Deseaba tanto tener un hijo que creó uno de papel y tinta. Decidió que tendría ocho años porque a esa edad los niños eran suficientemente independientes y estaban aún lejos de la pubertad, anclados definitivamente en la inocencia. Y escribió para él, mucho, demasiado.
Su niño era el protagonista de innumerables aventuras en las páginas de grandes libros de la literatura infantil. Por eso Billy, así le había puesto, se codeaba con los corsarios de Emilio Salgari, conocía de primera mano a Tom Sawyer, era amigo personal de Huckleberry Finn, y había viajado a bordo del ganzo de Nils Holgersson.
Billy era color crema, de pelo negro, con lunares también muy negros por todo el cuerpo. La primera vez que lo dibujó le salió tan real que esa noche no pudo evitar soñar con él. Acababa de terminar su primera novela: “Billy, ávido lector”. Cuando despertó tenía las bases del que sería el segundo libro de Billy.
Tras pasar varias horas frente a la computadora escribiendo profundamente concentrada, sintió una risita a sus espaldas. Al voltear la cara le pareció ver que alguien se escondía detrás de la pared. Seguramente sus sentidos la engañaban, como otras veces, y resolvió verificar esta creencia. Para su sorpresa ahí lo encontró, pegado al muro.
Su piel de papel era del color exacto de la pared, pero sus trazos negros lo delataban. Estaba muy quieto y por un momento pensó que, en uno de sus ataques de sonambulismo, se había levantado a hacer ese dibujo, tan real. Su sorpresa fue aún mayor cuando el niño ya no pudo aguantar más y salió de su quietud con una sonora risotada.
Ella no supo si sentir temor o felicidad. Por fin tenía allí a su creación, era real, era su niño y le vinieron unas ganas inmensas de abrazarlo que vencieron al miedo. Primero le reprendió dulcemente y luego le dijo: “Te perdono si me das un abrazo”, al que él accedió reacio antes de salir corriendo en dirección a la sala, no sin antes tumbar una taza de café negro sobre la alfombra.
Y es que en esos días descubrió que Billy iba siempre haciendo regueros, dejando manchas de tinta a su paso. De sus escasos abrazos le quedaban marcas en la piel y sus manos eran las que más se tiznaban, especialmente cuando resolvía acariciar su pelo azabache.
Billy era curioso y travieso y no comía. Por más que ella trataba de darle todo tipo de comida, él siempre la rechazaba y encontraba mil excusas para seguir color papel, flaco y desnutrido. Pero ella lo amaba así, porque era suyo.
Para tenerlo quieto bastaba darle un libro. Alguna vez intentó prender la televisión pero el pequeño no comprendía el sistema y aseguraba que sólo veía una luz muy fuerte y oía sonidos indistintos. Y es que un niño de papel sólo entiende de letras.
Billy también aseguraba que la única voz que escuchaba era la de ella. El resto de las personas le producían miedo pues veía sus bocas moverse sin que saliera ruido alguno. Por eso se escondía cuando su madre los visitaba y, por más que la abuela lo llamara, él encontraba siempre algún recoveco de la casa para aplastarse y quedarse quieto.
Las novelas de Billy le habían dado la vuelta al mundo traducidas a múltiples idiomas. Los niños de carne y hueso se obsesionaban con este personaje ficticio que sin embargo era real para ella.
El dinero no tardó en llegar pero ella le fue esquiva a la fama. Detestaba dar entrevistas, tan sólo lo hacía por teléfono, evadía siempre las preguntas sobre su vida privada y nunca asistía a una gira publicitaria. Muchas veces traté sin éxito de entrevistarla para el canal en el que yo trabajaba. La oportunidad se dio en el más inesperado de los lugares.
Ella me confesó que hasta antes de crear a Billy no le encontraba mucho sentido a la vida. Su carrera de escritora por encargo no acaba de despegar y ya estaba por volver a trabajar de mesera en un restaurante, cuando un día resolvió que, así se muriera de hambre, escribiría sin parar. Y escribió sobre su otro gran sueño: tener un hijo. Fue así como Billy nació una tarde de abril pero en su parto no hubo pujos, sangre ni sudores, sólo bolígrafos, lápices, papel y tinta, mucha tinta.
Luego conocí a su madre y supe que las cosas empezaron a complicarse cuando la desalojaron de su propio apartamento. Los vecinos habían soportado hasta entonces sus excentricidades: verla caminar por la elegante recepción del edificio con ropa sucia y manos manchadas de tinta como dos guantes negros. Habían aguantado sus conversaciones incesantes a voz en cuello y sus gritos: “Billy, ven a comer” o “Billy, ven a bañarte”.
Pero no habían soportado que desde su apartamento se hubiese generado una invasión de ratas alimentadas de lo que Billy no consumía en su condición de niño de papel.
En casa de su madre las cosas tampoco habían mejorado y aunque ya tenía planeados los tres libros siguientes a escribir, la convivencia se hacía cada vez más insoportable para la anciana y con el dolor del alma no tuvo más remedio que llamar a la policía, al ver que su hija la amenazaba con un cuchillo por haber recogido la comida que Billy no probó.
El dinero compra muchos silencios y por eso en el hospital no dieron aviso a la prensa de que la famosa escritora estaba en la sala de emergencias hablando incesantemente con Billy.
Cuando nos topamos en el pasillo por primera vez ella me dijo que nos parecíamos. En su momento no supe en qué. Pero después de una larga conversación que se convirtió en entrevista supe que no sólo compartíamos el encierro, impuesto el de ella, voluntario el mío, sino que yo, al igual que ella, arrastraba sobre mí la ilusión de un hijo como se vuela una cometa, al viento.
Miami, Mayo 19, 2013
Beatriz E. Mendoza
(Foto cortesía de la autora)
Beatriz E. Mendoza nació en Barranquilla, Colombia, en 1973. Estudió Comunicación Social en Bogotá y asistió a los talleres de la “Casa de Poesía Silva”. Tras su grado emigró a Estados Unidos donde ha trabajado como periodista para los principales medios en español. Ha publicado cuentos y poesías en las revistas literarias Baquiana, Puesto de combate, Narrativas, Letralia, Conexos, Nagari y en el suplemento dominical del periódico El Heraldo. Su relato “Toñita” fue incluido en la antología «Rompiendo el silencio, relatos de nuevas escritoras colombianas» (Planeta, 2002). Luego publicó el poemario “Esa parte que se esconde” (Editorial MediaIsla 2011). Actualmente prepara un libro de cuentos.