–Tengo que hacer un cuento sobre las Navidades y no me sale–
–No imagino cómo serían mis próximos veinticuatro. Trabajaré multilenguas para llegar a donde quiero. Eso es un don que me dio la Virgen y debo lograrlo. Tengo esta paloma entre mis piernas, sudada y cansada porque no pudo más, ligeramente igual a mí. No me gustan las mascotas pero ella sí, –¡ah Paloma si no fuera por ti!–, todo llegó al mismo tiempo y al mismo lugar. Mis veinticuatros de diciembre: celebración diversa–.
Lula cierra la página de su diario de corteza de papel reciclado. Pasa una mano sobre él y la otra sobre la paloma que descansa entre sus piernas todavía. Lula está sentada sobre el piso que ha terminado de limpiar. Recrea su mirada en la columna del patio desquebrajado y desea cosas que nunca podría obtener si no fuera por su cuerpo. Lula vive sola porque hace mucho tiempo su madre la dejó. Todavía no vive en la ciudad. Tiene miedos y no tendría patio. En el patio hay un árbol de toronjas, adorno con bombillas de agua que bullen. Un recuerdo de su madre. Lula no supo nunca más o nada más de ella. Tampoco recuerda si le preguntó su deseo de irse o quedarse, porque en aquellos días, Lula era muy loca y desobediente (palabras de su madre).
–La prostituta quiere pasar un 24 distinto–, comenta Totó al zapatero; éste clava duro en su suela despegada. No le gusta que blasfemen de Lula.
–Sí ya sé, “La Mujer de la Sociedad de Madera”, pero ¿y el leño partido?–, retoca de nuevo la suela. Tira de su pie, con una acción de haber terminado su trabajo y para no escucharlo más.
–¿No te parece extraño que una mujer como Lula, joven y linda, solo ande con ésos comemierdas que no entiende ni palabra, y además con una paloma cabizbaja que nunca ensaya el vuelo?–, insiste.
–No, ya nada me sorprende, tú tampoco te has quitando los zapatos para clavar las suelas. Presiento un hueco grande en toda la media o una peste a maroma que no la aguanta nadie, pues a la gente como tú es mejor ni quitarle los zapatos. Apuesto a que desde entonces juegas al 24: a la paloma, a la Virgen de las Mercedes, a la música, a la cocina, al hermano, y para colmo, a la mosca, ¡mira que jugar al mismo tiempo a la paloma y a la mosca!–, exclamó el zapatero despidiendo a Totó, un hombre que nunca estaba contento y que no tenía ni mujer ni mascota.
–¿Qué podría contarle a Lula de bueno sobre “La Noche Buena”, aunque nunca hayamos tenido Una?
El zapatero caminó hacia la puerta de la zapatería, tomó un cigarro de atrás de su oreja, lo encendió y empezó a mirar el mundo de la calle Cuba, también su mundo: catorce calles (empezó a mencionarlas, a distinguirlas), la calle más linda, la calle donde otras calles tienen o una lámpara o ningún teléfono, o una acera o casi agua, allí donde el camino se estrecha, de donde sale el mismo día el olor a chicharrón o a pollo frito, depende de lo que vendieron en la tienda por la endemoniada libreta: media libra de algo por persona una vez al mes o de Pascuas (Obbatalá), las besa, piensa en Lula, en él, en todo lo que esperó y nunca llegó a pesar de la religión, se desgasta, piensa en el olor del día.
La gente empieza a trasladar los animales, las siente felices, carismáticas chancleteras, –¿pero cómo es que pueden comprar hoy tanto?, ¿de dónde la gente saca en este país, el dinero?–.
Se revisa los bolsillos, están en blanco, es 24 y sus bolsillos están en blanco, y eso que trabaja todos los días y a toda hora, es mejor ni pensar, pero la sueña, muchas veces sin paloma, con él en los brazos, pero no tiene nada para darle, ella nunca se acostaría con él. A él también se le fue todo el mundo, esposa e hijos, lo dejaron por marchar en La Plaza, tampoco le dieron el chance de hablar –eso, el chance de hablar–. Tiró el cabo al piso, lo apagó, y puso su mano derecha al lado de su boca:
–¡Feliz Navidad!–, gritó un loco que entraba a la zapatería.
–¿Navicuánto?
–Mijo, ¿qué é eso?, ¿comida?
–No abuela, Navidad es lo que se ve en las películas: donde siempre hay frío, y matan a alguien.
(Risas todos después del toque a Obbatalá)
–Mi papá era también zapatero, hacía $1.00 y decía que había hecho la cruz, y se iba a la bodega del Chino a comprar $1.00 de nuez, para toda la familia, y esperar el nacimiento del niño Jesús.
–¿Y ése otro quién es?
Volvieron a reírse, pero del bobo. Siempre hay un bobo.
–¡Un inculto. Él es un inculto!
Pero ellos tampoco creían en nada ni en nadie, todo era pura moda, el esnobismo, a no ser el zapatero.
–Yo no sé si nací después o antes de eso. Las noches nuevas, los años nuevos.
–En mi casa, desde que tengo uso de razón se ha celebrado una sola fiesta de fin de año, pero no recuerdo que fuera Navidad, y ahora todo el mundo comprando arbolitos plásticos y guirnalditas de colores, sin regalos, no sé para qué.
–¡Fantasía muchacho!, ¿tú no tienes fantasía?
–¡Mira!
–A mí lo que más me gusta es el final del arbolito, y el cabello de ángel.
–¡Ave María purísima!, ¿qué cabello de ángel, ni ná?, ¡algodón mijito, el de la farmacia, ¿qué tú crees?
