Soy el Abad devoto de la duda,
La espesura de los árboles en la noche impide la claridad por esta estrecha senda que sólo la luz de los autos ilumina, la espesura de los árboles y el saber que te veré sin vida, provocan una inquietud desconcertante. Llegamos al parqueo y ahora las luces transforman la oscuridad en penumbra. Se abren las puertas y va formándose una hilera de rostros que se dirigen hasta esa iglesia donde se exhibe tu cuerpo como en una macabra función.
Las campanadas parecen marcar el paso de la gente, acentúan ese toque de solemnidad que nos da la muerte, las campanadas son como un sedante que hace nuestro sueño más profundo. Debe ser la quietud de este lugar lo que le da una nueva dimensión a ese sonido. Los pasos avanzan acorde a ese ritmo, como en una marcha lenta, una devoción que te ofrecerán los rostros, donde la consternación de la noticia dejó la huella del asombro, y hoy buscan tu cuerpo en un féretro para tener la certeza de que la noticia es real. Entre esos rostros estoy yo, con temor de atravesar la puerta de cristal que lleva hasta las fotos que exhiben tu sonrisa. Aún faltan varios pasos y el andar es lento, ya no me parecen impacientes, sino temerosos de llegar a tu imagen inevitable. Vienen los recuerdos a medida que avanzo, los muertos logran ejercitar nuestra memoria, esta aumenta según el afecto.
Las campanas vuelven a repiquetear, una y otra vez digo frases en mi mente que te pertenecen, miro a lo lejos la oscuridad sobre la hojarasca. Este lugar tiene un aspecto acogedor, pero parece un convento; te dije un día que era demasiado frío, demasiado sepulcral. Tú respondiste que los conventos no se hicieron para la desnudez de una novicia, y era tal vez por esto que te seducían, no sólo esa afición a todo lo que acercara la muerte, sino el contraste que ejercía el placer mórbido de una mujer desnuda en este sitio. Me contaste la historia de Carmen atravesando el pasillo con sus senos al aire y los pezones erectos aún con ganas insatisfechas. De no conocer a esa puta argentina, hubiese creído que eran fabulaciones, una de esas invenciones con las que conseguías atraer a la gente. Ese poder de adaptación era asombroso, creo que el secreto era que en realidad tenías algo de cada cual, pude percatarme desde que te conocí con Amadís. Hablabas de seducciones lésbicas y enseñabas fotos de amigas a las que habías llevado a esto. Sabías de la pasión hedonista de Amadís, se notaba que conocías su libro y te documentaste aún más con amigos de ese pueblo de mar que también era el tuyo. Lo decías con la efusividad propia de tu juventud, con un desenfado más bien fingido, pero capaz de convencer a quien cayera en tu juego, pero yo estaba empeñado en saber quién eras realmente, por eso alargué la llegada de Amadís aquella tarde. Cecilia y yo te recogeríamos. Estabas frente a la puerta donde habitabas. Un jardín con una fuente en el medio y la pequeña virgen al centro te hacían compañía en este solitario lugar que era tu refugio. La paz que emanaba de esa casa amarilla tenía algo de lúgubre, porque no era la calma que da regocijo, sino esa otra, como la que antecede a una tempestad y se siente en el aire.
Cecilia mojó sus manos en la fuente y contempló la estatua de la virgen. Tú hablaste entonces de la divinidad, del caos maravilloso que hizo la vida, y que esta era a su vez caótica como la divinidad misma, que los buenos padecen el dolor y los malos tienen regocijo, sobre el bien y el mal tan relativos como la justicia de los hombres. Abres las páginas del Eclesiastés y señalas el coincidente punto del dolor… ¿Qué provecho saca el hombre de todas sus fatigas?… a ti también la risa te parece locura y el placer cosa que no sirve… Yo permanezco en silencio, no es común ese gesto espontáneo en las palabras de Cecilia con mis amigos. Su tendencia es a ocultarse de la gente. Te utilizo como intermediario de ese mensaje de infelicidad que al compartirse, forma algo así como una cofradía de la tristeza provocando un placer cercano al masoquismo del espíritu. Tus veintiún años te han enseñado demasiado, esa influencia clerical para ocultarse a sí mismo te llega de muy cerca.
