Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Manual para perder el tiempo (Fragmento de novela inédita)

RICARDO JAVIER L. DEVILLE

 
047Goya-Aquelarre

Uno

Regreso a la rutina dispuesto a abandonarlo todo. Habíamos hablado durante toda la noche sobre cuánto dura la vida, filosofando acaso o simplemente hablando. Al menos yo recuerdo haber hablado demasiado, sentados en las sillitas impermeables de la funeraria. Mirándonos como extraños. Y también sin mirarnos. Hacía calor, pero afuera el olor a soledad resultaba insoportable. Por un instante logré conmoverme. Demasiados ojos vacíos alrededor, sin muchas lágrimas. Demasiados ataúdes en un círculo tan estrecho. Tan falto de oxígeno. De vida. Logré conmoverme pero no llorar. Después de que me regalaran La cartuja de Parma de Stendhal decidí vivir en un constante enigma. Sin ilusiones visibles. Y sin llanto. Por mucho que me pare frente al espejo y ensaye la caída de una minúscula lágrima no podría hacerlo. Es un defecto de fábrica, dice abuela, como también que en nuestra familia estamos hechos de cebolla rancia. Alguien se sentó junto a mí. Algún familiar, supuse. Dejándose arrastrar por la nostalgia soltó un jimiqueo.
  ―Deberíamos irnos ―propuso ella.
Saqué un cigarrillo. Por mero vicio, y antes de que pudiera prenderlo hizo un ademán de repetir la misma frase.
  ―Espera. De todos modos no pienso estar aquí mucho tiempo ―espeté.
Pude quedarme y hacer del velorio una fiesta. Sin embargo tuve miedo de que a partir de entonces todas las fiestas se asemejaran a futuros velorios.
  Caminamos abrazados. Amanecía.
  Igual a nuestra primera cita; igual a cuando empezamos a conocernos en aquel mismo lugar después de haber pasado la noche esperando un ómnibus que jamás llegó y ella era una rubia patéticamente platinada que iba a todos los velorios del mundo, pues era preferible pasar una mala noche en la funeraria bebiendo café o fumando y no en el hospital a no ser que en la morgue le dieran un trabajito de veladora nocturna de cadáveres. Éramos muy jóvenes. Cuando aun creíamos en la pureza de la amistad y la pasión. No tan amargos.
  Llegamos al punto cero.
  ―¿Cómo planeas pasar la eternidad? ―dijo.
No es una simple pregunta, siquiera de las que se responde con una simple respuesta.
  ―Solo. Pero conmigo ―contesté.
Los gallos suelen cantar antes del alba.
  Eliminar telarañas ayuda a espantar la tristeza. Hace meses que estoy triste. Desde que partió la Princesa. Ella también se hacía a la tarea de eliminarlas. Casi un oficio.
  Acumular telarañas es acumular sacos de tristeza, decía, y la tristeza es uno de los nombres del diablo. Igual que la desesperanza. Por eso me paso el día prohibiéndoles que hilen su tela bajo el tragaluz donde suelo escribir cada tarde. Prohibiéndoles el paso. Una vez escribí acerca de un personaje que tuvo una invasión de hormigas locas y dibujaba en el suelo montículos con sal para eliminar los asideros. No las soportaba. Y para colmo de males, sin percatarse, acabó viviendo sobre un gran cementerio de acido nítrico.
  Hace una hora vino la Gata a visitarme. Le propuse me guardara varios sacos en su casa pero se negó rotundamente. Según ella tiene un criadero de telarañas ecológicas haciendo telas por doquier, encima de la cama, entre los chips de la PC, la pantalla del televisor, y las mías podrían enfermárselas. Que lo mejor es almacenarlas en grandes depósitos, hacerles espacio para que se desarrollen, digamos, algo así como una gran papelera de reciclaje y cuando lleguen a la extenuación vaciarla inmediatamente. Mas no estoy seguro de poder hacerlo. ¿Qué y si la Princesa las extraña a su regreso? ¿Y si en una de sus extravagancias le da por hacerse una hamaca con su exquisita tela y no las encuentra?
  Sería el fin. El final de mis depresiones. Pero las necesito para continuar viviendo al menos hasta que ella regrese a eliminarlas. Aun puedo esperar.
  Tanta tristeza no puede hacerme demasiado daño.
