Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Zona cero

ERNESTO PÉREZ CHANG

 
…frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento…

ROBERTO ARLT

 

Comencé a sospechar de su impertinencia. La miré de arriba a abajo y quizás bajo los efectos de la fatiga pensé en dos modos de hacerla desaparecer: uno, le disparaba a la cabeza; dos, realizaba otro disparo para rematar. Pero no tenía una pistola, así que continué escuchando su perorata sobre la falta de comida. La anciana insistía con evidente desesperación: si todo continúa así moriremos todos, to-dos, ¿sabes lo que es todo?, me preguntó mientras hundía en mi pecho un dedo retorcido. Suponía que yo era un imbécil incapaz de visualizar ese holocausto en que ella pensaba con obstinación. Me quedé mirándola fijamente unos minutos y, como aceptando el reto, traté de pensar en algo semejante a un todo para probarme a mí mismo que no era un imbécil sino el dueño de una mente debilitada por las tantas jornadas sin comer. En verdad no se me ocurrió nada, bueno, sí, imaginé comida, no en tal abundancia como para abarcar un todo pero sí un plato con un simple arroz con huevo, una galleta dura, un vaso de agua con una cucharada de azúcar y también una chupada o un desgarrón al dedo de la vieja. Después regresé a mis deseos de matarla. Debía haber otros métodos mucho más rápidos, más acordes con la situación real. Traté de pensar en esos detalles no con la frialdad de un asesino de ancianas, no lo soy, sino con el ánimo de solo saciar el hambre, porque no siempre la comida llegaba así de fácil hasta donde uno moría de inanición. Imaginaba que si le daba un leve empujoncito, la señora caería por las escaleras y, como era extremadamente magra, moriría al instante, sin mirarme a los ojos e inocularme con su agonía cualquier sentido de culpa. Mientras continuaba hablando de lo mismo, me veía inclinado sobre ella, en el peldaño mismo donde caería, engulléndole un trozo de brazo o de pierna, no obstante, cuando en mi mente le hundía los dientes en la carne, la vieja se desvaneció en el aire y creo que fue porque, mientras hablaba, se había acercado a mi oído y en susurros comenzó a maldecir del gobierno: “son unos hijos de puuuutaaaa, nos quieren matar de haaaambreeeee”, dijo soplando en mi cara y fue el aliento fétido de quien no come hace tiempo el que me hizo volver en mí y repensar el empujón definitivo.
  Es una pobre vieja, me dije, y en consecuencia debía morir en ese preciso instante. Por piedad, solo por eso. Así que le agarré una mano casi con cariño, como si fuera a confesarme de un modo similar a como ella lo hacía y aproximé mi boca a su oreja tan arrugada que parecía a punto de cerrarse para siempre, como si fuera un caracol. Entonces le dije que no pensara en esas cosas tan malas, que en verdad el gobierno nos amaba tal como decía, que nos entrenaba para una época peor y que hacía lo que estaba en sus manos para alimentarnos. La vieja, no queriendo aceptar mis argumentos, se estremeció de furia y en medio de un arrebato gritó ¡no no no no! mientras me daba puñetazos repetidos en el pecho, como si yo tuviera todo el jodido gobierno tatuado en él, como si administraran el país dentro de mí. Si no hubiera sido por la fatiga que me invadió, en ese instante la hubiera derribado. Lejos de eso me apoyé en la señora y ella me abrazó con ternura para sostenerme. Era mucho más fuerte que lo que había imaginado.
  Sin embargo, a pesar de que intentaba reanimarme con suaves golpecitos en mi rostro, la anciana no había dejado de llorar y comenzó otra vez su cantaleta, con las mismas palabras de la vez anterior cuando tocó a mi puerta para pedirme un pedazo de pan. Escuchar esa palabra, como si alguien hubiera rociado perclorato de amonio en mi nariz, me hizo reaccionar: «¡Ay, señora, ¿eso? ¿Usted ha dicho eso?», le dije, y ella descaradamente repitió: «pan, sí, paaaaan… paaaan…» y me regresaron los deseos de matarla solo porque esa imagen tan antigua de un mendrugo desasiéndose en mi boca no me permitía un rapto de compasión. Hacía tantos años que no veía ni probaba un pan que aquel sonido monosilábico más que al alimento lo asociaba con un disparo, una amenaza de muerte: ¡pan…!, ¡pan…! Mi cabeza quería estallar.
