Hay hogares tensos
Hay hogares tensos donde la imaginación cuelga de un hilo. Malabaristas intrépidos que prefieren vivir en una caja de cartón, y los reprenden: por andar desnudos y saltar mejor que una rana. Hogares de hormigón, cero placentas de memoria, macetas colgantes como sangres o un ruiseñor muerto de frío.
Espero que usted no sepa nunca de estos hogares-témpanos, casas Auschwitz-Birkenau, estilo a la Dachau de bolsillo.
Porque entrar a semejantes casas donde el orín penetra los sentidos o ver pañales al tope, es maldecir ese instante, cargar al hombro el rifle de la desesperación, estar a punto de la grosería en la boca, padecer gratis, compadecerse a lo tonto.
No entre y sepa que semejantes campos de concentración no puede usted demandarlos. No los señale siquiera y continúe su camino.
Estos hogares tensos tienen como testigo un altar. Ahí hay erecto un Cristo cuya cabeza de lado y ojos apagados son otra espina doble, siniestra. Es un Dios sordo, alguien a semejanza en tal guarida de fieras fue hecho por leones al desparpajo, gritones.
Allí se encienden velas, lumbres la mar de inexactas, tristes fuegos que no iluminan nada.
Existen hogares así, tensos de acero mientras en el patio alguien muy corto de edad es sometido a la fuerza, atragantado a pulmones, tapiado de lengua y oídos.
Aquí hay gastritis, hipotermia aguda, necesidad de alguna voz de dulce y, lo más fácil, una mano limpia.
Esta tensión que se percibe al penetrar la casa afecta, duele en los tobillos de inmediato, nos impide momentáneamente salir con aspavientos a corazones del aire.
Uno se queda allí a espera de algo (un milagro de lo más estúpido, una gazmoñería de soldado que jamás llega) pero nadie acude a pesar de que el Auxilio vive hasta en la mala sopa.
No entre a estas casas de frío.
Mejor quédese en la suya.
Y aprenda, que para vivir en el infierno no se necesita conocer al diablo.
Ahora que limpio los frijoles
Para Carmela y para Carolina
Ahora que espulgo como un can calladamente las espigas, que veo mis manos trabajar las diminutas piedras: aparte el alma y a un lado el pan común, hoy en que me dan cuenta algunas aves en el patio que la vida es tan sencilla y tan simple pues se dedican a lo suyo y a evitar al gato; en silencio, a mi rotundo afán de ser tan mínimo porque una especie de voz obliga a que baje la cabeza, procuro por el agua y la cebolla, el ajo y la sal y la cuchara de palo.
El hambre de esa sed que me hervirá en minutos, será vencida hasta la muerte, aplacada como un barco que zozobra y su tormenta será un adorno más, recordatorio a intervalos.
La tortilla viene, a fuego se convertirá en ceniza, se arrastrará por el desagüe, a la inversa de su plenitud y su sosiego. Como anotación, la plaza está vacante (para no decir vacío) y pueden las hermanas de la caridad y que protestan por llevar a Cristo a sus mejores términos, pasarse a mi anchura, mi bando que no promete más y ya no lucha. Todo nos puede ser igual, la religión, los hijos, cuando sin compañía y a semejante edad se limpian los frijoles y las mujeres pasan, las escucha uno: sus voces son comida, son como lumbre y espadas y nos debemos de creer -cuestión de honor- en tragaldabas.
Ahora que hay una doble paz, que se trapea y se barre, se quita el polvo de lo material mientras los huesos oyen a la tierra, se tienden las ropas al sol que de manera abominable sólo tiene luz para apoyar al jabón, ahora es que por fin nos abren la comprensión de las cosas.
La estufa es un espejo, la casa es un delito. Y al cocinar quisiéramos de una buena vez tratar las alas, echarlas a esa hoguera que nos pesa tanto.
Desposeídos como estamos, despojados del espacio donde se nos aplaudió por ser dioses.
Angoa
Hay en la jungla un arco iris de zumos, vuelos iridiscentes de venenos y comestibles hormigas. Lagartos dos veces más grandes que un hombre, serpientes extraordinarias, cristales calientes.
Ríos desmenuzados por el frío, blandas piedras, guacamayas que no cesan de presumir su atmósfera. En la selva queda un veneno de lo más difícil, como correoso nudo sorpresivo y amplio que, en minutos, acaba con la vida de cualquier persona.
Una sofocación animal avisa a todos de otra montaraz locura donde la emboscada apaga la garganta, rompe médulas.
Entrar a semejante casa es para poseídos, aquellos precavidos del machete que, a tabaco rudo, hacen por toda cruz sus ánimos, su agazapada suerte constrictora.
Allí se han visto tigres, jaguares de perfecta línea, músculos soberbios cuyos tendones adhieren a su fama una descomunal ligereza, súbito espasmo.
Y sin embargo, se sabe que muchos han preferido la montaña.
Por el embrujo, las caderas y los descalzos pies hechos de crisantemos, de jade donde la ruta de la muerte escribe que es más certera y siniestra.