  Recibo en el móvil tres mensajes de texto con faltas ortográficas. Para ahorrar crédito, aseveran. Paso una hora de perros, descifrándolos. Es fantástico como mengua el lenguaje con la mensajería instantánea. Timbran dos veces. Idénticas. Es una señal urgente del editor y debo contestar. Necesita el libro para el viernes. No está terminado, le digo para variar. Quizás no lo termine nunca. Cuelgo. Desde que recibí el último cheque correspondiente a la Beca de Creación están como santos en apuro. He decidido no escribir la última palabra. No apurarme. El apuro nunca ha sido elegante. Prefiero mecerme en las palabras. Sentir que me acompañan. Que puedo morir de inanición con ellas mientras las tengo entre manos y resista la tentación de acortarlas. Rato después el celular vibra. Una llamada perdida. De larga distancia. Y luego con insistencia pero cuelgan antes de que conteste. Activo el buzón de voz. Dan las once. No consigo dormir ni con pastillas. Con los años el sueño se ha vuelto un enemigo intolerable.
  Recibo una llamada. La voz suena afiebrada. De quien ha bebido lo suficiente. Enseguida salgo disparado como un ladrón que se viste despacio entre la sábana azul de la nocturnidad. Llego a un hotel en ruinas. Adentro un viejo traganíquel rueda las canciones de un disco de acetato. En una esquina de la barra hallo a la Princesa ebria. De gozo aniquilante. El hotel antiguo a mitad de la noche produce un vital espectáculo. Le pido se acabe el trago, que es muy tarde. Pero no escucha. Tararea la letra en inglés de una balada que interpreta Sinead O’Connor. La misma balada que cantara años atrás, voz en cuello, después de rasgar la foto de Juan Pablo II frente a una multitud de fanáticos. Una balada rebelde. Que nos vamos, coño, vocifero. Bebe a sorbos cortos, sin responderme siquiera y haciendo una sutil reverencia al barman se despide de un tropel de borrachos que le chiflan emocionados. Nos alejamos. El taconear de sus zapatos sobre la acera es música de fondo. El taconear y el ruido lejano de los tambores anunciando el diecisiete. Es luna en fase cuarto creciente. Advierto. Y crece tras mi espalda el desamparo. Mi temor a morir con la noche. Mientras escucho la melodía de algún bolero que dice “te espero, mi amor, te espero, porque en las tinieblas vivir…”
  Suena el teléfono. Responderá el buzón, pienso. El llamador se identifica como desconocido. Hay un silencio al otro lado de la línea. El hilo se corta. Se corta. Se… El silencio arde más que las palabras en cárceles de bambú.
  Entro al Café.
  Tengo por costumbre pedir un Express doble. La camarera me saluda amablemente y sonríe. ¿Lo mismo de siempre, Jinete? Asiento. Un grupo de turistas se avecinan. Descifro por gestos y amaneramientos sus comentarios. Al final deciden irse. Al parecer el Café les resulta demasiado estrecho, o demasiado mugriento o demasiado… No sé. Me limito a observarlos. Es un sitio para conversar y organizar los pensamientos. Al menos un rato. La gente entra y sale. Gente que me ha visto entrar y salir y volver a entrar. Gente que supone espero a alguien. Pero hace tiempo no espero a nadie. Desde hace años me invito a transitar la madrugada. A desafiar sus bestias ocultas; a organizar mis pensamientos a pesar del entra y sale de gente que acuden al Café como Sabina, a esa hora maldita en que los bares a punto están de cerrar. Y también a esa hora Darío Grandinetti conversa un cigarrillo tras otro. Aguarda la próxima mujer que alumbre su lado oscuro del corazón. Pero se equivoca. La camarera lo ha visto reiterarse, oprimir el botón en la siguiente escena hasta que llega el amanecer. No hay escapatoria. “Si no sabes volar estás perdiendo el tiempo conmigo”. Repite. Obturo el off. Y al llegar a casa me pierdo entre las sábanas, tan frías. ¿Dónde has estado? Pregunta ella recién salida del círculo de Morfeo, de un abismo interminable. Es una criatura hermosa que sale de la niebla. Me abraza. Pero no sabe volar. Recorro su sexo húmedo preguntando si aún cabe alguien más en su vagina. Desconozco su talento. Mis manos se posan con torpeza sobre su cuerpo y el sexo es un pasadizo inhabitable. ¿Dónde has estado?, reitera mientras adopta una típica mirada de liliputiense. La misma que debió usar Eva para hacer pecar. Me echo sobre el lado derecho.
  ―No sé.
Schumann toca Des abends en la madrugada. Tono de texto.