  La vieja había soltado la palabra mientras miraba hacia el hueco de la escalera, como si esperara por alguien o si midiera las consecuencias de pronunciar en voz alta esa palabreja prohibida. Fue así como descubrí que, con su extraña visita, buscaba una provocación y ya no dudaba de que alguien, tal vez un vecino o el propio gobierno, la hubiera mandado a tocar a mi puerta para ver si yo había logrado sobrevivir desde la última vez que enviaron comida.
  —¿Eso… p—a—n (deletreé con cuidado), no jodas?
  Aunque nervioso, me reí con las pocas fuerzas que me quedaban después de una semana sin probar bocado y, como me sentía en peligro, hice por cerrar la puerta en la cara de la espía pero ella metió el brazo para impedirlo porque, dijo, estaba decidida a todo.
  Al parecer, todo era su palabra preferida. Una especie de pasión totalitaria de una auténtica alimaña omnívora. «Aquí no hay comida, ¿por qué insiste?», le pregunté con rabia. Ya comenzaba a transformarse en una criatura molesta, desagradable, y sacando fuerzas de donde me era imposible, apreté la puerta contra su brazo para que mi impiedad la convenciera de que no obtendría nada. «Señora, aquí no hay comida», insistí, pero la vieja se arriesgó e introdujo el otro brazo en la hendija mientras suplicaba que la atendiera unos minutos, que tenía algo importante que decir antes de caer rendida, algo sobre el hambre que padecíamos y sobre mí. Empujaba con tanta fuerza que no tenía sentido continuar haciéndole resistencia, entonces cedí y salí al pasillo para ver si escuchándola lograba que se fuera a fastidiar a otros ingenuos. Estaba seguro de que sus hijos o sus nietos la habían mandado a explorar mi territorio y, más tarde, cuando cayera la noche, llegarían para un asalto mortal.
  Había escuchado historias similares, terroríficas, y esa señora, a pesar de su llantico, precisamente por él, tenía cara de zorra, ¿por qué subiría hasta mi piso para pedir comida, por qué no tocó a las puertas de los vecinos de abajo? Tal vez me sondeaba para ganarse la comida con una denuncia o una estratagema, ¡qué mala perra!, pensé en voz alta y ella me ripostó, sin mostrarse ofendida, que solo quería comer algo, que llevaba casi un mes alimentándose de los restos de alguna cosa viva o muerta que encontrara cercana a su puerta. Me reí de su astucia y le hice una seña obscena con los dedos, sin embargo, para convencerme de su buena fe me enseñó un trozo de pellejo que extrajo de un bolsillo de la blusa, «¡mira, mastica un poco y dime si no es verdad!», y se me hizo agua la boca al ver que la señora le daba un mordisco a aquella cosa parecida al cuero curtido… «¡Dale, prueba…!», me conminó.
  Tenía tanta hambre que me lo tragué sin apenas morderlo. No sabía qué era pero me aliviaba con solo saber que caería en el estómago después de tantos días de vacío total. A pesar de su gesto amigable, continué sospechando de la insistencia de la vieja. Ahora estaba seguro de que no era el hambre el asunto que la había llevado a tocar a mi puerta, y esas otras razones que no alcanzaba a descubrir, de manera extraña me inmovilizaban, me obligaban a permanecer allí, escuchándola, provocándome dos sentimientos encontrados. Por una parte deseaba entrar para reposar y protegerme de lo incierto; por la otra, y a pesar de la fatiga, me intrigaba un sujeto como ella que, al parecer, no tenía miedo a pronunciar la palabra «pan», tan peligrosa, en la puerta de un desconocido. La dejé hablar para saciar la curiosidad pero también para ver si regresaban mis fuerzas y, definitivamente, derribar a la señora, acabar con ella antes de que el hambre terminara conmigo ese día en que me había arriesgado demasiado por abrirle a una desconocida con la esperanza de verla morir allí mismo, a unos centímetros de mi boca.
