Hace unos días, mientras esperaba al fumigador, que nunca llegó ni llamó ni dio disculpas, me puse a pensar en eso mismo: no todas las cucarachas son iguales, ¡qué va! No puede haber comparación entre las de un clima y otro, o entre las de un país y otro, ¡de eso nada! Cada zona geográfica, cada ciudad o tugurio, posee variantes diferentes. Y es muy fácil darse cuenta; a simple vista se nota que las de un lugar determinado no son iguales a las que uno había visto antes. Y no sólo por el tamaño o el color, o por la rapidez con que se escapan. Se diferencian en otros aspectos.
Porque, díganme: ¿a quién se le ocurriría comparar las cucarachas de Nueva York (unos seres abrillantados y fuertes, sagaces y bien nutridos, que aparecen y desaparecen como sílfides de un ballet solemne) con los enormes cucarachones de La Habana, campeones oscuros de la supervivencia, que subsisten con lo que encuentran y están acostumbradas a la escasez, a las inmundicias más repugnantes?
Lo único que tienen en común todas ellas es que son en definitiva un serio problema para quien quiera vivir entre cosas limpias y surgen sin permiso en el sitio que uno ansiaba ver más pulcro, sobre el alimento que uno quería proteger más, el pan fresco o alguna fruta. Pero no se puede decir que en su comportamiento sean iguales: cada familia de esos insectos cumple su misión con un estilo propio y diferente. Las cubanas no andan con remilgos, se comen lo mismo unos granos viejos de arroz o los restos de un pescuezo de pollo que cualquier pedacito de boniato podrido; las de Nueva York son más selectivas, aparecen sobre todo cuando se huelen un festín, cuando uno olvida sobre la mesa una lasca de buen jamón italiano, por ejemplo, o cuando hemos tenido visitas y ellas descubren que han sobrado galleticas con guacamole o quesos franceses.
Tampoco son iguales en cuanto a la forma de invadirnos. Algunas lo hacen con lentitud y sutileza, son enemigos perspicaces, penetran en cualquier lugar con método y orden; otras actúan con gran desparpajo, en un rapto de furia, con tremendo ímpetu, como entusiasmadas por la travesura. Recuerdo que a mediados de los años 70, en mi casa de La Habana, yo dormía cerca de un pequeño balcón, que dejaba abierto siempre, para no asarme de calor, y a menudo me tenía que despertar en plena noche, cuando un batallón de enormes cucarachones de guerra, con aspecto de bombarderos blindados, entraba volando en formación de avanzada y caía en mi cama de golpe, como si aquel espacio les perteneciera y yo fuera un simple intruso. Parecían decir: “¡Apártese y déjenos el terreno a nosotras! ¡Arriba, que estamos cansadas de explorar la ciudad, necesitamos un descanso!” Yo me levantaba a dar golpes con la almohada y la sábana contra las tropas invasoras, que iban cubriendo las paredes y el piso, y al final tenía que irme al pasillo, a esperar que aquel ejército recuperara fuerzas y decidiera marcharse, dejando emporcada mi pobre colchoneta.
Pero esos eran viejos tiempos… Ahora, el fumigador (el nombre en inglés es más apropiado: “exterminator”) vendrá algún día y regará un líquido pegajoso por los rincones de mi casa, para tratar de controlar el enjambre de mis “niñas traviesas”, como yo las llamo. Porque… ¡no vayan a pensar que aquí tengo cucarachas viejas y groseras, con barrigas ostentosas y patas puntiagudas como estiletes venecianos, ¡no, nada de eso! Las que yo tengo son graciosas jovenzuelas de la playa, acostumbradas al sol y a la brisa, se mueven con agilidad, están llenas de vigor. Son pequeñitas y tiernas, parecen angelitos extraviados que quisieran practicar algún deporte repentino. Yo cuando las veo les hablo con dulzura (“A ver, ¿se puede saber quién las invitó?”), pero ellas no se dan por enteradas, se pasean muy orondas y juguetonas por las paredes y rincones de la cocina, y al final, como si fuera casi una cuestión de honor, tengo que perseguirlas y aplastarlas.
Pero aclaro: las elimino con real compasión, incluso con dulzura, sin usar medios tan violentos como una chancleta o un zapato, sino con un pedacito de servilleta de papel que siempre tengo al alcance. Las oprimo un poco sobre la superficie en que se paseaban, y luego las deposito con franca devoción en el tacho de la basura. Antes de volver a tapar el recipiente, lanzo con pena una última mirada sobre los fragmentos del triste cuerpo del insecto. Lamento siempre ese deber que me impone el destino, lo confieso; la diminuta criatura tenía también su derecho a existir. ¿No será un acto de excesiva crueldad? ¿Qué dirán mis maestros del zen?
De todos modos, de poco han valido hasta ahora mis esfuerzos: ellas se siguen dispersando por la casa como muchachitas exaltadas, jugando a los escondidos. Además, hay que decirlo: ¡son exploradoras expertas, muy curiosas! ¡Y están ansiosas de cultura! Un día me encontré a un par de ellas dentro de uno de mis libros preferidos, “Las mil y una noches”; estaban divertidísimas con las travesuras de Aladino. Eso sí, ¡nunca las he visto internarse en volúmenes más intrincados! Jamás se han metido en mi ejemplar del “Ulises” de Joyce… Pero cualquier día pierden el pudor y se enredan con el raro irlandés, ¡con ellas nunca se sabe…!
Su afán por cultivarse no tiene límites. Un día, mientras escribía en mi laptop, noté que una de las letras de la pantalla se empezaba a mover con rapidez, se había vuelto un asterisco con antenas que transitaba por mi texto: era una de mis “niñas”, que subía por la página con paticas muy ágiles, como buscando encontrar el sentido de alguna frase. Desapareció al final de la primera línea y nunca más la volví a ver, ¡se la tragó la Mac!
Todo esto lo digo por necesidad: para ver si alguno de ustedes conoce a un fumigador profesional, alguien que sea serio y cumpla con sus clientes, que pueda venir por acá y ayudarme a firmar algún tipo de tregua en estos combates caseros. Aunque no sé… ¿servirá de algo el fumigador? Muchos dicen que cuando las cucarachas llegan a algún sitio, se quedan para siempre. Otros afirman que ellas serán las dueñas finales del planeta, cuando las demás especies sucumban al invierno nuclear… ¿quién puede saberlo con certeza? Pero lo que sí puedo asegurarles desde ahora es esto: no se pongan nunca a hacer comparaciones frívolas entre una cucaracha y otra, ¡no señor! Cada variante de esa especie tiene atributos y valores propios; hay que considerarlas con respeto y –qué remedio—aplastarlas con la debida rapidez.
© Reinaldo García Ramos, 2013
Reinaldo García Ramos
(Foto de George Riverón)
Reinaldo García Ramos (Cienfuegos, 1944) publicó su primer poemario, Acta, con las Ediciones El Puente en 1962. Salió de Cuba en 1980. Entre sus libros de poesía se destacan El buen peligro (1987), Caverna fiel (1993), En la llanura (2001), Obra del fugitivo (Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina-Ciudad de Cieza, 2006) y El ánimo animal (2008). Es autor de una novela testimonial, Cuerpos al borde de una isla; mi salida de Cuba por Mariel (2010). Rondas y presagios, una compilación de sus poemarios, apareció en 2012 por la Editorial Silueta, de Miami.