    De: Princesa poesía 1
    13/3/2011
    04:41 PM
    Esta vez no puedes salvarme.
    Me he quedado completamente a oscuras.
    TK 1000 bsos.
Un hombre que no se atreva al suicidio no es un hombre completo. Parafraseo a Nietzsche. Ella se acomoda para lamer mi glande. Lo viste y desviste, glotona. A veces me dan ganas que se empalague a ver si pierde la costumbre. Dios sabe que soy un tipo amoral. No comulgo credos ni afiliación política alguna. Él lo sabe. Pero también la moral es un asunto de tiempo, eso lo aprendí con Gabriel García Márquez, sentados en un bar americano de esquina. Un bar con tufo a tabaco y manchas de brandy en los asientos. Y de picaros, agregué a su frase. Sonrió dándome palmadas de júbilo en la espalda. Esa tarde discutimos largamente sobre las mujeres y el sexo. Pero Gabriel sabe poco de mujeres y mucho de literatura. No se puede ser un Nobel pensando en un harén de taínas desnudas. Era una afirmación lógica. En cambio le comenté mi obsesión libidinosa de hacerle al amor a cualquier Premio Nobel, aunque sea de ochenta años. Y rió a carcajadas haciéndome una lista encumbrable. Después añadió que las escritoras a los ochenta, después de recibir cualquier premio terminan por saber poco de literatura y de hombres. Al menos desnudos. Sentí pena por la Princesa a quien le han profetizado galardones semejantes. Para agasajarle el ego. O darle una patada. (Ella siempre confunde al ego con su ángel de la guarda). Sentí lástima de lo amargamente triste que estará en su octogenario cumpleaños. Sin vestido y sin amor.
  ―¿Conoce usted Gabo a la Princesa? ―indagué.
  ―¿A quién, quién? ―dijo contrariado ―No, que va. No la conozco.
Mi pena es doblemente pena. Una princesa desconocida en los mares de Internet con titulo de falso linaje. Sin remo ni timonel. ¡Pobre Princesa! ¿Pobre Princesa? Pobre…
  Luego San Gabriel recibió una llamada de la UNICEF que parecía enviada del cielo. Tan clarita. Como si la red telefónica estuviera conectada a la red satelital del mismísimo creador. Supuse que un Nobel adquiere ciertos beneficios. La conversación duró varios minutos. Rato después se excusó e hizo una llamada por cobrar a Colombia, le escuché decir. Estuvo indagando sobre el precio de la droga y las disímiles formas que existían para comercializarla en las islas del Caribe. Quedé estupefacto. ¿Quién lo habría imaginado? San Gabriel convertido en un naco internacional. Un Nobel en la red diabólica. Narcotraficante y adicto a cuanta hierba crece en esa tierra adicta a la sobredosis. No cabía en mi asombro. Colgó. Me interrogó acerca de si sabía algo al respecto, y yo a que va, si lo único que alucina en la cueva de mis vecinos Los Cubanos es el té hecho de clarín. Y volvió a sonreír ¿Quién me iba a decir a mí, escritor en ciernes, que andaría a mis veintiocho involucrado en asuntos tibios de cocaína? Ni aunque me aseguraran el Nobel con antelación, o algo tan modesto como un premio Cervantes con avión y el Rey Juan Carlos I incluido.
  Discurrimos más o menos en cuestiones enraizadas. En ocasiones, solo en reiteradas ocasiones la conversación adoptaba giros insospechados. Hasta que me atreví a indagar acerca de la papa precocida, que mal dije, perdón, una grandísima papa caliente a punto de quemarnos en su ebullición. De mano en mano, para ver quién se queda con ella cuando apague la sirena del carrito de policía; y yo rezándole con fe ciega a San Gabriel alias la mula para que me sacara de tamaño enredo. Si no lo hice fue por discreción. Tuve suerte, pues antes que nada sucediera soltó la carcajada, que coño mula ni mula, hombre, estoy recolectando datos primarios para mi próxima novela; y ya había sido, por sacarme de apuros, lo bastante descuidado en adelantarme la trama y el escenario donde se desarrollaría. Ocultar pormenores de una obra en ciernes es nefasto para el curso posterior de la misma. Debería saberlo, sugirió. En eso recae el éxito de un aspirante al Nobel.
