YO VIVÍA EN EL CENTRO DE UN LAGO
Yo vivía en el centro de un lago.
En un extremo lloraban los vencidos,
en la otra margen se iba fundando el alba.
Mentían los presagios.
La vida, de secreto a secreto,
nunca exhibe la misma máscara.
Vivía en el centro de un lago
y me ahogaba antes de que amaneciera,
por eso hablo siempre en espejismos
y ya no pertenezco a ningún puerto.
Me hundía en las muchachas
y su penumbra para llegar a Dios,
aunque las hojas hiriesen sus vitrales.
Viví la fiebre de sus aguas,
una isla erigí después del miedo,
sólo a los inocentes les abriré la puerta.
EL RASTRO DE LOS ÁNGELES
¿Quién tiene el as de oro?,
¿quién la ruta precisa
donde darán las buenas noches
sin que la barra el humo?
Todo fluye hacia un fin y crea la nueva ausencia.
No podemos asir nuestra fortuna,
traducir santo y seña en múltiples reinados
si hasta vencer nos deja un gesto ocre.
¿Adónde voy tras el rastro de los ángeles?
¿De qué vale fundar una cabaña,
una familia y una oración que pronto olvidaremos?
Ahí se asienta la fe como arca de polen,
sucesión de escenas insondables,
rescatadas un día por el vino.
Entonces la libertad se vuelve barco,
una extraña ciudad con otra llave,
Odiseo hacia una mujer de niebla.
Entonces la libertad es un jardín
para romper su grito contra el muro.
PECADOS Y SERPIENTES
Ninguna foto eterniza
los minutos más dulces y prohibidos
que prohibidas mujeres
tatuaron en mi cuerpo
y me abrigan contra las tempestades,
cuando el verdor se agota
y me hunden sus gorriones.
En ninguna película,
flota el océano de mi infancia
con sus buques volando sobre los eucaliptos.
Ningún set reproduce la ternura,
pecados y serpientes
que vuelvo música,
esta desolación no confesada.
Tal vez no rasgue un solo oboe,
un leal espejo
que traduzca mis redes
y ascienda hasta el pasado,
pero comprendo al fin el laberinto,
sus pedregales borro
y me sumo al azar que nace con la aurora.
ALUCINANTES MUROS
Entre mi padre y yo está la guerra,
aunque a veces las balas sean este silencio,
un silencio que hiere
y levanta arrecifes con dragones,
mentiras herrumbrosas, alucinantes muros.
Cuando mis armas eran la inocencia,
año tras año fui
enumerando su demonios
hasta armarle una cruz para cada arponazo.
Ahora que la inocencia es un remo invisible,
descubro en mí demonios de mi padre
y la guerra renace como un lobo
que ha visto entre sus uñas
dos sables siempre grises condenados a muerte.
MONÓLOGO DE GONZALO GUERRERO
Ya no advierto la espuma si al besar mi canoa
bifurca mis destinos en el agua,
ni el agua que ha tensado la leyenda
desde esta incertidumbre hasta esos naranjales,
donde rugen los puertos y late Andalucía.
Si hubiese muerto allá sería una piedra anónima,
dispersa en la metáfora del Tajo,
ligada a sus espíritus
como aún me anudo a este dolor
que ha impedido tañer mi novela en dos árboles.
Es mi pecho un laúd que esculpe en la marea
si oye a los difuntos su pregunta:
¿Qué verde interrogante o qué cascada
habríamos trenzado
en una misma huella, circular como el miedo?
Si memorizo,
configuraría un otoño,
donde las máscaras urden sus cadenas
muy lejos de mi sombra,
cuando mueren aquí: las lunas, los jaguares.
VIENDO CAER EL TIEMPO
Viendo caer el tiempo,
la alameda devuelve tus pasos como fin de la imagen,
ahora que la ceniza se dispersa en el río
y sólo tus palabras lo trascienden.
Palabras que se marcan en la niebla.
Se confunden los signos
entre el arco que lanza su verdad
y un hombre eternizado en lo más verde.
No es el mar nuestra casa,
aunque nos sea dada la sal todos los días.
