A Jorge Domingo Cuadriello
Ahí yaces, con una estaca clavada en el pecho. Moisés, de oficio pintor y quiropodista. En una oportunidad pretendías convivir con una antropóloga en la isla Margarita, ese pedazo de tierra negra traspasado y a la deriva por la corriente de un río frío y sin dimensiones.
El proyecto del viaje quedó varado definitivamente por la fatídica discusión en las oficinas de un museo donde la antropóloga, tu última mujer, trabajaba.
Ocurrió en noviembre. Asegurabas que todo lo malo podía presentarse en ese mes, y que cuando comenzaba, hacías lo posible para no poner un pie en la calle hasta que no transcurriera su último día.
Sin embargo, te mataron en enero, cuando el aroma del mar lo transporta el viento que viene del norte.
Una razón por la cual querías residir en aquella isla o en alguna parte del territorio de la Transcaucásica, consistía, en que muchos de los habitantes de esas regiones, que desempeñaron funciones en nuestro país como diplomáticos, apreciaban, coleccionaban y hasta especulaban de manera escandalosa con tu obra.
Eras un tipo con gran talento. Desde los quince años ensamblabas y esculpías duras maderas hasta darles alto relieve, después las policromabas, preferentemente con tonos opacos, quemados a fuego de soplete, para originar texturas añejas, solemnes, dolorosas.
Con aquellos íconos trasmitías los secretos, los terrores, la alegría en el hogar de la Sagrada Familia, perpetuabas el llanto de María ante el martirio de su hijo crucificado. Fuiste relator de los primeros misioneros y apóstoles, que casi ciegos por las penurias de la abstinencia, andaban por los campos y los bosques en busca de un celestial reino, que acorde a tus percepciones –ahí estriba uno de tus tantos problemas–, nunca lograron encontrar.
A excepción del Arzobispo Mariano, que con valor permitió colgar por dos semanas algunas de tus piezas en las paredes de su iglesia, no hubo galería, ni sala de museo que se interesó en exponer tu obra.
La siempre pusilánime alta jerarquía del clero, consideraba demasiado profano, y con un corrosivo tratamiento desmitificado, las escenas bíblicas que plasmabas en aquellas piezas.
“Con la consideración que Usted merece Monseñor”, escribía un feligrés ofendido. “No comprendo cómo su Excelencia pudo permitir que ese sujeto haya penetrado sus renegadas imágenes en nuestro templo.
¿Qué valor Usted le encuentra a un Jesús que parece un tablajero de aspecto descuidado y sin manifestaciones externas de carácter divino? Además de tez cobriza, ¡Dios mío que lo perdone!, un Jesús mulatito, con los dedos de las manos y de los pies asquerosísimos, melena encrespada propia del más sucio vagabundo. ¿Dónde está la perfección que tradicionalmente hemos visto colgadas en las paredes de nuestros hogares en las reproducciones del Sagrado Corazón?
¿Y de los apóstoles? Venerable Mariano, ¿cómo se puede justificar la visión que tiene ese tipo de los santos varones? Sus caras son patibularias. Hay tanta dureza reflejada en sus rostros que parecen energúmenos capaces de cometer las peores fechorías. Así ocurre con las santas mujeres que rodeaban a nuestro Señor. María aparece famélica, ojerosa, a punto de caerse por los matules que carga en sus hombros. La belleza y la perfección que los grandes maestros de la pintura nos ofrecieron para deleite estético, ha sido suplantado por la vulgaridad del realismo.
Es inadmisible, observe la nariz de María, es un garfio, el azul celeste de sus ojos ha sido reemplazado por el color negro, imponentemente negro, capaz de paralizar a cualquiera que los mire, y si se le pregunta dónde está la bondad en el rostro de nuestra Amadísima, este agnóstico, expresa que la bondad y otros atributos estaba en las acciones, no en la apariencia. Que ella y las otras mujeres que acompañaron a Nuestro Señor, eran mujeres de carácter enérgico, duras de pelar, capaces de enfrentarse tanto a los soldados romanos como a los impecables prelados del sanedrín”.
En buen lío te enrollaste con la curia y los creyentes. ¿Fue esa la razón por la cual abandonaste definitivamente la pintura para dedicarte por entero a la cura de los pies enfermos?
Pero volviendo al punto de tus argumentos de trasladarte a esa parte del mundo. Según tú, con las prácticas ocultistas descubriste que allí se hallaba el muro de tus vidas pasadas.
“Solo tengo una explicación, una parte de mí ha despertado en el presente, la otra se halla todavía debatiéndose en las regiones difusas del pasado”.
Afirmabas que en uno de tus resurgimientos habías sido el Conde Lucandoru, caballero mundano que basaba su fama en seducir a cuanta campesina iba a trabajar o a vivir en su feudo. Castillo, hidalguía, máscara de plata, caballo negro que volaba en la espesura, Lucandoru, mito fabricado, porque amigo mío, indagué, me puse a consultar con cuanto historiador serio conocía y ni rastro del tal Lucandoru, ni testimonio de que en la avanzada edad, gonorreico, adorador de la lluvia de oro, torturador de matrices vírgenes, este personaje, junto a dos de sus hermanas, fueran fundadores de burdeles en diferentes ciudades de la Europa Central.