  Tal vez la vieja guardara en algún lugar de su cuerpo un poco más de aquello crudo y seco que había sacado del bolsillo y, con esa esperanza mínima de un par de mordiscos, miraba hacia todos lados para comprobar que nadie nos observaba.
  Había pasado un mes desde la última comida que distribuyera el gobierno, y los vecinos habían renunciado a salir de sus casas para así ahorrar energías a la espera de la próxima distribución, de la que aún no teníamos noticias. A veces se asomaban a los balcones pero solo para tantear la suerte y recoger lo que hubiera caído durante la noche, algún insecto, un ave moribunda, la hoja seca de un árbol lejano. Preferían reposar largas horas sobre sus camas para resistir el hambre y se inmovilizaban días enteros, casi siempre situados frente a la televisión o con el oído pegado a la radio porque, de vez en cuando, algún locutor o un funcionario anunciaba las reparticiones. Tan atentos estaban a esos boletines oficiales que tal vez no nos escucharan conversar en el pasillo, o sí lo hacían, sigilosos tras las hendijas, y esperaban con ansiedad un desenlace fatal que los proveyera de comida extra. Si esa mañana yo había abierto la puerta echando mano a las pocas energías que me quedaban, era solo porque tuve la esperanza de que el toque fuera la última acción de un moribundo pero, frente a mí, discursando sobre el hambre que sentía, me daba la impresión de que la vieja buscaba mi agotamiento irreversible para algo más retorcido que el simple acto de hundir sus dientes en mi carne. Si lo buscara, ya lo hubiera hecho, había tenido oportunidades de sobra. Por una razón demasiado oscura no se callaba, torturaba mi oído e inmovilizaba mis piernas y brazos con ese sonido demoníaco de ¡pan…!, ¡pan…!, como una campanada que invitaba al apocalipsis.
;  Invadido por el cansancio extremo me senté en el piso y para que no descubriera mi creciente debilidad, continué mirándola y asintiendo con la cabeza mientras ella discursaba aquello que ya apenas lograba oír. Esa mañana, antes de abrirle, había tenido que esforzarme demasiado para ponerme de pie y pude llegar hasta la entrada casi arrastrándome y tomando impulso aferrado a los muebles. Casi en peligro de muerte, agotado mi último recurso, al sentir que llamaban no me quedaba más remedio que acudir y esperar por la candidez del visitante. Por eso abrí. En atenderla y luego en intentar aplastarle el brazo con la puerta, había malgastado mis energías mientras ella, más parecida a una entidad de los infiernos que a un ser humano, parecía extraer las suyas de su obstinación y no del cuero mordisqueado que me había dado a tragar.
  La vieja, al verme en el piso, se arrellanó sobre mí para continuar hablando de lo mismo. Había posado sus nalgas en mi abdomen y, apoyando las manos en mi pecho, se inclinaba para mirarme a la cara. La veía abrir y cerrar la boca y podía descubrir en esos movimientos de los labios el espectro de la palabra hambre, que luego remataba con agudas explosiones de aire fétido que, sin dudas, reverberaban la sílaba siniestra que taladraba mis oídos: pan, pan, pan. Tenía la esperanza de que algún vecino, quizás afiebrado por el hambre o la ingenuidad, se compadeciera de mí y me brindara su auxilio, pero hacía mucho tiempo que nadie se arriesgaba con ese tipo de sentimientos comprometidos y hasta, pensándolo bien, tal vez todos habían sido víctimas de ese demonio que ahora cabalgaba sobre mi cuerpo y, por ser yo el último de los hambrientos en un país devastado a dentelladas, se solazaba con mi agonía y la prolongaba como una resistencia a aceptar el final de su cosecha. Por más que intentaba extraer fuerzas de algún lugar de mi mente que no hubiese sido invadido por el hambre y la desesperación, solo alcanzaba a acrecentar mi debilidad y ya ni siquiera lograba mover los brazos a pesar de que no sentía el peso de la anciana sobre mí. Comenzaba a verla borrosa y, a ratos, al compás de mi respiración que se apagaba, todo quedaba en la oscuridad total y la realidad aparecía ante mis ojos como fogonazos que apenas plasmaban la silueta descarnada de la vieja que a veces era roja, otras azul, y otras tan blanca y pálida como la muerte misma. Se difuminaba en el propio aire de su aliento nauseabundo y la veía hondear sobre mi cara como un estandarte, como los personajes fantasmales, tricolores, que habitan los cuadros de Eugène Delacroix. Yo, que nunca quise creer en los milagros, esperaba por uno que me librara de ese final donde una criatura informe terminaba por devorarme.
