Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

«Del amnésico» y «Fronesis»

IGNACIO T. GRANADOS HERRERA

 
Del amnésico
 

No recordaba nada en absoluto, y sólo pudo mirar con estupor a las mujeres que le traían un desayuno; tal fue su sorpresa que ni siquiera atinó a preguntar su Nombre cuando se dio cuenta de que tampoco lo recordaba. no te preocupes, le dijo la mayor, ya nos habían advertido que eso podía pasar; tú, continuó, te llamas Abdel, y eres un príncipe árabe, que vino a París a tratar de curarse de una extraña enfermedad, causada por la maldición de un genio del desierto. Nosotras, dijo la mujer señalándose a sí misma y a una tercera que acababa de entrar, somos tus amables esposas; yo soy la mayor y la primera de todas, y esta es la menor; a mí me heredaste de tu padre, pues soy tu madrasta; en cambio, esta pequeña es tu última y la más joven de tus esposas. No puedes salir a la calle, pues la brusquedad del cambio de ambiente te ha provocado una fobia que sólo se calmará cuando regreses al tranquilo oasis de donde venimos; te repito que no tienes que preocuparte, pues tienes dinero suficiente para cubrir todas tus necesidades y las nuestras; mas debes ocuparte y hacernos un hijo a todas, para que tu nombre no se pierda en el viento, sino que irradie y te complete llegando a los otros puntos de la tierra desde el que salimos.
  Así vivió Adbel, como le habían dicho que se llamaba; por varios meses; no podía decir que se sintiera mal, pues sus esposas lo mimaban, y hasta la más pequeña gustaba de bailar la danza del ombligo antes de la hora del amor; la mayor, en cambio, prefería leerle historias que extraía de un libro, y que a veces variaba con gracia e ingenio; y la del medio era un poco más retraída, aunque no tardaba en rendirse con unas pocas zalamerías y requiebros de su parte. Sólo le molestaba, y no mucho aunque sí con persistencia, aquel vacío, por el que al principio se recluyó en la habitación; y muy poco a poco, puede que por aburrimiento, se atrevió a desandar aquella casa llena de pasillos, salones y escaleras, ante la mirada preocupada de sus esposas. Cada vez que él preguntaba a éstas sobre el pasado, ellas le respondían con historias más fabulosas aún que las del libro de Nazidra, como dijo llamarse la mayor; era claro que las historias eran inventadas, pues más de una vez captó contradicciones flagrantes, que sin embargo pasaba por alto con inteligencia.
  Pero él era inteligente, no estúpido, y decidió buscar por sí mismo las respuestas que obviamente le esquivaban las mujeres; sólo la mayor se dio cuenta, pero también era inteligente, sabía su impotencia ante la corta imaginación de las otras, y que tendría que resignarse con el fin que se acercaba. En efecto, él abrió un día un escritorio que parecía ser de Nazidra, y halló un historial clínico; era cierto que se llamaba Adbel, pero debía ser por algún snobismo de sus padres, porque no era cierto que fuera árabe, ni mucho menos príncipe, sino un ucraniano ilegal en Francia. No esclarecía el legajo de dónde sacaban las mujeres el dinero para la farsa, ni por qué, pues era una historia médica y no un atestado jurídico; lo que sí dejaba claro era su condición de preamnésico, producto de los traumas migratorios y una esquizofrenia incipiente de origen genético, además de que aquellas no eran sus mujeres sino su madre y sus hermanas.

 
 
 
Fronesis
 

La mujer yacía con las piernas abiertas, ofreciendo el sexo, y la cabeza caída tras las alturas ladeadas de sus senos, en la lejanía; el vello púbico, que rodeaba con profusión la entrada latiente y húmeda, olorosa, resultaba un poco o bastante ofensivo; pero él resistió la tentación de cubrirlo con un pañuelo agujereado, comprendiendo la inmediatez del reclamo, que ignoraba la disquisición ontologista: «No, no es sobre la lejanía de su cerebro perdido tras las montañas de sus senos –pensó–; todas las distancias se amontonan aquí, exigen el acercamiento». Decidió jugar, no para posponer el acto sino para acentuar la exigencia, e introdujo las manos en la cavidad, caliente y móvil; después, cubrió con toda su boca el sexo de la mujer, y lo mordió con suavidad, antes de recorrerlo con la lengua, degustando su leve sabor de metal que rezuma sangre. Cuando le introdujo el falo, por pura intuición se detuvo y sólo dejó adentro el glande, moviendo la pieza en una lenta pero firme rotación; y no se equivocó, pues la cabeza emergió tras la distancia de los senos, y las manos de la mujer se abalanzaron a su cintura para obligarlo a la consumación. Él esquivó el engarce sacando el glande, y la mujer, comprendiendo, se calmó, tensa y deseosa; él volvió a la operación anterior, atento a las contracciones de la vagina, que le revelaban el estado de la mujer. Entonces introdujo el pene completamente en la cavidad, hasta el final, y el grito rabioso y placentero de la hembra le confirmó el acierto; pero ahora sí le atraparon la cintura las manos rápidas, y un movimiento frenético de la mujer le hizo perder el control de la situación. Los sobacos de ella olían a sudor –a sol, le habían dicho una vez en el trabajo, y él pensó en la luminiscencia del olor–; la boca buscaba la suya, ávida y temible, pero él se recuperó y extrajo el pene. El pubis de las mujer se revolvía dilatado en extremo y caliente, pero él sólo le introdujo dos dedos; luego volvió a morderlo y penetrarlo un poco con la lengua, más curioso que ardiente, y malévolo, sin dudas.

 
Estos cuentos pertenencen al libro Cuentos obscenos (Ediciones EdItPar, 2012).
 

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Esta entrada fue publicada el 07/09/2014 por en Narrativa.
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