Entramos al auto y coloco un cassette que imagino te gusta. Cecilia confiesa su amor a la poesía, la música es un buen medio para descubrir a la gente. Llevas colgada al hombro una mochila cargada de libros. Sacas un poema, dices que es el último. Cecilia y yo te damos la aprobación como jueces improvisados y arrogantes de tus versos. Ahora sacas un libro de Salinger en inglés y lo entregas a Cecilia, diciéndole que le gustará, era la forma secreta de ejecutar tu venganza. Con veintiún años encerrado en esa isla, que era también la nuestra, tenías conocimientos que otros adquirieron de este lado del mar. Con Amadís ensayaste ese gesto en el primer encuentro, pero él no tenía la excesiva prudencia de Cecilia, y te dijo entonces que con leerse a sí mismo ya no tenía tiempo para más lecturas.
Al llegar a nuestra casa continuaste con los poemas. Abrí una botella de vino y decidimos llamar a Amadís, no sin antes colocar ese video de Pink Floyd que anhelabas ver desde hace tantos años, aunque ya conocías su música prohibida cuando vivías en tu isla. Las copas de vino se vacían una y otra vez, mientras la atención de tus ojos se concentra en estudiantes triturados, a la vez que caen en una gigantesca máquina moledora de carne, y un coro de niños repite… Hey teachers leave those kids alone… All in all you’re just another brick in the wall…
Entonces trato de descifrar en esa emoción los pedazos de pasado, las memorias de un adolescente expulsado de una universidad por pensar diferente, trato de descubrirte entre los versos enviados a revistas en el extranjero, con sólo diecinueve años, donde el pesimismo era una presencia constante. Una guitarra rompe cristales y la pantalla estremece tus ojos. Me haces repetir esa escena corriendo hacia atrás la cinta del video, y es ahora una gota de sangre que cae como cascada de agua inundándolo todo, y Pink Floyd corta sus venas, y la sangre vuelve a caer como la lluvia, y tú prendes un cigarro y gritas eufórico… “¡Tienes que fumar!… ¡Tienes que fumar!… el cigarro simboliza nuestra soledad… ¡Ese hombre está sufriendo!”… Hablas de ese sufrimiento como quien se excita ante un partido de fútbol. Prendes otro cigarro y el sonido incesante de un bajo se escucha junto a ese grito que te estremece… ¡Oh, oh baby…, don’t leave me now! Ya ha llegado Amadís. Se abre otra botella de Chianti, y consumimos entonces el vino, con prisa por reducir el estado molesto de sobriedad.
La noche tiene uno de esos olores indescifrables que nos calman, la noche carece de ruidos violentos, la noche y las campanadas conspiran para que todo parezca más ambiguo, un preludio al sueño que no podrá conciliarse fácilmente, sin que dejen de escucharse esas campanadas en la mente de todos los que han asistido a este ritual de tu despedida. Las campanadas se escuchan ahora más difusas, estoy del otro lado del cristal, veo a Gustavo y a Tadrío leyendo tus escritos que yacen encerrados en una caja de vidrio. Por supuesto que son tus artículos religiosos, especie de cuentos con notas filosóficas. Espero por los juicios de Gustavo y Tadrío, aunque estoy seguro que Gustavo sepultará las ideas de Tadrío antes de que nazcan. Pienso que toda relación prolongada es una mutilación, en ese choque de dos voluntades siempre hay una que cede. Gustavo en su discurso anticlerical arremeterá contra todo lo que forme este mundo, que también era parte de tu vida. No podrá ver que un pedazo de felicidad lo encontraste a veces en este sitio. Tadrío lo secundará, pero con un mayor toque de pasión en las palabras. La sensibilidad tiene varios matices. Con ellos no pudiste visitar el museo de Dalí. Tal vez te recordaron esa promesa en el coro de súplicas telefónicas porque no te fueras, la noche de tu muerte. Nadie sabrá jamás cuál escuchaste, mientras colocabas en tu cuello la soga para el viaje más importante para ti, un eterno viajero.