  Lo sé por oficio. Pero qué carajo se puede agregar del oficio frente a San Gabriel en persona; el Gabo ―naco de la gran Colombia , qué decir de los cincuenta años que a mi juicio le sobran a su famosa novela, yo que si no he vivido cien años en soledad al menos, me deben faltar bien pocos. Gabriel absorto en un mar de leva me preguntó si acaso conocía un buen odontólogo. Afirmé, cerca de aquí vive uno, el mejor de la calle Olimpia, no hay dudas. Me lo recomendó mi amiga la Gata.
  Tuve oportunidad de preguntarle si le dolía una muela, pero callé. Alguien me comentó que él andaba buscando desde hacía tiempo una enfermedad genial de la cual pudiera morirse. Ninguna patología vulgar, me advirtieron. Sino algo de lo cual pueda morir con garbo. Cosa de Nobel. Para quien quiere morir con elegancia un catarro común basta, versifiqué.
  A la Princesa le habría encantado conocerlo, enredarlo en su cabuya, darle vueltas como un trompo, hasta bailar en su casa y obsequiarle todos sus libros autografiados, abrumarlo con sus larguísimos poemas en donde habla reiteradamente de cómo caen los tréboles de cinco puntas sobre los grandes ventanales de invierno de la era victoriana, convencida de que en el gremio de los Nobel hay que hablar y escribir con un lenguaje especial. Babélicamente inentendible. Aunque él tuviera que subir y bajar del cielo para descifrarlos. Para ella recibir el Nobel es sinónimo de nobleza. La garantía de que su obra será inicio y parte de la historia. Pobre Princesa in ―Nobelcida, pienso. San Gabriel me confiesa sentir predilección por los tumores, las neoplasias de naturaleza B o M, las biopsias por ponchaje y demás. Todo un experto. Desde que le otorgaran el galardón supo que lo único que le restaba era morirse. Definitivamente. ¿Qué más podría esperar? La Princesa en su lugar se habría comprado el desierto de Thar, las islas Turcas o el mismo lago Taimir. Al Gabo también le hubiera hecho gracia conocerla.
  Esa noche bebimos hasta saciarnos. Prometí llevarlo a casa del dentista para que lo examinara en la mañana. Pagó la cuenta entusiasmado con la idea de que el especialista le descubriera algún indicio de enfermedad letal. Subió a un auto.
  Cuento: uno, dos y tres. Empiezo a deprimirme. Dos enamorados cruzan abrazados la calzada. Los observo hasta que se adentran en la nocturnidad inmensa.
  No soy un hombre completo. Apenas nada.
  Enzo: Esta es la carta que nunca recibiste. Que no te di. Tampoco fue que la pidieras. Sería absurdo pensarlo. Nunca pediste nada a cambio de nada. Ni una carta. Mientras yo te escribía a diario tantas cosas para evitar decirlas. Solo espero que el frío no te haya congelado los recuerdos; ni el alma, que es lo único que debemos salvar. Parecería extraño pero no consigo transcribir con exactitud la carta que nunca recibiste. Esta no es la misma, ni cuanto va escrita en ella los mismos pensamientos. ¿Ves cuánto cuestan las palabras dichas a destiempo? Estas te irán llegando con lentitud. Prometo enviarlas dentro de un sobre de papel. Muy a la antigua. Tengo el correo descompuesto. O peor aún, quiero creer que aun lo tengo. Resulta que estoy desempleado y corro el riesgo de que a estas alturas me lo hayan quitado. Sin derecho a renovarlo. Es que están haciendo innovaciones para que la comunicación digital les llegue a todos en un cuarto de siglo, hasta por el Comité. Es solo cuestión de tiempo. Pero tú no entiendes de esas cosas. Y si te lo explican mucho menos. Yo escribo.
  Truman.
  Disfruto mientras cago. Abro el periódico en las páginas centrales y leo el artículo referido a la guerra civil en Libia, la catástrofe nuclear del Japón, la economía que crece de año en año, el Nobel de la Paz “políticamente regalado”, la hegemonía capitalista de consumo. El derecho ciudadano a pertenecer a un partido de izquierda o derecha. La mancha negra en el Golfo.
  Durante horas me dedico a marcar con tinta roja los símbolos impresos detrás de cada noticia. E intento divertirme. Hasta que un moscardón viene a hacerme compañía en la noble tarea que resulta defecar. Lo observo mientras limpia sus patas trasera en las Nacionales, dispuesto a interponerse entre mis heces y yo. En algún periódico leí que los chinos habían inventado inodoros ecológicos usando como materia prima una base de aserrín. Una verdadera maravilla tecno ―ecológica en medio de este mundo de mierda. Aspiro algún día defecar en uno de esos traga excretas sorprendentes. A leer el periódico como cualquiera, libre de moscardones y mentiras tan planas. A echar aserrín sobre la mierda después de limpiarme el culo con las noticias. A ser un hombre extrañamente feliz. Mientras tanto me aseguro de tener a mano contradicciones periodísticas. Le tengo prohibido a la Princesa acercarse mientras utilizo el inodoro. Y por si acaso se le olvida puse un letrero a la entrada que reza: “Sea feliz. Fabrique su propio reino de mierda”.
