa columna de humo.
Cae de súbito la embetunada seda sobre los párpados.
No verse las manos, el cigarrillo que llevas a los labios, desconcierta.
Esta ceguera obliga a andar a tientas, recurrir a otros sentidos,
respirar la forma de las cosas cubiertas por una miel oscura,
caminar por una casa deshabitada, sus muebles cubiertos de paños,
escuchar el terso paso de un ciervo, la liebre vegetal,
los mapaches acrobáticos son sombras sobre la cuerda de la tapia,
la música aislada de su sinfonía cósmica, aufheben del patio salvaje.
La portentosa noche albur de la transformaciones
convierte a la traviesa ardilla en rata, eleva a las mujeres
hasta alcanzar la estatura de amazonas y a algunos hombres
los vuelve bizarras magníficas potras.
En el maravilloso viaje oscuro se escuchan sirénicos susurros,
imanes titilando en lontananza.
Y los cuchillos torvos hieren con su mirada de ojos apretados.
Demasiadas distracciones para sentarse en el alféizar, una mano de trigo,
otra de manantial, a alimentar los pájaros noctívagos.
Teoría del caos
Duele arrancarse una mujer del pecho
una vez ha hundido su lengua de mantarraya
deslizándose en tu garganta.
Te llama fruta fresca, mango de la tentación,
hombre suyo.
Cuando te acaricia su dedo de ballesta
es arpón que destroza la carne
si tiras espantado de su pelo.
No es violencia ese impulso de comerle la boca,
dibujar con tus labios sus lóbulos vírgenes
donde ninguna aguja ha roto la carne,
lamer su cuello largo hasta el nacimiento
del cabello, donde respiras mejor su olor:
ave del paraíso, maga descomunal, varona.
Una mujer así llega puntual para quedarse.
No es Mantis. No viene a matar esta niña dulce
que se sube descalza sobre tus empeines
(una arena finísima le viste los muslos,
las ijadas, las grupas de hembra rebelde).
Hasta le pone un nombre a esa memoria
de haberla perseguido: la llama nostalgia ajena
…y te da un vuelco el corazón.
La ves danzar entre adolescentes
macerando las uvas para el vino,
el tibio vino con que la desposarás
en otra vida o en esta si te quedara tiempo,
si los dioses cruzan sus dedos necios,
la amarás sobre otros arrecifes,
tejiéndole este midsommar una corona
de flores silvestres,
y un vestido de novia de rocío o de nieve.
Esta mujer pone su huevo en ti,
te hace su nido.
Sientes crecer una energía antigua de tu tórax:
susurros de cuando los hombres se reproducían
mirándose fijamente a los ojos.
Ahora el vientre restalla y no sangras.
Encinto, es decir, desceñido,
eres el pájaro de truenos, el alfanje
que corta la hebra por el centro.
Fue fugaz, apenas un rapto dibujando tus cejas,
verte reflejado en unos ojos de larimar
mientras tu rostro surge suave de su mano.
Saber que el nudo en tu garganta tiene un nombre:
¿será eso a lo que los antiguos llamaban Roma
en su escritura de espejo?
Sientes la flecha tibia…
la rodeas con el puño disfrutando el ardor.
Estoy quemando las hojas de este otoño,
y es como amputarse un brazo.
La fecha está en ti, encarnada,
hierro que el musgo vuelve roca.
Antes de que ella apareciera era fácil
seguir las rutas de la seda,
mudarte a otros ojos, dar golpes de nudillos
contra puertas olvidadas, sacudir aldabas:
el fuego noble apagará otro fuego,
hasta dejarte entumecido.
Hasta que sientas un espacio vacío
en el que cabe un puño
donde hubo alguna vez un corazón tan grande
que se te salía por los ojos.
Dicen que la han visto en tus pupilas palpitar.
Que por esas cavernas tuyas pasan siglos,
y quien te mira
corre el riesgo de sonreírle a una mujer,
ver esas tardes secretas
en las que una lengua de sol
le endurece los pechos
o un río de deseo humedece sus piernas,
imágenes que han quedado en tus pupilas,
como el golpe del homicida, dicen.
Tú la miras con tus ojos de niño,
de niño caprichoso,
y echas a andar, decides,
quedarte en venganza
para siempre uno dentro del otro.
Joaquín Badajoz es Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), de la American Comparative Literature Association (ACLA) y de la American Association of Teachers of Spanish and Portuguese (AATSP). Miembro de los consejos editoriales de Glosas (ANLE), RANLE (Revista de la ANLE) y OtroLunes (Madrid/Berlín). Ha publicado ensayos, reseñas, crítica de arte, poesía y narrativa en revistas y antologías de EE.UU., España, Francia, México, Panamá, Polonia y Cuba. Coautor de Enciclopedia del Español en Estados Unidos (2008), Hablando bien se entiende la gente (2010) y Diccionario de Americanismos (2010). Es columnista de El Nuevo Herald (EE.UU.), editor de portada y noticias de Yahoo.
Me sorprenden versos hermosamente labrados, pero Muchacha lavando arroz… es perfecto para mí en su totalidad. Preciosa estampa a la que le pongo un rostro y me dejo llevar agradeciendo la poesía como otros agradecen las aguas del monzón.
Gracias María Cristina. Aprecio mucho tus comentarios, siempre tan lúcidos, poéticos. Me complace que le pongas rostro a ese poema y lo disfrutes. Cariños,