Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Fragmento de la novela inédita «Comida»

ERNESTO PEREZ CHANG

 
Capítulo I. Íntimos, aunque jamás fieles
 

I

Tiene hambre y me pregunta por un campo de arroz. Entonces le sugiero que, de no encontrarlo, piense en cada espiga y en cada grano como en una palabra. Una que ha sido repetida hasta el cansancio por alguien que también ha sentido hambre, como nosotros. A veces las palabras salen de nuestras bocas o las escribimos en el papel y parece que no sucederá nada, que pasará el tiempo y ellas quedarán en el pasado, pero el mundo está hecho de palabras, y ellas retornarán tal vez en forma de aire, tal vez transformadas en cuerpo, aunque sea bajo la apariencia de un fantasma.

II

Hace algunos años, una noche de diciembre, recibí una llamada de Jap pidiéndome que fuera de inmediato a su casa. Tenía la voz ronca como de haber llorado una semana. Él podía llorar durante varios días, sobre todo si le faltaba el dinero o cuando no se le ocurría algo sobre qué escribir para ganarlo, es decir, lloraba todo el tiempo, tanto que Antígono el Viejo comenzó a llamarlo «Gemebunda».
  A Jap le gustaba ese mote, lo adoraba, más que el otro de «San Jorge». Incluso, cuando solo le decíamos San Jorge nos reclamaba —llorando, por supuesto— que le dijéramos Gemebunda pero eso era muy fuerte. Más cuando sollozaba por la muerte de uno de sus perros o por la pérdida de un amante, lo cual sucedía con frecuencia, entonces, delante de él, usábamos un término mediador: San Jorge. Lo había ganado durante su tempestuosa relación con el Dragón, un tipo flaco y feo cuyo mejor atributo era el irresistible mal aliento. Fue el único sujeto que logró tolerar sin quejas, más bien entre estertores de placer, la extraña e indescriptible verga de Jap.
  Muchos habían hecho el intento alguna vez, incluidos Antígono el Viejo, la mujer de este y algunos allegados, por la osadía de implantar una especie de marca olímpica pero solo el Dragón, tan enjuto y deslucido, había logrado vencerlos. No obstante, lo ocurrido en el pasado a veces no cuenta, y años después teníamos todos una relación muy parecida a la amistad, sin que llegara a serlo, y nadie hablaba de los fracasos, ni de los amatorios ni de los literarios, porque en Gemebunda comenzaron a aparecer y a acentuarse otros raros desencantos, consecuencias del colesterol en exceso, el hambre sistemática, las malas noches y su dudoso entendimiento.
  En fin, éramos íntimos, aunque jamás fieles y por eso, en medio de una de sus crisis de llanto, agarró el teléfono y marcó mi número a la medianoche. Por curiosidad lo atendí. No solía hacerlo después de las once, que era el momento en que me disponía a comer mientras veía la telenovela de turno solo porque en ella actuaba Pepe Sanjinés, un sujeto de una belleza despampanante que, de cierta forma, influía benéficamente en mi digestión.
  Había visto en el identificador del teléfono que la llamada provenía de casa de Jap y porque supuse que era una buena noticia —la muerte de Antígono el Viejo o el asesinato de alguien conocido o el del propio Jap que marcaba mi número en plena agonía— descolgué y pregunté «quién es», con voz suave como de quien no sabe o no espera con ansiedad algo convencionalmente aterrador. Del otro lado, en efecto, era Gemebunda. Un suspiro profundo entre ruidos de mocos succionados, unidos a un «ay» de lamentación me lo confirmaban. Tal vez deseaba anunciar otra de sus desgracias. Para que terminara pronto y me dejara ver la telenovela, antes de que comenzara a hablar le inquirí: «¿Cuál de ellos?», y con ese «cuál» englobaba de modo indistinto a un perro con moquillo como a un amante en fuga.
  La respuesta de Jap me desconcertó: «He matado a Pequeño Christ y me lo voy a comer».