Pero estabas empeñado en que fuiste en tiempos del medioevo, este hijo de puta, y asegurabas que un siglo después, tu espíritu mutante, posiblemente como castigo por haber sido el tal Lucandoru, se posesionó en el de un labrador feo y gordo, casado con una mujer descomunal, que siempre paría niñas descomunales con trompas como nariz y ojos sin pupilas, y que al llegar a la pubertad, morían de forma súbita, siempre con la boca llena de espuma y un vapor maloliente que le salía de las axilas. Al pobre gordo, los de la inquisición, por endemoniado, lo achicharraron en la hoguera.
También asegurabas que luego te convertiste en un joven aviador austro húngaro, derribado en combate sobre un campo de trigo, en la primera guerra mundial. Una novelista francesa que vagaba por aquellos parajes, descubrió tu cadáver, acarició tu rostro aún tibio, se enamoró de tu muerte tan súbita e inútil, y luego, inspirada, escribió una breve narración sobre la trascendencia en la corta vida de una mosca.
En esa cadena de existencias imprecisas, llegaste a desempeñar las funciones de verdugo a sueldo de uno de los tantos dictadores latinoamericanos, (no especificabas quien era, ni en qué país gobernó, ni en qué fecha) relatabas, que cuando el régimen despótico al cual servías, fue derrocado por una feroz revuelta, pasaste de torturador a torturado, y dilucidabas cuando caías en trance mediúmnico, que en aquel verdugo habitaban dos hombres, el que castiga y el que sufre el castigo. Para ti aquel personaje ambivalente escenificaba uno de los nudos de la existencia propia de la humanidad: el bien y el mal.
Por último, ya en pleno siglo XX, recreaste otro apócrifo protagonista. Un jinete de competencias, pequeño de estatura, lampiño, oriundo de Nueva Escocia, residente en Pasadena, California. Brain Lokerhill, que las mujeres de todas las edades reverenciaban, que perdiera o ganara, al final de las competencias querían ir a la cama con él. Era famoso, no solo como centauro, sino porque llevaba entre las piernas, un pene largo como una serpiente.
El caballo se llamaba Grenko, cruce de persa con alazán de las llanuras de Colombia, y cuando cabalgaba en los importantes hipódromos, la gente apostaba a su velocidad y a su singular táctica de avance.
De décimo lugar, en curva cerrada, apretaba la marcha y saltaba a segundo, y casi a cien yardas de los finales, despegaba, haciéndole vomitar sangre al potro, y se colocaba en primero. La señal de que iba a ganar, eran tus alaridos de júbilo, tan potentes, que hacía trepidar los bancales del estadio.
De nuevo tu existencia fue truncada de forma violenta. Al parecer, te perseguía un fatal destino. Según tus creencias, era un mal Karma que algún día, para bien, debería ser corregido.
Resulta que al dandi de Lokerhill, un marido celoso le cortó la cabeza de un solo tajo. Decías que los detectives estuvieron meses en la búsqueda del cráneo, y justo en el sexto mes, lo hallaron casi intacto detrás de un campo de béisbol. Asegurabas que los fanáticos del cabalgante escocés demoraron por unos días el sepelio, porque querían deleitarse en la contemplación de sus ojos de asombro y la sonrisa nítida que afloraba aún decapitado de sus labios.
Fue un grave desacierto haber sido nardo de aquella antropóloga que no creía necesario mudarse a otro continente.
En una ocasión que me la encontré, posiblemente para que luego te lo trasmitiera, me dijo con enfática superstición y cierto desprecio a tu persona, que si residía en otra tierra, envejecería, que su carrera profesional se vería truncada y además, que no podía vivir para siempre al lado de un loco de remate, que no deseaba tener hijos y se la pasaba viendo supuestas caras de otras vidas.
Posiblemente ella tenía razón, pero en el fondo, su negativa de no acompañarte, era que ya no te amaba y que según rumores, andaba en relaciones con un inversionista español dedicado a la prosaica cría de cerdos.
Esa mujer te humilló amigo mío, aquel 25 de noviembre; te dijo a las claras, que no servías como hombre, y quizás no sé cuántas otras ofensas. Soberbio, engreído, perdiste los estribos, la golpeaste brutalmente en pleno rostro y la antropóloga, cayó como pájaro que le disparan en pleno vuelo.
Si hubieras decidido irte sin ella a la Transcaucasia, ahora no estarías con esas moscas que empiezan a revolotear sobre tu cuerpo.
Para ti, en el extranjero, la naturaleza era benévola y la gente adquiría otra dimensión. Según me contabas después que llegabas de tus viajes, te deleitaba caminar por calles desconocidas, mezclarte entre la multitud que hablan otras lenguas. Por otras geografías, surgía y crecía tu verdadero yo.