  Analizo el horóscopo. Del 29 de agosto al 27 de septiembre. Según asevera soy hijo de Thot. Patrono de la sabiduría y señor de las leyes y textos sagrados y se le representaba como un ibis.
  Puro e inmaculado. Ningún mal podía salpicarle. Pareciera tan encima de todo y todos que suele sufrir un shock cuando cualquier humilde mortal se decide a mostrarse atraído por él.
  Consejo: Ten cuidado y no te dediques a espantar a todo el que se te acerca o acabaras quedándote más solo que la luna.
  Soy escéptico. No confío en los horóscopos. Ni las predicciones, acertijos o cualquier arte adivinatorio. Ni aunque me lo envíe por correo postal el mismísimo Albus Dumbledore en persona. No creo. Como tampoco creí la profecía de los noventa. Se me hace relativamente difícil. Eso se lo debo en parte a la Princesa. Desde que partió ando así, desconfiado, hecho un despojo. Como si me hubieran echado las siete plagas de Egipto. O el número siete setenta y siete veces siete.
  Me preparo para el viaje. Según la Princesa necesitaré muchas cosas. Hace la lista de lo que no puedo olvidar.
    1. Todos mis libros. Incluido “este”.
    2. Las 72 cartas del Tarot
    3. La guía sexual del siglo XXI
    4. La carta de amor a Tut Ankh Amón.
    5. La nueva versión del Kamasutra.
    6. La Biblia negra.
    7. Una foto de José Martí.
    8. La llave de Mándala.
    9. Su crucifijo de Tasmania.
Las coloca en una bolsa de plástico herméticamente cerrada. Si llega el diluvio puede ser que se salven, asegura. Quién sabe y hasta eres el único sobreviviente.
  Pero no quiero salvarme. Cuando se cumpla la profecía estaré rodeado de cosas inservibles. Cosas insignificantes.
  Intento explicarle que estoy preparando un viaje desde los veinte y un años. Igual que Dalí, siempre hacia adentro. En cambio la Princesa es materialista dialéctica y no soporta la inercia. Estar demasiado tiempo en un mismo sitio la deprime. Si tú eres Salvador Dalí yo debo ser la terrible Gala. Y asume pretenciosa su papel mientras anulo el listado que ella insiste en encabezar con un listón beige que anuncia “Objetos imprescindibles”.
  Si algo la enfurece es que ignoren sus ideas, que continúe preparando mi viaje interiorista, asevera con una voz imponente como si se hubiera tragado un cetro real. Luego aprovecha mi filosófico análisis para ir a visitar a un vecino cosmonauta que acabó de aterrizar de la Luna. Todo lo referente a astrología la emociona. Temo quiera una visa para hacer un viaje al Sol y regrese insolada, estoy casi al decírselo cuando la observo cruzar la calle.
  Permanece madrugadas completas aguardando el nacimiento de una nueva estrella o el recorrido de alguna supernova; algún síntoma que indique la llegada del fin del mundo. Aunque no lo diga también está preparando un viaje. En ocasiones toma su equipaje de mano y se dirige al Banco de Crédito más cercano a observar imágenes manipuladas de sitios digitales. Y así transita las calles del Beirut en busca de construcciones arqueológicas; recorre visualmente Paris, descalza con los aguaceros de octubre o visita en Montparnasse la tumba olvidada de algún poeta cubano muerto en el exilio y en donde suele dejar algún ejemplar de sus insufribles poemarios. Entonces se imagina escribiendo versos a través de la misma ventana victoriana del siglo diecisiete. Después regresa a casa desmadejada; harta de recorrer la geografía imaginaria y con historias de venta para los incrédulos. Revistas de la National Geographic, cenizas del Etna, herraduras de camellos olvidadas en El Cairo, el collar que le regalara Muhamud Al Fayad durante la coronación de herejes de la secta de Mahoma, la roca de Sacsayhuaman en el Cuzco, e incluso artesanía vernácula del monasterio de Grachaniza. Me mira con ojos de quien sabe más que nadie del peligro que alguien corre cuando se violan las fronteras del Cyber Chat. Después agrega con acento electroacústico que no se siente extranjera en ningún lugar. Ni en la Cyber comunidad de Internet. Y confiesa tener muchísimos amantes electrónicos. Con muchos cables sueltos en la cabeza, de esos que se conectan a un MODEM y leen libros en formato digital o recorren ciudades que sólo aparecen en las calles de la era tecnológica, y como tienen dirección común es imposible perderse. Basta con un click en el mundo de Encarta para que termine olvidándolo todo.