III

Después vinieron otras palabras que no alcancé a comprender, un poco por el ruido quejumbroso y el hipeo pero más por el desconcierto que me había provocado la noticia. Una semana antes habíamos hablado del asunto. Jap y Antígono el Viejo debían viajar a la ciudad de Las Matanzas. Asistirían a un coloquio sobre la obra centenaria de uno de esos escritores que solían adorar quizás para crear una costumbre. Tenían la esperanza de que alguien alguna vez, cien o doscientos años después de sus muertes, dijera ¡ah, fulano existió! y les llevara flores a la tumba, lo cual es válido como ejercicio de subsistencia a toda costa. A ese mismo ejercicio se debía la invitación que le extendieron a Pequeño Christ, un muchachito lánguido, recién graduado de Filología, que había sido convencido, mediante un fárrago de promesas, de escribir una tesina de licenciatura sobre una novelita escrita por Jap diez años atrás.
  La novela en verdad había sido un éxito pero solo allá bien lejos, en las selvas de Malasia, en las aldeas del interior del país, donde el libro había llegado literalmente por accidente.
  Una noche borrascosa, mientras la avioneta donde viajaba Antígono el Viejo sobrevolaba Sarawak rumbo a Indonesia, sobrevino una crisis debido al impacto de un rayo. La aeronave comenzó a perder altura y el piloto les pidió a los pasajeros que se deshicieran de todo lo que supusiera un lastre para ellos. Antígono el Viejo, sin pensarlo mucho, arrojó la novela voluminosa que Gemebunda le había dado a leer con la esperanza de que le encontrara editor aunque fuera en lo más profundo de la Fosa de las Marianas porque en ningún otro lugar había tenido suerte. El viejo, a pesar de verse en peligro de muerte inminente, había visto en la acción de lanzar el mamotreto un último instante de regocijo enorme. Moriría calcinado o devorado por las fieras de Sarawak pero feliz al pensar en cómo los papeles de Gemebunda se deshacían en la humedad de la selva, en la soledad de la Malasia profunda y que no sería leída por nadie, ni siquiera por un celenterado de los abismos.
  Dos horas más tarde la avioneta logró aterrizar en su destino y Antígono el Viejo fue un poco más feliz porque tendría algo más de vida para ver la cara de Gemebunda cuando le contara que la novela se había perdido en la selva y que tal vez con un poco de suerte contaría con el mismísimo Sandokan entre sus primeros lectores.
  Esto último lo hacía reír a carcajadas, de modo que en todas las fotos que le tomaron en Indonesia, Antígono el Viejo aparentaba ser un escritor feliz, o «un escritor obstinadamente necio», como me escribiera Jap en un e-mail de aquel tiempo. «Es un escritor necio feliz», le contesté para congraciarme con él, a quien apenas comenzaba a conocer. De vuelta recibí otro correo: «Parece como si se hubiese comido a alguien importante o que está a punto de hacerlo… Ojalá se lo coman a él para que descanse en la paz de un retrete de Sumatra».
  Cuando aquello, aún no era consciente de haberme comido alguna vez a una persona. Entendí aquellas letras como una metáfora y no tenía por qué asumir como real la suposición canibalesca de Gemebunda. Había aprendido, tal vez en Voltaire o en Lacan o en Roger Caillois, ahora no recuerdo, aquello del escritor como caníbal, capaz de engullir a otros de generaciones pasadas o por venir. Del escritor que robaba ideas y textos de otros pero siempre lo pensé como un concepto esencialmente metafórico que para nada suponía la verdadera antropofagia. De modo que en ese momento, casi al inicio de conocernos, la especulación de Jap sobre la alegría del viejo en las imágenes de Indonesia la tomé como una broma. Pero aquella otra noche en que me llamó para decirme que se comería a Pequeño Christ, hacía tiempo que ya la había asimilado y sabía que no se trataba de una alegoría sino de un suceso efectivo que practicábamos con regularidad.
