Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Castillos de arena

RODOLFO MARTÍNEZ SOTOMAYOR

 

Soñábamos y sobre aquel sueño iba la vida.
Nos íbamos despedazando.

Nicolás Abreu Felippe.

 

La memoria me traslada al borde de una playa, donde intento construir un castillo de arena. A pesar del viento y las olas que se acercan, como amenazando subir la marea, yo sigo construyendo mi castillo. Unos vítores de súbito parecen dejarme solo. Decenas de niños corren hasta ese lugar donde una soga limita el acceso a la playa. Los gritos aumentan, y han sacado de no sé dónde, cientos de banderas. Un maestro me llama sin cesar, extrañado al parecer o colérico, por ese retraimiento y la ausencia de una efusividad espontánea.
Una delegación mexicana hacía el recorrido por aquellas playas, donde pioneros destacados veraneaban en su paraíso. Tarará era un lugar de modernas mansiones que un día habitó la burguesía criolla, cuando ser burgués en esa isla no era un lujo exclusivo de militantes y extranjeros.
Yo estoy obsesionado con una torre de mi castillo que no puedo concluir, cuando siento que me tiran de la mano. Ahora lo que me temía, vendrá. Mi castillo quedará al abandono y se disipará con el aire.
Tal vez los gritos eran un leve pago de mi infancia por veranear en esas mansiones. Quiero estar distante de la multitud, no como un acto de heroísmo precoz, tan sólo que no deseo dejar abandonado a mi castillo. Han pasado varios años y los durofríos alivian el verano. Yo prefería ahorrar la sed y los diez centavos de la merienda, para correr junto a otros hasta la casa de Ernestina, donde me esperaban durofríos de limón o de fresa.
Aunque niño, podías imaginar que era un nombre para justificar su color. ¿De dónde sacar fresas en este pedazo del mundo y en estos tiempos? Algunos decían que los fabricaba con Bicomplex, después de todo, no era una mala fórmula. Esa medicina la adoraban los niños de tu edad, que nunca conocieron el Kool Aid. Un día recibiste una larga charla sobre el peligro de comprar a vendedores ambulantes. Eran ladrones y violadores de la ley a los que no debíamos acercarnos, pero en esos tiempos los pirulíes caseros y las melcochas clandestinas eran un aliciente seguro para nuestro paladar, como el de todo niño, codicioso de glucosa, pero nada tan popular como los durofríos de Ernestina. Después de aquella charla, algunos fingían desviarse del camino, y cuando se veían lejanos a los amigos, regresaban solos, por el temor a una condena de los otros.
Trino ha descubierto un nuevo soldado mientras araba la tierra. El plástico y el fango lo han traído hasta aquí. Lo pone sobre mis manos y yo creo una guerra, con un visitante más, para mi extraño ejército de fantasmas. Sofía dice que el viejo Trino siempre se acuerda de mí cuando hace estos hallazgos, entre surcos que serán platanales con el tiempo, pero Sofía parece competir con ese afecto, sonríe y deja sobre mi cama un pulóver rojo que me acompañará a todas partes con la vanidad de provocar el asombro en este lugar, donde una prenda del occidente suele ser un lujo exclusivo.
Mi amigo José Luis, el gordo, ha formado una pandilla donde soy el líder. Hoy invadiremos el solar abandonado y nos llevaremos los mangos que yacen sobre la hojarasca. El grupo de Alexander nos atacó esta tarde, imitando las últimas aventuras de la televisión, me han secuestrado, diciendo que matarán al jefe si no se rinden; menos mal que José Luis, el gordo, llegó a mi rescate. Él es un mastodonte al que le temen los que no son sus amigos como yo.
Maribel recorre la cuadra en bicicleta, con ese short blanco que tanto nos gusta mirar. Maribel sube su blusa entre risas, llevándola hasta allí, donde la pubertad ya casi ha diseñado unos pequeños pezones adorables, después nos grita “pájaros”, como anhelante de que le demostremos lo contrario.
Todo ha pasado demasiado deprisa, apenas me he dado cuenta cuándo han vestido esa casa azul con manchas de huevos incrustadas en las paredes, contra el muro y las puertas que también parecen mutilados por las piedras. Apenas te das cuenta que una mujer entreabre la ventana y te grita algo confuso, mientras miras aterrado ahora hacia la casa de Ernestina. Su hijo corre entre las cercas del patio, escapando de los ladrillos. Una multitud lo acosa y no deja de gritar y lanzar palos, huevos, bloques o cualquier proyectil improvisado y accesible a sus manos, mientras tú, sólo te detienes a mirar y preguntarte: ¿Qué han hecho? Todo ha pasado demasiado deprisa, pero ya nunca olvidarás ese rostro, Ernestina sentada en un banco cuando todo parece haber concluido. Las manos que un día ponían durofríos en las tuyas, hoy están secando el llanto y el sudor que ha brotado ese día.
La casa de José Luis parece vacía, piensas que tu amigo el gordo ha salido con su padre, hasta que te han dicho algo sobre una embajada en la que se ha colado toda la familia, entonces algo te repite dentro, que no lo verás más. Hoy supiste que aquel pulóver rojo que venerabas, era el pago por limpiar o cocinar en una embajada, por lo que Trino y Sofía ya no harán más regalos. Intentas entonces seguir construyendo un castillo de arena, pero ya no es la mano de un adulto quien atrapa la tuya hasta los gritos. Hay un carro de helados que reparte bocaditos, a la vez que te conducen a una guagua donde los cantos y las consignas te harán compañía.
Hace mucho tiempo que no veías las paleticas de chocolate, pero hoy el helado es gratis, como aquellos veranos de Tarará junto al mar, gratis como esa pañoleta roja que llevan todos, y esa marcha por la quinta avenida de aristocráticas casas con banderas extranjeras que hoy custodian policías. Un maestro, sentado sobre los hombros de otros, se apresura a ser el solista frente a una multitud, gritando: ¡Y el que no tiene gandinga! Mientras el coro responde: ¡Que se vaya pa’ la pin-pon fuera abajo la gusanera!
Los gritos van ascendiendo al paso de la marcha, aumentan las voces a medida que crece el desamparo de los que guardan silencio. Piensas que estás cansado y sediento, pero faltan muchas cuadras aún para el final. Si al menos hubiese otra vez paleticas de chocolate, todo sería diferente. Sientes rabia por ese sudor que pega al cuerpo tu camisa, y esa rabia está lejana a la paz de la arena donde una vez construías castillos, y sin apenas darte cuenta, levantas los brazos y gritas junto al coro, entonces tratas de refugiarte en el reposo, cuando ha escapado la acechanza de ti, pero ya es demasiado tarde, demasiado tarde y miras a una cerca lejana donde miles de rostros parecen condenarte aunque no sepan que estás allí, aunque no te miren y apenas puedas verlos, y recuerdas que la misma Maribel de las piernas desnudas sobre una bicicleta, recorriendo tu cuadra, dicen que está también al lado de su padre, del otro lado de esa cerca, pero estas cosas, sólo las entenderás con el tiempo. Los ojos de tu infancia sólo te dejan ver junto al inevitable escozor, que se ha venido abajo, ya para siempre, tu castillo de arena.