Libre de los ojos fiscalizadores de nuestros compatriotas, de sus leyes y normas de conducta, podías, por ejemplo: exhibirte sin ropa en una playa y no tener vergüenza de tu cuerpo. Pagarle a unas prostitutas para gozar de ataduras y azotes. No bañarte, ni lavarte los dientes durante días, sin la preocupación de ser repudiado por los que te rodeaban.
Disfrutabas deambular por esos caseríos de una Europa decadente y secreta, habitar durante meses en una casa solitaria y cada atardecer contemplar desde las rendijas, los esbeltos cuerpos de un grupo de muchachas, que al atardecer, puntualmente, tomaban un baño en una alberca de aguas luminosas, y con voluptuosidad lesbia, entre ellas, se acariciaban.
Eras bien extravagante y perverso, y sin embargo, te admiraba y sabía que distante de la tierra de origen, te encontrabas libre, y sin las amenazas del infortunio.
¿Por qué no te quedaste en uno de esos viajes? ¿Cuál fue la razón, si es que la hubo, que nunca tocaste la tierra de tus disparatadas ilusiones?
Vivías orgulloso de sanar con las manos y hasta con tu lengua, si era ineludible, los pies de los humanos. Alcanzaste el prestigio entre los colegas de tu oficio, de enderezar los dedos torcidos del labriego que ignora la suavidad de la alfombra. Eras hábil y rápido en la cura de las uñas y los pies de los aristócratas que nunca han caminado por el suelo pedregoso, y de remendar los tobillos de los leñadores y hombres de campo, casi siempre lacerados por las astillas de los árboles y las espinas de los zarzales. Eras el mejor. Un privilegiado. Sabías de llagas y ampollas, inflamaciones y quistes. Pero ibas más allá en tu oficio, leías lo por venir del hombre en las líneas que surcan la planta de los pies.
Moisés el quiropodista adivino, así te nombraban con respeto la gente.
Y tu padre nunca fue profeta, ni letrado, ni general, sino humilde químico de un ingenio azucarero, que terminó encerrado en una casa de locos con cuerdas en la cintura para que no se fugara. Aún aprecio los botes de melado de caña elaborados por él, que me brindaba con cierto orgullo, cuando visitaba tu casa.
Y tu madre, jamás fue venerada por los exquisitos garbanzos que cocinaba, ni le colocaron corona sobre su cabeza, por haber pasado la mitad de su vida preocupándose por las desgracias ajenas. En vida, ejerció el anodino oficio de ama de casa, con escoba y delantal en la cintura. Muy torpe en la caza de ratones, de poca sonrisa y de mirada inquisidora, que de niño, decías, te amedrentaba.
Eras hijo único. Redoblada agonía para ser artista. Sin embargo, esos padres, para ti, no eran tus padres.
“Les tengo afecto, por la cotidianidad de verlos desde que mis ojos captaron por primera vez, el resplandor del quirófano donde ella me parió, pero a ninguno de dos los reconozco, en realidad nada me conecta a ellos”.
A tu madre una enfermera en el hospital donde se encontraba internada, por accidente o mala práctica, nunca se supo, le puso manteca de puerco rancia a la comida, y fulminante su hígado enfermo reventó.
Si hubieras estado presente ese día, con seguridad aquella torpe no la mataba. Pero en aquella época, tendrías unos 19, evadías de forma casi enfermiza y descontrolada las responsabilidades.
Recuerdo que precisamente ese día, estabas en la casa de una mulata de unas hermosas tetas. Zenaida, si, Zenaida se nombraba .Andabas loco por sus labios carnosos, por su cabellera revuelta que le llegaba hasta las nalgas. Bebieron aguardiente hasta terminar en la cama y allí, se la pasaron durante muchas horas como si las vidas de ambos se aproximaran al final.
Cuando regresaste al hogar, a media noche, te anunciaron que tu vieja había fallecido. Si ella no era tu madre, por qué a oscuras, en tu cuarto, te oí llorar. Un chillido largo y sostenido, como el de un cerdo cuando lo castran. Te derrumbaste. Quizás estabas consiente de que te quedarías solo, completamente solo, y lleno de preguntas en un mundo donde suelen escasear las respuestas.
Cuando cumplías esa larga condena por matar a tu mujer, otro reo, por una insignificancia, te arrancó la vida.
Qué tristeza, cuan bajo caíste, Moisés. Primero convertido en ordinario homicida, y ahora, tendido estúpidamente sobre esa fría mesa de forense. ¿Con esta muerte terminará el ciclo de tus nefastas resurrecciones?
Moisés, ese muchacho radiante que en ciertas noches, cuando juntos paseábamos por la ciudad, evocaba su recorrido por el mundo real y el intangible, que conversaba de caballos casi invisibles de tanta blancura, que pastaban por las laderas de un imperio, mientras un rey, solitario y olvidado, sentado sobre una piedra, intentaba con los acordes de su arpa de marfil, ahuyentar los malos presagios.
ALEJANDRO LORENZO (La Habana, Cuba, 1953). Escritor y periodista. Estudió arte en la Academia San Alejandro. Reside en EE. UU.