  No por el hecho sino por el sujeto comido, sentí algo de espanto. Como dije, una semana antes Pequeño Christ había acompañado a Jap y a Antígono el Viejo a un coloquio literario en la ciudad de Las Matanzas. Lo llevaban, además de por otras cosas, para exhibir la capacidad de renovar el séquito de aduladores ante sujetos en extremo lisonjeados como esos magnates literarios del rango de la Superiora de Escritores, una antropófaga famélica a la que todos llamaban Mamanosabe porque jamás confesaba su apetito por la carne. En los banquetes de la Unidad Escritural Nacional o en los del Gran Palacio de nuestra República de Canabalia se limitaba a beber sorbos de sangre y a chupar pelos solo porque había prometido a su madre, en lecho de muerte, que jamás mordería a un semejante.
  Antes de marcharse a Las Matanzas yo les había confesado que me gustaba ese muchachito. Aunque lánguido y algo velludo, me recordaba —tal vez por la barba o por la voz grave— a Pepe Sanjinés, el de las telenovelas. Ellos hicieron bromas toda la noche. Hasta llamaron a Christ a mis espaldas para darle cuenta de mis sentimientos por él y, de paso, ponerlo en mi contra. Esa infidelidad no me importaba, sobre todo porque días antes le había confesado mi deseo al propio Christ.
  Sin que Jap y el viejo lo supieran, habíamos tenido sexo en la propia casa del viejo (pero en ausencia de él), mientras la esposa nos preparaba, y tal vez envenenaba con cianuro, un café en la cocina. No había sido nada trascendental el instante pero el muchachito terminó por arrebatarme y aunque sentía ganas de morderlo y tragármelo de un bocado, preferí abstenerme como en una especie de prueba de fe. Quizás y hasta algún día escribiera una tesis sobre alguno de mis libros. ¡Si lo hizo sobre la novela malaya de Gemebunda! ¡Por dios…!
  Aquella vez les pedí que no se comieran a Christ, que le perdonaran la vida por un tiempo. Los dos me respondieron casi en un coro desafinado que jamás habían pensado en eso, que al principio, cuando el muchacho los visitó con el fin de escribir su tesis, les hubiera gustado pero después descubrieron que les sería útil en sus maniobras de perpetuidad. Lo alistaban como albacea, dijeron con una risilla sarcástica y se miraron en complicidad. En verdad se reían de saber que yo sentía algo por el muchacho, y eso les parecía ridículo. No tenía por qué desconfiar.
  La testarudez de nosotros por perpetuarnos a toda costa, en ciertas temporadas del año era tan grande —quizás mucho más—, como nuestro deseo de comer. Si yo había reemplazado el placer de tragarme a Pequeño Christ por la esperanza de una sobrevida literaria, entonces por qué Antígono el Viejo y Gemebunda no habrían de perdonar a la criatura, tan fiel a nosotros pero demasiado extraña en su lealtad. Por eso me sorprendió la confesión del crimen y, olvidándome de mi cena y de Pepe Sanjinés, casi sin vestirme, salí a la calle en dirección a la casa de Jap que vivía como a veinte cuadras de la mía, casi en los suburbios pero sin llegar a ellos por una cuestión de coherencia en la medianía.