 

Rodolfo Martínez Sotomayor (Foto de E.M.V.)

Rodolfo Martínez Sotomayor
(Foto de E.M.V.)


 

RODOLFO MARTÍNEZ SOTOMAYOR (La Habana, 1966). Ha publicado los libros Contrastes (La Torre de Papel, Miami, 1996), Claustrofobia y otros encierros (Ediciones Universal, Miami, 2005I), la compilación de textos Palabras por un joven suicida: homenaje al escritor Juan Francisco Pulido (Editorial Silueta, Miami, 2006) y Tres dramaturgos, tres generaciones (Editorial Silueta, Miami, 2012). Cuentos suyos han sido incluidos en recopilaciones y antologías como Nuevos narradores cubanos (Siruela, Madrid, 2001), traducido al francés por Edition Metalie, al alemán por Verlag, y al finés por la editorial Like, Cuentos desde Miami (Editorial Poliedro, Barcelona, 2004), La isla errante (Editorial Orizons, París, 2011), Cuentistas del PEN (Alejandría, Miami, 2011), Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Ediciones Universal, Miami, 2001). Su cuento Encuentro fue traducido al húngaro por la revista Magyar. Algunos de sus poemas aparecen en las recopilaciones Poetas del PEN, (Ediciones Universal, Miami, 2007), La tertulia (Iduna, Miami, 2008), y La ciudad de la unidad posible (Editorial Ultramar, Miami, 2009), traducida al inglés por la misma editorial. Ha publicado críticas de cine, de literatura, de teatro, artículos de opinión en revistas y periódicos como: Carteles, Diario Las Américas, Encuentro, El Nuevo Herald, El Universal. Fundador y Presidente de la Editorial Silueta; codirector de la Revista Conexos.

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3 comentarios el “Castillos de arena

  1. Elvira de las Casas
    30/03/2014

    Muy buen cuento, lo he disfrutado mucho.

  2. vlaco
    30/03/2014

    Bueno otro punto de vista que rememora rostros congelados en el tiempo.¡Vaya etapa!digo ahora con la perspectiva que dan los años.

  3. Pingback: Castillos de arena | vlacocot

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 30/03/2014 por en Narrativa.
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