  Hace años, cuando el gobierno anunció el racionamiento y comenzaron a distanciarse los periodos de las distribuciones, supe que no faltaría mucho para que todos muriéramos de hambre algún día, pero siempre había imaginado el fin mientras me adormecía sobre mi cama, mientras escuchaba la voz cálida de un locutor o un funcionario anunciando la última etapa del ejercicio o, lo que era igual, el final de los tiempos. Sobre el piso, esforzándome por sobrevivir, estaba convencido de que mis deseos de un desenlace medianamente feliz habían sido solo las esperanzas de un alucinado y que la señora era una especie de mensajera de la muerte. Sabiendo que no ocurriría ese prodigio por el que imploraba entre murmullos y lágrimas, me abandoné a mi destino y, como ya nada peor podía pasarme, quise irme pronunciando las palabras prohibidas. Cerré los labios lo más fuerte que pude y retuve el aliento en la boca unos segundos. Cuando la vieja dejó de hablar porque me creyó muerto, lancé mi último grito contra su cara arrugada y seca, contra su oreja retorcida como un caracol: ¡Pan…! ¡Pan…! ¡Pan…! En la medida que las palabras en forma de explosiones salían de mi boca, las fuerzas retornaban a mí como si pronunciarlas fuera suficiente para darles cuerpo en mi estómago vacío. Comencé a retorcerme sobre el piso hasta que, arrebatado por la desesperación, pude mover las piernas y los brazos buscando zafarme de la vieja, aniquilarla, pero de pronto ella dejó de hablar, se levantó de un salto, lanzó un chillido agudo y salió corriendo escaleras abajo mientras yo continuaba gritándole ¡pan!, ¡pan! con toda la furia y el miedo contenidos durante tanto tiempo. No obstante, pasados unos minutos, las fatigas y el hambre regresaron, tal vez porque dejé de gritar o porque pronunciar la palabra a solas o en voz baja o pensar en ella cuando estamos solos, no alcanza a transformarlas en un objeto real, comestible. Cuando entré al apartamento tuve que arrastrarme con gran dificultad para llegar a mi cama, repasé en mi mente todo lo ocurrido como quien intenta buscar una señal en un mal sueño, quién sabe si producido por un ayuno tan prolongado. Ahora, como hago siempre antes de cerrar los ojos, sonrío al recordar las horas de peligro y doy gracias a quien sea por estar vivo, entonces, con los dedos temblorosos, enciendo la radio para intentar dormir mientras escucho la voz dulce de un locutor o un funcionario.

 

Ernesto Pérez Chang (Foto cortesía del autor)

Ernesto Pérez Chang
(Foto cortesía del autor)


 

Ernesto Pérez Chang (La Habana, 1971). Narrador y editor. Licenciado en Letras por la Universidad de la Habana. Su obra ha sido reconocida con los premios David, 1999; La Gaceta de Cuba, 1998 y 2008; Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, 2002,  Nacional de la Crítica, 2007, y Alejo Carpentier, 2011, entre otros. Sus cuentos se han incluido en numerosas antologías y revistas y han sido traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, ruso y chino. Ha publicado los libros de relatos Últimas fotos de mamá desnuda (2000), Los fantasmas de Sade (2003), Historias de Seda (2003), Variaciones para ágrafos (2007) y El arte de morir a solas (2011). Es autor, además, de la novela Tus ojos ante la nada están.

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Esta entrada fue publicada el 31/05/2014 por en Narrativa.
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