Impío dulzor negro, botón rosa.
Flor en la cascada del pelo.
Y la boca, roja fuente que domina el alma, que crece su manantial del esmaltado aroma.
Aquí, el peligro tiene para los hombres su lugar puntual.
Monte donde la noche obnubila,
la preferimos,
nos crece.
Amor apache
Ella hizo del amor una aceituna (hoy una ciruela pasa) y como el cuento, se terminó el encanto: contempla en su dolido hogar la calabaza.
¿A dónde fue el ritual y quien lo tiene?, aquellas nubes de nácar combatientes, los dos como soldados de fuego cuya pasión a la mitad de la ciudad fue un gran estrépito.
¿Por qué la flor de carne natural se hizo mediocre? Ya duele todo, la cabeza, el órgano más fiel, y la cintura. Sin embargo, al estar vivos, se tiene que vivir y pues ni modo.
Los hijos, reflejos naturales de la hazaña, recuerdan poco del fervoroso combate de hace mucho, de cómo su papá tomaba por la espalda a aquella joven y, ensalzándola, decía que era su diosa, su vertical, su canto.
A poco llegó hasta esa fronda el comején del odio, la savia amarga que alimentó a los dos y a la joroba. La repetición, el improperio del cáncer cotidiano, el altavoz, el óxido mientras las puertas y ventanas en sus goznes comenzaron a hacerse insoportables.
Era imposible, no más, aquel célebre mito, esa energía del derroche, mirar la puesta de sol los dos desnudos, y saberse, mutuamente, apetecidos.
“Así es la vida” dijo de pronto un ratón, sabio y antiguo, que acostumbra asomar la cabeza en los fracasos.
“Porque somos de paja, porque precisamente ardemos, si la llama del amor no la cuidamos”.
Debieran de mirarlos hoy por estas calles.
Cada uno de los dos es tan distinto. Él, tomando por asalto un restaurante, solicitar un café, ver las muchachas, y ella en su desbaratado hogar con sus fantasmas (leyendo lo que jamás leyó, algún periódico).
Así les da la tarde, no la que hace fervoroso al día sino el crepúsculo que arrastra nuestras dudas, nuestra vistosa luz, ya más opaca.
Si por casualidad estos apaches, topan de frente un día, se pagan con silencio y con rencor porque consideran que así, se lo merecen.
Pero nadie en estos casos es culpable, hasta que se demuestre, de verdad, que son contrarios.
Benita
Benita vaga sola con su sombra y ápice, le da la vuelta al mundo de su casa en media hora.
Con su taza de café, su chal que tiene un remiendo por la espalda frágil; su canario y alpiste que le sienten, de entre sus cosas de color caído (sorda hacia adentro) quiere creerse feliz.
Es una ceremonia cuando su organismo tiene ganas. Le avisa en el lenguaje puntual de los esfínteres que tiene que ir al baño o, según su ánimo, darse una ducha donde, antes de correr el agua, huele el jabón, lo toca imaginando pieles, insaciables manos, bocas profanas con hambre: se lo introduce y sueña.
La toalla es un gentil ademán –se dice- que alguien le pasa. Benita vuelve a entrecerrar los ojos, a mirar su desperdicio en esa luna del espejo cuyo nitrato de plata, añejo y póstumo, mancha el ajonjolí de la polilla.
Afuera, el mundo gira al revés para la mayoría o se detiene a veces dándoles un sol nocturno de frente, y los mata.
Benita fue a la escuela, tuvo el cantil de lágrimas donde se duele mucho la pérdida de los papás, los tíos, hermanos. Y quedarse a herencia de una casa de madera con tres recámaras más un gato que murió hace un mes, no es una hazaña para presumir, es un azogue, una piedra mártir en el corazón cuando, nocturnas, las ideas vienen para atosigar con flamas, con sus calambres torcidos, sus palabras duras y el palpitar en la boca.
Ayer se dijo que ya no puede más.
Hoy está escogiendo ropa (fue a comprar hace unos días en atrevimiento rudo, sincero, lo que le convenía) y decidida, fiel a su carne que por ella sangra, seca una vez más sus lágrimas.
Las once de la noche de hoy.
Benita está severamente maquillada. Un rojo intenso ilumina sus mejillas afuera del hotel de paso.
Luis Alberto Chavez Focil
(Foto cortesía del autor)
Luis Alberto Chávez Fócil: Nació en la ciudad de Frontera, Centla, Tabasco. Estudió teatro y cine en la ciudad de México. Tiene editados libros de autor en los géneros de prosa poética, dramaturgia, aforismos, cuentos de humor y dado lecturas de sus textos y tomado talleres de creación literaria en varios estados de la república mexicana. Ha recibido premios por su trabajo de escritura.
La UJAT (Universidad Juárez Autónoma de Tabasco) acaba de editarle La Ancianita James, Obras de Teatro y Cuentos (textos breves, antítesis del Salvaje Oeste). Radica en Minatitlán Veracruz donde ejerce trabajo periodístico.
Gracias, Conexos. Un abrazo.