IV

Cuando llegué, Calderón el Noruego me esperaba en la puerta. Estaba sentado en el quicio de la entrada fumando un cigarro. Ya sabía que yo estaba en camino porque le había enviado un mensaje a su móvil, como siempre hacía cuando nos enredábamos en una situación patibularia. El Noruego era un buen sujeto a pesar de que practicaba un tipo de fidelidad muy parecida a la nuestra, no obstante, en esos asuntos de la antropofagia sabía comportarse y aportaba serenidad a la escena. Era un tipo eficiente y veía el mundo como un gran teatro donde debía desempeñar su papel entre lo jovial y lo práctico pero siempre bajo un ideal de vida que a fin de cuentas nos resultaba útil. Le gustaba comer como a nosotros pero siempre tanto como le pedíamos que comiera y en circunstancias y lugares específicos: los asientos finales de una guagua, o de un cine; oculto en las caletas de una costa empedrada o a oscuras entre bambalinas. Jamás en el gremio, a no ser con nosotros exclusivamente y por una cuestión de «sanidad», solíamos decir.
  El Noruego jamás se tragaría un trozo de escritor. La primera vez que lo hizo vomitó y tuvo fiebres durante una semana, entonces jamás lo volvió a intentar. En verdad tenía razón en excluirlos de su dieta. La mayoría de los escritores no resultaban apetitosos en sí, y uno termina por mordisquearlos solo por el hecho de mostrar los dientes a los demás y con eso evitar o posponer convertirse en la víctima. Esos ataques son necesarios más que placenteros, y en tales asuntos el Noruego estaba más allá del bien y del mal. Lo de él era limpiar de restos el lugar donde comíamos y acompañarnos las noches en que recorríamos la ciudad, en especial La Vana Vieja, el Parque Central y la acera del cine Payret en busca de una buena pieza. A veces nos pasábamos la noche entera y la madrugada viendo desfilar carnes de toda especie y terminábamos hartos con tan solo mirar y aliviando el apetito con cualquier sucedáneo. Después, al día siguiente o al otro, nos invadía la ansiedad y cazábamos al primero sin siquiera mirar sus cualidades.
  El Noruego, tal vez por su condición de gente de teatro, poseía lo que llamo «la paradoja de un entrenamiento intuitivo». Sabía cómo comer cualquier cosa más allá de su apariencia humana y, lo mejor, cómo desaparecer los restos, por eso le pedí que me esperara en casa de Gemebunda. Cuando llegué me dijo que Jap estaba dentro, en el comedor. Allí lo había encontrado en plena faena. Había preferido salir para no caer en tentaciones por aquello de la alergia. Si en verdad Pequeño Christ no era en esencia un escritor, lo había intentado en varias ocasiones con algunos poemillas y cuentos y, la práctica, aunque malograda, le había amargado las carnes.
  El cadáver de Pequeño Christ descansaba desnudo y patiabierto sobre la mesa, mientras Jap dormitaba con la cabeza embutida en la entrepiernas del muchacho. Caminé despacio para no resbalar con la sangre que lo manchaba todo. Jap también estaba desnudo y respiraba con dificultad. Lo empujé un poco para despertarlo y comenzó a toser; se viró hacia mí con el rostro ensangrentado y me dijo entre sollozos: «Ya no puedo hacer nada… Llama a Antígono para que coma algo», y sin dejar de gimotear comenzó a masticar un trozo de verga que aún guardaba en la boca.
  Era lo único que faltaba en el cuerpo de Pequeño Christ, además de las orejas porque Gemebunda gustaba de conservarlas como trofeos de caza. Había aguardado por mí solo para restregarme en la cara lo que había hecho. Esperaba que me mostrara dolido. En verdad buscaba reanimar una antigua pelea por comida que había quedado inconclusa por las intervenciones de Antígono y del Mariscal, un escritor que se abstenía de la caza indiscriminada porque gustaba de cadáveres de mujeres feas descompuestas. Era así de perverso. Por eso no le dije nada y fui a la sala para llamar por teléfono a Antígono. Estaba seguro de que eso era suficiente para enojarlo, el viejo no le perdonaría ese detalle de engullir la verga de Pequeño Christ en solitario y estaba ansioso por ver la reacción. Mientras tanto, el Noruego había comenzado a limpiar la casa aprovechando que Jap había ido al baño a lavarse y vestirse para esperar por Antígono el Viejo.