Más pavoroso que esas aguas es pensar en el tiempo,
su círculo que se rompe en tu voz,
y avanzamos por ella
y soñamos algunas claridades.
Viendo caer las tardes al filo de la nada,
intentamos llegar a tu humildad
y borrar para siempre los homenajes mudos.
Tampoco yo he encontrado un signo
para indagar qué somos,
qué dejamos de ser,
qué arboleda beberá nuestra sequía;
ni al cerrar este cofre
en cuya cima se dibuja un mapa
con su trono, su ardiente litoral y su tragedia.
El ocaso se me ahonda en el pecho
y hace lenta la magia
de recordar tu cuerpo enrojeciendo el llano.
Veo caer el tiempo
conque viajan los trenes y es ya nuestra costumbre,
como esperar así por un milagro
mientras nos transfigura la profecía
de ese viento letal,
que nos condena a ver
cómo se adensa en tu nación de vidrio la penumbra.
LA NIÑA ESCAPA EN TRES VENADOS HACIA EL FUEGO
La niña escapa en tres venados hacia el fuego,
no la sueñes junto a esas márgenes celestes.
Tú habías esperado su llovizna,
navegabas ya en los pinos de diciembre
y tropieza de pronto tu vuelo anochecido.
Las distancias enrojecen tus fotos
y arden en ellas mis colores,
como tus ojos vencidos por el viento.
Algunos trazan finísimos juguetes,
nos inventan fábulas de dulces acordeones,
entretejen con sus hierbas el vacío,
y al final huyen a sus jazmines
para no perder tan grises con la derrota del año.
Vendrán otros inviernos,
vendrá otra vez la muerte con su añeja ansiedad
preguntando por nuestras sombras hasta oír:
sufrieron el trapecio
de una provincia enmascarada;
y si no viene,
si se arrepiente al borde de su boina,
nadie enterrará angustiosamente la luna
sobre la hojarasca muerta de diciembre.
NO VINE DE LA GUERRA
No vine de la guerra,
nadie lloró por mí al conjurar los actos
del aciago linaje con que se van los héroes.
No me hice a los océanos
ni volví con un farol a hipnotizar las aves.
Eso no importa.
Toqué la rueca que me concedió el tiempo,
pude hilar sus luces y sus sombras,
sin aprender las claves de la inmortalidad.
Eso tampoco importa.
Hoy no es fácil discernir
en el tapiz donde convergen todas las ceremonias
y no se puede precisar si alguna muchedumbre
sellará sobre el caos la justicia.
¿Qué vamos a decirles
a quienes tocan altares que jamás existieron,
qué vamos a decirles de las grandes hogueras
si no hemos conocido aún su lumbre?
Qué no daría yo por otro reino,
zurcir los precipicios que me ignoran,
recorrer las praderas sin flechas a la espalda
ni misteriosos límites que recorten mis pies.
Qué no daría yo por otra lluvia,
cuyo laurel no sea una elegía,
aunque se borre el puente
y sienta que la antigua leyenda nunca llegará.
Agustín Labrada Aguilera (Holguín, Cuba, 1964) estudió literatura en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona, de Cuba; y ciencias de la comunicación en la Universidad Interamericana para el Desarrollo, de México, país donde reside desde 1992 y en el que se dedica al periodismo.
Es autor de los poemarios La soledad se hizo relámpago (1987, 2013), Viajero del asombro (1991, 1995 y 1997) y La vasta lejanía (2000, 2005); de la antología de poesía amorosa cubana Jugando a juegos prohibidos (1992); y del libro de ensayos Teje sus voces la memoria (2011).
Ha publicado también los libros de periodismo cultural Palabra de la frontera (1995), Más se perdió en la guerra (1999), Un paseo por el Paraíso (2006); Seis caminos (2012) y Ellas están de paso (2013); y el disco Milonga para Isa y otros poemas de Agustín Labrada (2012).
Sus poemas figuran en más de 50 antologías publicadas en el mundo y en los discos Un lugar para la poesía (1986, 2006), Guerra y literatura del siglo XX (2003) y Los ángeles también cantan. Ha ofrecido lecturas en Cuba, México, Nicaragua, Bulgaria, España, Uruguay, Panamá y Francia.