LAS COSAS QUE NO ESTÁN,
las que he perdido,
las que debo entregar sin resistencia,
para que nada quede en mis bolsillos,
andan en torbellino como angustia,
del soy,
también poseo,
amarrado al afecto y la discordia
de los bienes que guarda mi navaja
y retrasan el día de la entrega.
Este patio que barro cada tarde,
esas hojas que caen sin saber,
sin aferrarse al tallo que sostuvo
su fibra verde y blanca,
son el recordatorio de nuestra desnudez,
que ha de llegar al fin,
sin avisarnos.
Las cosas que no están,
las que he perdido,
presagian esa ausencia
del sol cuando acaricia los bordes de la tierra
y beso a los que duermen.
Las cosas que no están
al fin son libres.
ERA UN LUGAR DONDE FALTABA EL AIRE
y había que pagar deudas que contrajeron otros,
a eso se reducía nuestra casa,
con las puertas cerradas
para que no llegara más desdicha,
y una lista muy larga de miserias
que fuimos aprendiendo,
lentamente,
en colas,
en atajos.
Era un lugar,
un miedo,
vulgar y colectivo,
tejido por las sombras,
por demiurgos
que hicieron una fiesta
y lanzaron al fuego nuestros libros.
Era un país donde te desnudaban,
donde tu intimidad se desprendía de todos los pudores,
y no había que matarte porque ya estaba roto
el valor.
Por eso nos marchamos de ese lugar tan triste
y la idea de volver no es un regreso,
ni capitulación de la memoria
que pueda redimir a nuestros muertos,
las víctimas que esperan por nosotros,
y por cualquier palabra verdadera.
Nadie conoce el día final de tanta ausencia,
pero a la vuelta seremos otra cosa,
y ese país que habita en los recuerdos
será por fin la casa,
donde tenga lugar el arcoíris
o conjuro final de los demonios
que un día la sitiaron,
las tinieblas en franca retirada,
los demonios del odio y de la envidia.
SOMOS UN PUEBLO ESCLAVO,
nos custodian los restos del banquete,
la costumbre
de recoger migajas.
Nadie recuerda el tiempo en que podíamos
mirar hacia lo alto,
somos un pobre pueblo de escribanos,
guaracheros de oficio,
mendicantes,
sin otra vocación que una tristeza
muy mal disimulada.
Tenemos pan y sopa
que nos dejen
en paz los libertarios
discursos de una vida mejor.
Sólo tenemos esta
vidita sin luciérnagas,
para qué malgastarla si podemos
huir a cualquier parte,
si el estómago,
es la mejor definición del hombre.
EL HOMBRE NADA LLEGÓ PARA QUEDARSE
es el hijo mayor del hombre nuevo,
sólo quiere comer,
comprar,
el sexo,
no le importan la muerte,
ni la patria.
Este es el hombre nada compatriotas,
nuestro hermano también, entre nosotros,
con la media verdad bien aprendida
en los predios del mal que fue su casa.
Algo de su vacío se contagia
en la nada que aturde,
que dispersa,
y arriba a este confín en otro carro
armada hasta los dientes.
Este es el hombre nada
nuestro prójimo,
criatura de una noche muy larga,
que homologa los males a su antojo,
que corrompe los bienes de la sangre.
Nos une la raíz de una nostalgia
que no puede arrancarse,
nos salvamos con él o hemos perdido,
también,
esta batalla.
Eduardo Mesa
(Foto cortesía del autor)
Eduardo Mesa (La Habana, 1969), fue fundador de la revista Espacios, dedicada a promover la participación social del laico. Coordinó la revista Justicia y Paz, Órgano Oficial de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba y el boletín Aquí la Iglesia. Formó parte de los consejos de redacción de las revistas Palabra Nueva y Vivarium. Ganador de los premios de poesía Ada Elba Pérez y Juan Francisco Manzano. En la actualidad colabora con las revistas Convivencia, Misceláneas de Cuba e Ideal y edita el blog La Casa Cuba, donde trata temas relacionados con la fe, la sociedad y la cultura. Ha publicado en narrativa El bronce vale y otras crónicas (Editorial Silueta, 2011). Reside en los Estados Unidos desde el 2005.