V

Años atrás, cuando Mercedes, la madre de Gemebunda, aún vivía ocurrió algo parecido. Uno de los amantes del hijo, un oriental de Santiago llamado Ronchi —que antes había sido amante del viejo y esporádicamente amante de todos, incluidos el Noruego, la madre de Gemebunda, dos de las perras y yo—, había sucumbido a un ataque bestial de la mamita de Jap. El muchacho, abandonado unos pocos meses después de nacer, se había encariñado tanto con Mercedes que no sabía dormir si antes la vieja no le embutía en la boca una de sus tetas. El chiquillo se acurrucaba entre los pechos y succionaba hasta quedar rendido pero con el tiempo los senos de Mercedes fueron perdiendo la firmeza de antaño y el chico debía engullir todo el pellejo hasta que una noche, en medio de una pesadilla, cerró los dientes con fuerza y cercenó a la anciana que, no pudiendo aguantar el dolor, agarró un hacha y lo decapitó.
  Mercedes había adquirido, a través del hijo y de Antígono el Viejo, el gusto por la carne humana al punto de que no deseaba alimentarse de otra cosa. En los períodos en que no cazábamos, la vieja se postraba en la cama y languidecía al borde de la muerte. A veces intentábamos engañarla, a modo de burla, con un trozo de cerdo o de rata pero Mercedes, por el olor, nos descubría y blandía el hacha, la misma con que había decapitado a Ronchi, y nos amenazaba de muerte.
  En esos períodos ni siquiera Gemebunda podía acercarse a la cama. La anciana lanzaba dentelladas a diestra y siniestra, sin compasión. Solo la edad y la artritis, también su raro concepto de la compostura social, le impedían correr tras nosotros o salir a la calle a morder a cualquiera de los vecinos. Tomábamos su limitación como un juego y desde la sala le gritábamos: «¡Viejuca… viejuca… ¿quieres carne, viejuca?…», y la vieja nos lanzaba objetos y se cagaba en nuestras madres y, por supuesto, en ella misma: «Hijos de puta, me van a matar…».
  Jap se reía y comenzaba otra vez con los griticos de «viejuca… viejuca, ¿quieres carne?». En medio de uno de esos juegos, hace tres meses, murió Mercedes. El Noruego, en un rapto de compasión después de convidarla en falso a que comiera, se acercó a la cama de la moribunda y la dejó morder uno de los dedos. Mercedes comenzó succionando lentamente y luego pasó a un verdadero frenesí en que desgarró la mano de Calderón que, al tratar de zafarse, enfureció a la vieja. El arrebato fue tanto que no hubo otra salida. El Noruego agarró el hacha que Mercedes guardaba bajo la almohada y de un solo golpe la derribó. Gemebunda no dijo nada, él era tonto pero sabía apreciar esos detalles.
  Lloró una semana pero no culpó al Noruego. Con igual estoicismo se había comportado aquella vez cuando la madre le mostró la cabeza cortada de Ronchi. Fue a la cocina a buscar una cazuela, la acomodó sobre un lecho de papas crudas y la puso sobre la mesa para que la madre se sentara a comer tranquila. Acto seguido se fue a la cama de Mercedes y engulló la verga de Ronchi de una sentada. Solo después llamó a Antígono el Viejo, al Noruego y a mí para que tomáramos nuestra parte porque, en un final, sabía que el oriental era el amante de todos y, una vez muerto, no hacía daño a nadie compartir la viudez.
  Esa vez, cuando el viejo comprobó que en el cadáver de Ronchi faltaba la verga, le fue encima a Gemebunda y le golpeó la cabeza contra la pared: «¡Devuélvela… escúpela… es mía…!», le decía mientras continuaba la golpiza. Gemebunda lloraba y tosía tratando de vomitar lo que hacía rato había tragado. El viejo le metía los dedos en la boca buscando encontrar al menos un resto de la verga de Ronchi entre los dientes pero la frustración lo hacía golpear con más fuerza. Finalmente logró que Gemebunda vomitara sobre el piso, entonces Antígono el Viejo se tiró en cuatro patas a lamer lo devuelto y relamió hasta no dejar rastro. Después se quedó allí un rato, más de una hora, retorcido en el suelo, llorando y repitiendo: «es mía… es mía…».