–¿Y tú?
–¿Yo?, no tengo nada que contar sobre las Navidades, y aquí, aquí lo celebramos es el Triunfo de la Revolución–, se paró y se fue.
La zapatería empieza a cerrar. Ya es hora, antes que la gente se acalore.
Lula camina por la Calle Cuba. Se divisa a través de los cristales de la puerta de la zapatería. Ha mirado hacia dentro pero de soslayo, como suelen hacer las prostitutas, digo, las buenas de verdad. Su paloma también ha mirado y al zapatero le sudan las manos. Lleva una lycra de huecos que transparenta esa piel deseable. El prototipo del morbo. Lula ha cortado el árbol de toronja y se pasea con él hasta el final del último tramo. La gente supone que tiene una promesa: –¡un salario, un salario decoroso!–, que le pedirá a todas las vírgenes y santos extraterrestres, –dejaré la buena vida, sí, porque la vida de nosotras no es la mala–.
Va saludando a todo el mundo. Es muy cortés. Va regalando algunas cosas de las que quiere despojarse. Está cayendo la noche.
Hay un poco de algarabía-confusión, la gente no sabe lo que celebra, pero ella sí: sus veinticuatro años, la entrada de la paloma, el día en que su madre la cambió por “La América”. Desde entonces no ha tenido fiestas, ni estaciones del año, solo los cambios del país.
–Lula es muy loca y desobediente–, decía su madre: se iba la luz, catorce horas hoy y catorce mañana, Lula se quedaba a dormir a la intemperie, en ese malecón feliz, y su mamá no sabía encontrarla. Tampoco aparecía en la mañana en la intemperie ni en su casa sin luz y calurosa. Se echaba a perder la comida, su mamá se halaba los pelos y su padrastro dormía borracho. Lula salía, se trepaba en los camiones a cualquier destino, besaba a los camioneros, y traía comida nueva a su casa. Su mamá nunca le preguntó, pero tampoco la besó. Lula taponaba los huecos del techo con las sayuelas finas de su madre, y ella peleó tanto que nunca más volvieron a hablarse. Cuando su mamá se fue, Lula derrumbó el techo y el árbol de toronjas creció muy alto. Eran tiempos duros. Todavía son tiempos duros, pero Lula no tenía más toronjas para hacer los dulces y venderlos. Por eso buscó a cualquiera. Si alguien le deba algo a cambio ya era un sentimiento recíproco que nunca antes tuvo. Por eso nunca sintió pena o asco a nadie ni de nadie. –Solo busco sentimientos–, escribió una vez en su diario de corteza de papel reciclado.
La paloma se escapa. Vuelve de regreso en su camino, como loca, justo adonde la zapatería. Se da un portazo y cae. Lula chifla, pero la paloma no la escucha. Hay música muy alta por doquier. Cubaneo. Lula ve que no responde. Tampoco ella puede caminar. Tiembla en el mismo sitio. Mira también al árbol de toronja que ha perdido hojas durante el camino. Nunca había estado en semejante situación. Sus ojos llegan a una mesa en un interior de una casa a tres puertas de la zapatería. Solo sus ojos pueden caminar. El reflejo de la luz amarilla en el puerco tostado lo hace saber más rico. La gente baila. Es un mundo distinto.
–Divertirse y gasta sin nada–.
–Eso es lo que todo el mundo viene buscando a este lugar, –¿oíste María?, ¡la vida María!–, gritó alguien con alegría.
Allí está el zapatero. En su casa. Donde los amigos hacen la familia. Observa a Lula a una distancia y al otro a la paloma. –Eso, el chance de hablar–. El zapatero toma el cabello del ángel que adorna el árbol de fantasía y las recoge. El contraste nuevo daba lucidez a la fiesta: un toque de bembé.
La paloma empieza a respirar. Lula entra. Se sienta y observa cómo visten los otros y cuánto ofrecen. También dulce de toronja, arroz blanco y frijol amelcocháo.
Lula empieza a escribir sobre el mantel adornado: “La última vez que apagué todas las velas era 24. No sabía dónde estaba, ni con quién”.
Este cuento pertenece al libro Estrategias de una mujer madura (Edition Hispano America, 2005)
Elvira Rodríguez Puerto
(Foto cortesía de la autora)
ELVIRA RODRÍGUEZ PUERTO nació en La Habana, Cuba, 1964. Es poeta, escritora, fotógrafa y realizadora audiovisual. Ha obtenido, entre los más importantes, los premios literarios Pinos Nuevos de Poesía (Cuba, 1997), Premio Calendario de Narrativa (Cuba, 1998) y el Premio Internacional de Poesía Nosside Caribe (Italia, 2000); así como las Becas de creación artística y literaria Villa Waldberta (Feldafing, LH München, 1999 y 2003), Heinrich Böll Haus Langenbroich (Heinrich Böll Stíftung, 2004) y Elsbeth Wolffheim (de la Ciudad de Darmstadt y el Deutsche P.E.N. Club, 2004-2005).
Es fundadora y Jefa Editorial de la Revista Cubana de Hip Hop Movimiento. Es Directora y Productora de cortometrajes y documentales como Annas Claras Lunas, Mimesis, Short Radiography of Hip Hop en Cuba y Paraíso, entre otros. Ha sido seleccionada como Talent Campus en la Berlinale (2003). Entre sus publicaciones destacan: Fragmentos para armar D’Katherine (La Habana, 1997), Deseos Liquidos (La Habana, 1998), La Fuente en la casa del cuento (La Habana, 2002) y Galenas (La Habana, 2003).