Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

De rabia y de paz

ZAHYLIS FERRO

“La rabia es mi vocación.”
Silvio Rodriguez

Después de pasado el huracán, cuando las ráfagas de viento habían dado paso a la endeble brisa del agotamiento y era oficial la claudicación de aquel amasijo de falacias, presintió que una rabia dura, acarreada por la ventisca, se le había clavado irremediablemente en el pecho. No eran tiempos de calcular las pérdidas como tampoco lo fue antes, cuando bajo la lluvia torrencial la prioridad había sido apertrechar la casa para evitar que cayera por su propio peso, burlando la falsa inmortalidad de los cuatro horcones agrietados. Entonces, a diferencia de ahora, el sentido de la inmediatez resultó ser más apremiante que el viento, y se vió extirpando la casa de raíz y trasplantándola lo más alto que le permitieron sus brazos. Entonces la rabia no era rabia sino ceguera, o más bien una autodeterminación que la hacía avanzar como caballo con viseras, enfocada en la prioridad de la preservación de su especie. Ahora, a diferencia de entonces, volvía a inhalar y exhalar, y de esa manera, restablecido el funcionamiento natural de su respiración, sintió como le llegaba al cerebro el flujo de las emociones, supeditado anteriormente a la acción de seguir adelante. Antes, inhalar, inhalar, inhalar. Tomar, llenar, acumular fuerzas. Ahora, había dejado de engullirse el viento y lo dejaba escapar de a pocos, pero con reticencia aún, como con miedo a quedarse sin reservas.
Todavía no eran tiempos de recapitulaciones. ¿Llegarían esos algún día? Era, sin embargo, tiempo de hallar paz. Lo decían todos. Lo repetía ella para sus adentros mientras lo escribía una y otra vez en un pedazo de papel cuadriculado. Hallar paz. ¿Pero dónde estaba? ¿Cómo hallar lo que no sabes dónde puede encontrarse? Hallar paz. Como sea. Donde sea. Decían todos y repetía ella.
A falta de manual de instrucciones, decidió seguir sus maltrechos instintos y se asustó al descubrir que debajo de su impavidez, se agazapaba aquella rabia contenida, latente y maliciosa, responsable de pesadillas e insomnios, culpable del martilleo en las sienes y la burbuja efervescente enquistada en el estómago que injustamente había achacado al sueño, al cansancio y al estrés del trabajo que se había duplicado por aquellos días.
La rabia ronroneaba en su respiración y se manifestaba como una tos seca, atronadora y visceral que brotaba como queriendo partirle el pecho en dos, haciendo retumbar cada órgano, cada vértebra, cada rincón de piel. Pasa. Decían todos. Y repetía ella mientras lo escribía una y otra vez en un papel cuadriculado, como tratando de absorber su significado y tallárselo en la memoria. Pero no pasaba. La tos era crónica, como crónica se había vuelto la rabia, y hallar cura y la bendita paz de la que todos hablaban pero nadie podía modelar, fue entonces la prioridad del caballo con viseras en el que se había convertido. Era doloroso desviar la mirada. Una hoja seca podía acarrear una catástrofe emocional de dimensiones boscosas. Un banco ocupado, o vacío, o a medio ocupar en una parada de bus provocaba una descarga eléctrica que invariablemente hacia eco del recién pasado y del luego ya distante vendaval. Pasa. Pero no pasaba. Y enfocarse en la ilusión de la paz cercana (tenía que estar más cerca ahora que ya la estaba buscando) fue la vía de escape o de conexión con la realidad.
Una noche despertó sobresaltada y se preguntó con miedo si no tendría su rabia ya vida propia, si no sería un organismo vivo dentro de ella misma, alimentado por ella, pero independiente en sus movimientos, como un feto. La alivió el saber su vientre vacío pero sabía que el cuerpo es caprichoso y la rabia bien podía encontrar cobija en el hueco que llevaba en el pecho. Esa misma noche, con los ojos abiertos y la vista fija en la promesa de paz, guardiana seguramente de la tan mencionada felicidad, comenzó a perfilar un plan de acción, endeble pero tangible, del cual desechó minuciosamente palabras ambiguas que pudieran generarle dudas en una lectura posterior.