  ―Mañana parto hacia Uqbar; Tlon y Orbis Tertius. Al regreso te comento mis impresiones.
Se coloca un par de audífonos y prende el MODEM, sin despedirse. Debe ser un viaje larguísimo, supongo, pues lleva consigo la Gran Enciclopedia Británica para no omitir algún detalle significativo.
  Eso fue hace nueve meses y aun no ha regresado. Ayer recibí un correo suyo que conservo en la bandeja de entrada. Al parecer anda tras la ruta de Dulce María Loynaz por los países del sur de América acompañada del famoso Bill Gates. La Princesa suele venderse al mejor postor. Y al peor también.
  Es hábil en manipular el ego de los desconocidos. A mí no podría engañarme.
  Apago el computador. Después transcribo la lista definitiva de objetos que habré de necesitar durante mi viaje:
  ―Un pañuelo blanco.
  ―Un barco de papel.
  ―Agua de río manso.
  ―Un gato negro.
  ―Mi corazón verde tatuado.
Hace unos días vino a visitarme una amiga suya de Ciego de Ávila. Una temba con el pelo pintado a dos tonos ―blanco y rojo― y el cuerpo lleno de tatuajes. Una guika. Precisamente venía a preguntar por ella. A decirme que eran íntimas y hasta se habían ido juntas a un Aquelarre en Sancti Spíritus, en donde fueron timadas por enésima ocasión, ya que el festín de brujas quedó suspendido, sin previo aviso, por ciertas fuerzas oscuras que alguien anunció llegaría del Oriente del país a manos de una aprendiz de bruja, enemiga de ambas, que pretendía hacer volar las calabazas y de ser preciso hasta la cabeza de su enemiga acérrima la Princesa, rociándole polvos, según dijo traídos del Sahara. Y por semejante motivo resplandecería un sol terrible durante cuarenta días con sus noches en la ciudad de los espíritus que las cegaría a todas. Sin dudas un juego sucio contra ellas, pobres brujas en desgracia a las cuales no les quedó alternativa salvo cumplir la penitencia que en esos casos se impone a brujas en contingencia, y que consistía en recoger un calabazar de cuatrocientas hectáreas, despojando al fruto de su pulpa y luego impregnarle ojos y boca para la ocasión, de modo que quedaran listos para el sucesivo evento.
  Otra impostora, me dije. Pero ahí no terminó todo, gritó desaforada, después que completamos la tarea sin gota de magia, se dio la noticia de que todo lo referente a la tempestad de sol no había sido más que un mal augurio y de súbito comenzaron a llegar las invitadas. De todas latitudes y puntos imprecisos de la isla: Remedios, Cruces, Ullao, …hasta un largo etcétera. Con escobas barredoras y voladoras de última generación, vestidos de muertos traídos de la boutique “Inframundo” y un olor a Chanel Mortaja No. 69 que daba golpe. ¡Qué vergüenza!, recordó. Imagínate. Y nosotras de infelices con cara de aparecidas. Era el fin. Hasta que empezó el gran baile y nos dieron por ignoradas. Mientras continuó llegando un tropel de invitados. Las brujas de la farándula literaria con sus esposos maguísimos, y algún que otro iniciado en el curso irregular nocturno ―sólo para “entendidos”―; y uno por uno pasaba a nuestro lado haciéndonos una total irreverencia. Con legítima crueldad hacia nosotras, brujas desdeñadas. Las suplantadas. Tan poca cosa. Pudimos usar cualquier ocultismo en su contra, bloquearles su ego interior, revertirles su equilibrio espiritual, hacerles un nudo a la pata del diablo, jugar a desmentirles sus fuerzas progresivas. Pero fallamos cual novicias, sin credenciales ni una mísera varita mágica para librarnos de toda aquella chusma pues, olvidadizas, dejamos nuestro mejor recurso en el campo de calabazas.