VI

A pesar de la muerte del chico, me complacía esperar por el viejo, aun cuando se me hacía agua la boca y quería saltar sobre Pequeño Christ que se veía hermoso. A veces el Noruego se acercaba al cadáver y lo miraba con deseo, pasaba un paño sobre la mesa como limpiando la sangre pero en verdad clavaba la mirada en el cuerpo delgado pero verdaderamente espléndido. Sentía pena por el Noruego y sabía que su contención se debía a esa extraña alergia que le impedía comer escritores, no obstante, lo conminaba a que bebiera un poquito de la sangre: «Dale nada más que un sorbito, no te hará daño, apenas escribió un par de cuentos… la sangre no debe estar más amarga que una cerveza». Por la mirada y su respiración agitada sabía que estaba a punto de lanzarse contra el cadáver olvidando su aversión. Yo debía impedir un arrebato para que no destrozara el cuerpo pero a la vez me hubiera gustado que dejara sin comida a Antígono el Viejo. Con tanto apetito alrededor del cadáver peligraban hasta los huesos, aunque la presencia del Noruego allí se limitaba a eso: desaparecerlo sin dejar rastro porque ya en la casa de Antígono el Viejo, atestada de residuos, no cabría ni un vello púbico del cadáver.
  El departamento de Atención a Personalidades de la Unidad Escritural Nacional había entregado a Antígono el Viejo tres casas en apenas tres años. Parecen muchas pero eran pocas en comparación con el número de viviendas que había entregado a otros miembros ilustres de la Unidad, como las seis fincas concedidas al Gran Encargado, el señor Yomiyomi, que no era japonés —no se deje engañar por el nombre— pero se hacía chinitos en los ojos para no ver lo que sucedía en el gremio —y más allá también— porque no era conveniente soliviantar cimarronadas e incitar enemistades que le troncharan su ascendente camino hacia la más alta silla del Ministerio de Artes del Gran Palacio de la República. Además, ¿cómo se iba a aparecer todos los años en París, donde lo habían nombrado Caballero de las Letras y las Artes, proclamando que comandaba una horda de caníbales? Él comía, sí, pero jamás preguntaba qué era, cerraba los ojos y embuchaba. Se limitaba a tragar y ni siquiera elogiaba la sazón, sin embargo, todos sabemos el buen uso que le daba a sus fincas y las tareas nocturnas de proselitismo, captura y vasallaje que realizaba el Capataz, un escritor de segunda o tal vez de tercera (casi con tendencia a la décima) que había comenzado su carrera haciendo los mandados y vigilando el motor del agua en el edificio donde vivió Yomiyomi durante mucho tiempo antes que lo ascendieran a Gran Encargado de la Unidad. Ahora, con los años de servicio, el Capataz había alcanzado su definición mayor y por las mañanas intentaba escribir algo y por las noches se realizaba plenamente cavando pudrideros en los predios de Yomiyomi para ocultar el holocausto.
  Antiguamente, para encubrir a su amo y debido a la estrechez del apartamento, debió masticar y digerir las toneladas de huesos y pelos que dejaba Yomiyomi al matar; ahora, con un poco de suerte hasta se agenciaba un buen trozo de riñón o de bofe. Ciertamente, el Gran Encargado pecaba por solo hacer chinitos para fingir que ignoraba la antropofagia que lo rodeaba y seducía, jamás justificaba ni se refería a la naturaleza caníbal del gremio, en cambio los había en la propia sede de la Unidad que se enchufaban bien a sus bien montados papeles de ciegos para negar de modo rotundo su verdadero apetito y si alguna vez propinaban una mordida, en consecuencia escribían un ensayo sobre la debilidad del ser y la esencia caníbal del hombre nuevo pero, a fin de cuentas, engullían como los demás y pedían casas y más casas para sepultar cadáveres en las paredes y el piso, en las columnas y en los cimientos.
  Las pedían bien destartaladas, en franca desolación, no por humildad sino para justificar los metros cúbicos de concreto que empleaban en tapar las huellas de la bestialidad. Así, Antígono el Viejo ya iba atestando de cadáveres la tercera casa cuando sucedió lo de Pequeño Christ. No teníamos espacio para ocultar nada. Quedaba la opción de congelarlo por poco tiempo en el freezer (a riesgo de ser descubiertos por los comunes) y esperar o a que la Unidad asignara el cemento y la arena suficientes para reparar los techos de la casa de Jap o que el departamento de Atención a Personalidades donara a Antígono un derruido palacete en una esquina del Paseo del Prado al que le habíamos echado el ojo por lo conveniente de la zona —tan cercana a nuestros predios de caza—, y por lo destartalado, con lo cual conseguiríamos, amparados en el padrinazgo del Historiador de La Vana Vieja y en el estatus glorioso del viejo, unos cuantos metros cúbicos de concreto.
  Para una limpieza profunda el Noruego estaba allí en casa de Gemebunda. Si bien yo debía evitar por unos minutos que se lanzara contra los restos de Pequeño Christ —solo hasta la llegada de Antígono el Viejo—, también debía prepararlo para que ingiriera las migajas de huesos y pelos de las que ni Jap ni el viejo ni yo gustábamos usualmente, aunque hubo restos excepcionales como aquellos de un poeta de Santiago del cual nos comimos hasta las pestañas y los dientes. Se veía tan delicioso y dispuesto a morir comido que no pudimos esperar a que terminara el recital que ofrecía en la Plaza de Marte. Nos lo comimos delante de toda la ciudad y después dijimos a los comunes que aquello había sido un simple acto de magia, o un performance, y que el muchacho aparecería en forma de cruz luminosa cinco días más tarde, después de una tormenta, en el Hato de Yara. Y todos se fueron creídos a sus casas y, por demás, aplaudieron.