Escribe. Habían dicho algunos. Y había escrito. Pero los dedos, acalambrados primero, comenzaron a hincharse después y cuando la piel se había estirado tanto que parecía papel celofán, decidió dejar a un lado el cuaderno y el lápiz y entretener sus manos con semillas, canteros y plantas medicinales. Lee. Habían dicho también. Y había leído. Pero leer había resultado ser el acto involuntario de unos ojos develando jeroglíficos estampados en hojas de papel, completamente desconectados de la masa encefálica que debía traducir los códigos en frases coherentes. Había leído muchos libros. Pero no recordaba nada, letras cubiertas por capas de una rabia viscosa, amelcochada. Ocupa tu tiempo. Dijeron casi todos. Y eso sí lo hizo a cabalidad, hundiéndose en una serie de experimentos físicos, metafísicos y espirituales que vistos desde afuera podrían haberse confundido con una desesperada búsqueda de identidad personal. Olvida. En eso coincidían todos. Y trató de olvidar pero ahí estaba la rabia memoria de elefante, haciéndole recordar aquella canción tantas veces compartida … la rabia se me ha podrido el cariño, la rabia el grito se lo lleva el viento,(…) la rabia —coño— paciencia, paciencia… Aquella noche de insomnio y ojos desorbitados, tuvo la certeza de que como en aquella tonada, la rabia era también su vocación.
Al día siguiente con el sol, plan de acción en mano, rabia a la espalda e ilusión en la mirada, salió a buscar su paz. Con el objetivo de ganar terreno y tratando de personalizar su búsqueda y convertirse en una misma entidad, su búsqueda y ella, cambió su nombre al único otro nombre posible en su condición histórica. Y se hizo llamar Paz. Deliberadamente escogió un océano para bañar sus ilusiones, uno remoto pero cierto que promovía su causa. Y así descubrió el Pacifico. Estudió cuidadosamente planos y mapas de ciudades y relieves y marco con una cruz la ladera de una montaña que invariablemente moría en aquellas aguas temperamentales y volubles. Y allí, en un pequeño pueblo llamado Pacífica, apuntaló su casa.
La primera noche durmió con los ojos abiertos, como para absorber en sus sueños la magnitud de tanta belleza y sintió un alivio físico, una calma casi palpable y pensó que quizás lo había logrado, quizás había encontrado paz. Pero a la noche siguiente un temblor interno la despertó y en sobresalto aún, se vio frente a frente con su rabia, burlona, cínica, vencedora, destrozadora de paz.
La semana siguiente, cuando la intranquilidad del viento comenzaba a predecir una nueva tormenta, ataviada con círculos negros alrededor de los ojos que combinaban a la perfección con el traje de surfista que la protegería de la frialdad del agua, bajó hasta aquel pedazo de playa erizado para regalarse a las olas del mar. En los ojos llevaba la carretera curva, los árboles endebles, la ladera de la montaña y finalmente el cielo, medio gris, medio azul, de nubes tristes. Hubiera deseado un cielo más azul. Debía ella poder tener el regalo de un cielo limpio, despejado, y de un sol vigoroso y rebelde que pudiera acompañarla siempre. A pesar de ello, al regalarse a las olas, boca arriba, flotante y tranquila, no sintió desasosiego, ni miedo, ni inconformidad. Por primera vez sintió la magnitud del yo y el ahora, del ser y el estar que tanto pregonaba la meditación. Por primera vez dejo de buscar, de entender, de pensar y durante unos breves minutos se supo a la deriva, bamboleada por la marea y en compañía de su paz.
No pudo precisar cuánto tiempo había pasado, pero cuando despertó una vez más sobresaltada y se vio en medio de un océano intimidante y voraz, su paz, delicada y temerosa, la había abandonado para siempre. De en medio del pecho le salía ahora un alarido seco, una tos nerviosa que la estremeció. Vio la orilla a lo lejos. Imaginó su casa. Recordó que entre sábanas rosadas su hija aun dormía y una mano cálida acariciaba su silueta sobre el colchón vacío. Una rabia conocida se apoderó de su cuerpo y arremetió contra su ingravidez. La rabia, profunda, visceral, retorcida y antinatural vino a recordarle lo que le había hecho olvidar la paz y era ahora quien en plena labor de supervivencia la acarreaba con movimientos descoordinados hacia el resguardo de la playa arenosa. Llegó sin fuerzas y tiritando, su cuerpo agotado y su mente en desvarío. Allá a lo lejos, ultrajada por el océano feroz, moría una paz irreal, demasiado confundida en definiciones y semánticas para poder hacerle bien a nadie. Quizás pronto sus restos serían arrastrados y lanzados contra las rocas, y terminarían manchando levemente su montaña. En realidad, no le importaba mucho su suerte. Tampoco la de su rabia, reducida en su esfuerzo descomunal a no ser otra cosa que un pedazo de ella. Al menos había servido para algo, se dijo. Y echó a andar, ladera arriba, en dirección a su casa.

Zahylis Ferro (Foto: cortesía de la autora)

Zahylis Ferro (Foto: cortesía de la autora)

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Esta entrada fue publicada el 07/03/2015 por en Narrativa.
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