  Entonces cual salida de una hoja de parra aparecieron, ceremoniosamente esbeltas, cuatro brujas disímiles y altaneras que pertenecían al grupo de “Las Concursantes”. Muy juntas la una de las otras. Como las perras del hortelano.
  ―¿Y ustedes también escriben versos? ―investigó la primera con cara de colador y pocos amigos, que se hacía llamar Fulana.
  ―¿Libre o con rima? ―indagó la segunda, de rizos cortos y que se creía la gran Cosa Nostra de la farándula literaria, alargando su tarjeta donde se leía en cursiva: Zutana.
  ―¿Ganan premios literarios, envían textos a la Gaceta? ―quiso saber nuevamente Fulana.
  ―Ugh. Ugh. ¿Con sistema de lema o seudónimo? ―preguntó una con aliento a cerveza fermentada y a la que después llamaríamos Esperenceja. Por mera diversión.
  ―¿Son éditas o inéditas? ―interrumpió Zutana II cara de leche cortada con moscas.
  ―¿Han publicado en el extranjero? ―insistió la Fulana.
Era el colmo. Casi estaba al borde de un ataque de nervios. Hasta que habló la cuarta concursante.
  ―Perdonadlas amigas, mi nombre es Mengana y escribo cartas de amor. Soy única en nuestro mundillo, tan imprescindible y necesaria como la que más. Una verdadera rareza en nuestras antologías. ―aseguró.
Aquello era lo suficiente castaño oscuro. Así que decidí tomar la escoba por las cerdas y echar manos al caldero de Satán.
  ―Pues para que se enteren. Nosotras no escribimos ni una pendeja letra de molde. ―aseveré yo.
  ―Es una lástima. Las cartas de amor son muy bien pagadas aquí y acullá, si quieren les escribo una. A peso convertible o su equivalente en moneda nacional la cuartilla. En cuc o no ―cuc― sedujo en pose contemplativa la escritorcilla etérea.
  ―Mira chica gótica ―habló la Princesa― a nosotras no nos interesa saber qué cosa es el amor por encargo, ni cómo se escribe, ni los premios de mierda ni nada. Nosotras somos brujas auténticas, de las pocas que quedan, a ver si te enteras de una vez, tipas voladísimas, de tres pares de cojones, de las que les da lo mismo Gandalf el Blanco que Harry Potter ¿oíste? Así que nosotras que nos queremos tanto debemos separarnos, no me preguntes más…
Y no pudo terminar la tonadilla.
  Fue en ese instante que hizo su entrada la Bruja del Sahara. Cabizbaja como era su costumbre y con el entrecejo fruncido, cavilando quién sabe cuántas ansias en contra nuestra. Pero lo cierto es que conjuro avisado no hechiza a eclipsados. Y nosotras ni gordas ni perezosas, empleamos todo el poder de nuestra mente en transformar la energía dispersa dentro del salón en blanco de utilidad. Y mientras la maléfica hacía gala de sus múltiples artificios, impresionando a los presentes con sus dotes de dicción y sintaxis, gramática española, perfeccionismo y conocimientos acerca de la magia del caos, pretendiendo ponernos calabazas en lugar de cabezas, sucedió lo imposible de acontecer. La Princesa recordó que había traído consigo una vieja receta consistente en cierto conjuro de runas; y echando mano a sus conocimientos aprendidos del grimorio de Lovecraft intentó desacreditar a la enjuta Bruja del Sahara recitando uno de sus larguísimos textos alquímicos en donde el sujeto lírico, preso del más atroz surrealismo asegura ser el portador de la piedra filosofal. Pudo decirse que radiaba la Princesa en su hidalguía, que nunca hubo poeta más genial en describir el oficio con tanto virtuosismo y destreza, que hasta el mismísimo Rubén Darío quedaría impresionado si escuchara cuan efectista era el conjuro de su musa. ¡Todo un derroche de talento! Tanto que solamente un poderoso conjuro como el suyo hubiera sido suficiente para encanecer, de golpe, a la bruja del Sahara. Sin embargo nada se dijo, ni antes ni luego, pues mientras la paracelsa musa agasajada en su ego continuaba leyendo su interminable poema, su tenaz rival aprovechando un inexplicable y sutil descuido, decidió usar los recursos mejor guardados en su contra soplándole una dosis de polvos psicodélicos que la dejó en trance frente a los convidados. De modo que salimos de allí con la escoba entre las piernas, siendo el hazmerreír de “Las Concursantes” que se llevaron el gran premio de la noche consistente en el último y más codiciado artefacto de la ingeniería sobrenatural: un consolador hecho con piel de Baco que dotaba de un inusitado poder al que lo portara y el cual iría pasando de año en año, por extensión, a manos de hechiceras y hechiceros del Sindicato que fueran invitados al festín. De más está decir que el cohorte de brujas decidió nombrar a la maléfica del Sahara personalidad de culto con silla incluida dentro del Consejo Privado de Reunión y Rituales Especiales, así como también le ofrendaron un viaje a las montañas de Anaga. Reconocimientos que anhelaba la Princesa. De modo que tuvo que conformarse con permanecer al margen durante un tiempo pertinente y evaluar nuevas posibilidades para derrocar a su contraria. O darle un genuino golpe de estado. Luego la bruja ―amiga― impostora se despidió y terminó marchándose. Había monologado mucho. Sin dejarme explicar absolutamente nada de la desaparición de la Princesa. Presumo que ambas terminarán encontrándose algún día. De espaldas al mundo.
