Presentía el dolor. Se sentó debajo de un árbol y supuso que allí lo olvidaría todo. Agarró tierra con las dos manos y se la restregó por el rostro. Esto a veces funcionaba. También se detuvo a observar sus uñas sucias, o lo que quedaba de ellas. La tierra no es uniforme, está compuesta de partículas de disimiles formas y colores, dijo en voz alta como si dictara una conferencia en una importante universidad ante miles de alumnos a los que les interesaba saber de esos temas. Hacía mucho tiempo no daba clases y lo extrañaba. Tal vez su vanidad lo echara de menos, la vanidad de ser escuchado. O quizás era la humildad de reconocer su ignorancia cada vez que impartía una clase. La vanidad es un árbol que no da frutos, pero da sombra. Tiene raíces muy superficiales y se cae cuando lo bate el más débil de los vientos. La humildad es ese mismo árbol en el invierno. Se preguntó a quién le hablaba si allí no había nadie. Hacía rato que ese sitio estaba abandonado. Todos los negocios habían cerrado después de la última crisis. Disfrutaba sentarse allí no sólo por la tranquilidad o la sombra del árbol o la tierra disponible sino por la destrucción que lo rodeaba: las paredes descoloridas, los techos caídos, las ventanas rotas, los grafitis. La decadencia tiene cadencia, es con ese ritmo que me muevo yo. Esto nunca lo hubiera dicho delante de sus alumnos. O quizás sí, pero lo hubieran tomado como un chiste de un profesor loco al que le gustaba decir frases disparatadas para hacer las clases más entretenidas. Unas partículas de tierra habían caído en su boca. Trató de hallarles sabor, pero sólo sabían a tierra, es decir, a nada. Del polvo venimos y al polvo regresamos. Polvo en el tiempo, no en el viento. Se echó en la hierba y se quedó dormido. Lo despertó el zumbido de una abeja que se había acercado peligrosamente a su rostro. Antes no eran tan agresivas, pensó. Abrió la mochila y sacó un sándwich de queso. Tenía hambre. El queso sabía a queso, el queso es algo, el pan sabía a pan, el pan era algo que debía ser multiplicado. No como el dolor. El dolor era nada, como la tierra. O lo aniquilas o te aniquila. Esa era su disyuntiva. Cuando empezó a llover, se refugió en uno de los comercios. La puerta estaba abierta de par en par. No había nada que vender, no había nada que proteger. Inspeccionó el lugar. Olía a orina, a humedad, a mierda humana y animal. Sintió deseos de vomitar pero se contuvo. Si puedo contener el vómito, puedo hacer lo mismo con el dolor. Pero aunque sabía qué le provocaba el vómito, no podía determinar qué causaba el dolor. A través de una de las ventanas aún podía ver el árbol inservible que no daba frutos pero sí mucha sombra. Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared y volvió a quedarse dormido.
Me angustias, Matilde. Voy a escribirte un verso. Uno solo. Te lo prometo. Buscaré las palabras precisas, Matilde. Matiné, antojo, epidermis, dicotomía. Seré dicotómico, sintáctico, epidérmico: explicaré las miles maneras de disecar un cuerno. Sabrás entender mis palabras, Matilde, y dirás que yo soy el hombre, ese hombre. Te desnudarás, Matilde, como siempre y te sentarás en el piso frío, fumarás un cigarro y humedecerás la losa con tu sexo. Yo tomaré una foto y me iré al cuarto oscuro a revelarla. Tú te quedarás ahí toda la noche, fumando, pensando en sabe Dios qué cosas, diciendo que yo soy el hombre, ¡el hombre!, tu epidérmico hombre, piel de angustia, escribidor de versos de la dicotomía: yo escribiré entonces una décima y la colocaré debajo de tu sexo para que absorba tu humedad. Tomaré otra foto y regresaré al cuarto oscuro. Tú seguirás ahí, tirada, llena de luz.
El cloro es para emblanquecer la ropa, no para limpiarla, afirmas mientras enciendes un cigarro y te dispones a tomarte una taza de café bien oscuro. Después del cloro, tienes que lavarla con detergente, con tus manos, sé que no te gusta usar la lavadora, pero no hay manera pasiva de limpiar nada.
Fumas mucho, te digo. No respondes. Te llenas la boca de café y tu mirada se pierde en la distancia, ya no escuchas nada, sólo miras. Yo entro a la casa y busco el detergente. Pongo el short en el lavamanos y me dispongo a lavarlo, a quitarle esas manchas que sabe Dios cómo han llegado ahí. Tú sigues afuera, fumando.
Sea breve, directo. No se detenga en descripciones innecesarias. No use adjetivos. Son instrucciones, no poemas. Usted no está, no existe. Sea impersonal: a nadie le interesa que el gato de su tía viuda falleció hace tres años. Repito: nos son versos, son instrucciones. Sea frío. Organice sus ideas. Siga un orden. EL ORDEN. No se distraiga con aforismos, ironías, o tropos. NADA DE POESÍA. Vaya al grano, a la esencia. Piense en su propósito. No divague. Si por alguna casualidad se desvía usted del asunto y su mente escapa hacia zonas turbias (“ah, que tú escapes!”), piense en quien lo lee, ese ser imaginario que busca claridad, certeza, respuestas precisas. Imagine usted la confusión del lector cuando, siguiendo sus instrucciones, trate de armar un avioncito y termine, oh pobre hombre, resucitando al ave Fénix.
Todo es cuestión de ritmo. El largo del cordel es importante, pero no definitorio. Sólo debe saber enrollarlo bien. La superficie sobre la que usted lanza el trompo debe ser plana, lo más lisa posible. Si el trompo no baila, no se preocupe. Baile usted. Recuerde: todo es cuestión de ritmo. Eso sí, tenga mucho cuidado con la punta. Corta.
Un resorte empuja las grapas hacia adelante, las obliga a aceptar su única función en esta vida: unir papeles. Pero al hacerlo, al entregarse a su destino, las grapas terminan separándose de las otras. Da cierta tristeza ver sus piernas doblegadas ante la presión de la mano del burócrata que sonríe feliz porque ha terminado el informe que su jefe le ha pedido. Mientras tanto, las otras, las que permanecen dentro de la grapadora, respiran aliviadas y rezan por que el superior no pida dos copias del informe.
Es un rectángulo, más o menos. Es plástico, más o menos. Se utiliza para escribir, más o menos. Tiene un hogar y un fin. Tiene dos teclas de control. Con F7 corrige su ortografía. Con F1 usted puede pedir ayuda. Si esto no funciona, siempre le queda una opción: escapar.
Con sus dientes corta la cinta. Lamenta no tener un nombre más corto, más musical. Envidia la complejidad de la calculadora o la firmeza de la grapadora. Dispensa sin pensar. Pero tiene dientes.
Suma, resta, multiplica y divide, pero no a la vez. Tiene memoria negativa y memoria positiva, pero no a la vez. Cuando la enciendes, invariablemente te muestra el cero. De ahí en adelante puedes hacer lo que quieras: es decir, sumar, restar, multiplicar y dividir, pero recuerda: nunca a la vez.
Ernesto G. La Habana, Cuba, 1967. Poeta, narrador, videasta y blogger. Licenciado en Lengua y Literatura Inglesas por la Universidad de la Habana. Primera mención (Poesía) en el Concurso “13 de Marzo” (1987). Codirector de revista de arte y literatura Conexos y director de iSawFinger Productions. Editor del blog http://losrelatosdemauricesparks.com/.