VII

El viejo llegó casi a punto de que el Noruego se diera por vencido. Ya Gemebunda se había limpiado la sangre y estaba sentado junto a mí fumando un cigarro y, para calmarse, contaba una vez más al desesperado Noruego cómo se había ganado un premio literario en Sarawak. Cuando el viejo se acercó a nosotros, Gemebunda interrumpió el cuento y, para aliviar tensiones, nos dijo: «Todo lo que soy y lo que tengo se lo debo a Antígono, ¿no es así, Papo?». El viejo no respondió porque intuía que, tras la adulación, Gemebunda intentaba ocultar su crimen. Dio media vuelta, entró corriendo al comedor para ver el cadáver de Pequeño Christ y tardó un par de minutos en regresar; cuando lo hizo empuñaba en altos el hacha de Mercedes y tronaba amenazante contra Jap.

 
 
Fragmento de la novela inédita Comida.
 

Ernesto Pérez Chang (Foto cortesía del autor)

Ernesto Pérez Chang
(Foto cortesía del autor)

ERNESTO PÉREZ CHANG (La Habana, 1971). Narrador y editor. Licenciado en Letras por la Universidad de la Habana. Su obra ha sido reconocida con los premios David, 1999; La Gaceta de Cuba, 1998 y 2008; Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, 2002, Nacional de la Crítica, 2007, y Alejo Carpentier, 2011, entre otros. Sus cuentos se han incluido en numerosas antologías y revistas y han sido traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, ruso y chino. Ha publicado los libros de relatos Últimas fotos de mamá desnuda (2000), Los fantasmas de Sade (2003), Historias de Seda (2003), Variaciones para ágrafos (2007) y El arte de morir a solas (2011). Es autor, además, de la novela Tus ojos ante la nada están.

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Esta entrada fue publicada el 07/09/2014 por en Narrativa.
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