  Vuelvo a examinar la lista. Tacho los objetos prescindibles. Llego a la conclusión que un viaje tan largo no requiere administrar objetos.
  Suelo deprimirme con facilidad. Instantáneamente. Como una ostra. Por cualquier cosa. Y justo en esos días deseo no despertar. Nunca más. Tampoco es que quiera morirme. Sin embargo de cinco a siete, casi al amanecer, tengo sueños extraños. Algunos hablan de la muerte con una naturalidad espantable. Pero solo a veces. Resulta que voy por un camino y de pronto en un punto definido comienzo a flotar y a flotar como en una especie de levitación bíblica. Y mis pies se separan de la tierra con premura. Cada vez más alto. Y no siento nada. Absolutamente nada. Hasta que desciendo de un momento a otro y en derredor todo cambia. Permanezco en medio de un paisaje sombrío. Fantasmagórico. A lo lejos observo una carretera que se bifurca y al centro un cartel lumínico indicándome que estoy a la misma distancia de la Vida y de la Muerte. Luego veo una flecha que indica: 100 kilómetros. Avance.
  No consigo decidirme y es justo ahí cuando despierto.
  Me preparo como siempre un coctel de pastillas que después ayudo a ingerir con una taza de café hirviente, mientras Sinead O’Connor llena la habitación con su voz tristísima y un grito de loba desgarrador que a ratos me asusta. Más tarde enfrento la pantalla en blanco de la computadora y me hago a esbozar una historia sin finales asombrosos; pero que hablan de mis miedos y mis problemas para relacionarme, incluso con las personas que más quiero. O con aquellas a quienes debo parecerles recién salido del último film de Woody Allen. O un blanquito demasiado paliducho para mezclarse entre la gente sofisticadamente amoral y con acentuados rasgos de subnormalidad sindrómica. En fin. Padezco de una fobia corrosiva hacia los extraños que encuentro en la guagua, hospitales, parques, hoteles, tiendas, iglesias, mercados, plazas. Gentes que me intercepta a diario y calan con su pregunta común: ¿Qué estás escribiendo? Mientras dirijo la mirada a cualquier punto y sin muchos preámbulos especifico: acerca del fin del mundo, el inicio de una nueva secta religiosa o en qué museo exhiben los escombros del muro de Berlín. Y se alejan complacidos, mirándome con caras de quien maneja mucha información y por ello no tiene tiempo suficiente para deprimirse.
  Y quedo allí, solitario, aguardando hallar entre la multitud una vida que vivir.

 

RICARDO JAVIER L. DEVILLE. Guantánamo (1984). Doctor en Estomatología. Narrador y poeta. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio J. Cardoso. Obtiene premio en el concurso “Cuento Guantánamo” en los años 2004 y 2005 respectivamente, así como Mención y premios en Encuentros Municipales y Provinciales de Talleres literarios. Publicaciones suyas aparecen antologías nacionales e internacionales. Ha colaborado con revistas extranjeras como “Embajador” de Canadá, así también como en reseñas de libros nacionales. Fue galardonado con el premio Regino E. Boti 2007 en el género de cuento. Tiene publicado los libros Ana y las visitaciones (Premio Regino E. Boti 2007. Narrativa, Editorial El mar y la montaña, 2008), Las novias de Safo (Mención Alcorta 2007. Poesía, Editorial El mar y la montaña, 2011) y País de nadie (Narrativa, Editorial El mar y la montaña, 2013).

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Esta entrada fue publicada el 07/09/2014 por en Narrativa.
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