Gustavo estaba reticente a conocerte, como a todo lo que llegara de esa isla, a la que debía tanto sufrimiento, y en la que a ti también te habían jodido bastante. Después le fascinó tu único libro, tu apología al suicidio que veneraba, tus irónicos discursos en los que arremetías contra todo, mientras consumías sin cesar las copas de Chianti. Te percataste de esa inclinación de Gustavo por el horror y la belleza. Mirando una foto hermosa de Tadrío tendido sobre la playa, a la vez que lo contemplaba extasiado en su juventud. Se te ocurrió entonces acaparar su atención con una historia inconclusa sobre cómo fuiste seducido por un cura patriota de renombre en tu país.
Gustavo y Tadrío me señalan a Carmen. Se acerca abrazándonos a todos. A ella le ofreciste el mejor de tus rostros. Yo la imagino desnudándose frente a ti, acariciándote con manos expertas, besando tus genitales mientras improvisas el último verso con el que complace las ganas de sentirse única. Sus gemidos, sonando tan falsos como ese abrazo que le da a todos tus amigos. La imagino siendo penetrada con similares movimientos, y ella ejerciendo ese control de mujer madura con regocijo, colocando tu cansado cuerpo bajo su cintura, anhelando devorarte hasta los huesos con su vagina, y no escuchar tantas mierdas de sufrimiento en esa hora. Era lo que tratábamos de que entendieras Amadís y yo, que todo tiene un tiempo bajo el sol, como en tu Eclesiastés, la utilidad de ese deseo para el placer y no tu inútil amor tan fuera de este siglo, que fue un cómplice más para tu muerte.
Ahora me llega la llamada de Marcos. Ha sido útil colocar mi cellular en vibrador, para no romper con un timbre la serenidad de esta ceremonia. Se le nota angustia en las palabras, a pesar de su larga experiencia con amigos suicidas. No estaba preparado para esto. Ni siquiera tuvo valor para asistir a tu despedida. Trato de descubrir qué imagen tuya le vendiste, o qué parte de ti descubriste con él. Accedió a conocerte, a pesar de su decisión de estar aislado de la gente. Le devolviste el entusiasmo de compartir con los amigos y su pasión de crear que casi había muerto. Ahora, con tu insensatez, le has demostrado que no estaba equivocado, que todo contacto humano es destructivo, y cada cual condena al otro. No hay culpables sino víctimas en un encuentro, y sólo nos salva la soledad, es en ella donde está la verdadera inocencia.
Un cosquilleo en el estómago me delata tu cercanía, hay un placer extraño en saber que te veré finalmente donde quisiste siempre estar. Este lugar es como tu gloria, tu triunfo definitivo. Tú lo sabías y lo preparaste todo de antemano. Estamos aquí para venerar tu acto, sin saberlo. Nos llamaste antes de acabar con tu vida para siempre. Con esa misma sutil vanidad que lo hacemos para anunciar la próxima presentación de nuestros libros. Esta era tu obra más valiosa, sólo faltaba ese último detalle, como una invitación.
Ya no son las campanadas sino ese coro, una voz solista de mujer, de esa que llamamos angelical, quien va inundando este templo. No habías previsto tan bella música en tu último escenario. Parecen candilejas esas luces iluminando el crucifijo que te ampara, y allí está tu cuerpo. Parece que va a levitar mientras te miro. Tus manos sostienen una pequeña cruz, tus manos ya no parecen las mismas que escribían tus versos y tus cuentos. Ahora son aquellas que pusieron la soga en tu cuello. Busco las huellas en tu rostro. Tu cara luce distinta, con esa expresión de ausencia en los muertos, y me persigno ante ti, que vestido de blanco yaces entre flores, y ahora, finalmente descubro tu verdadera imagen, la misma que en esa tarde se estremecía escuchando a Pink Floyd, mientras decía Goodbye cruel world. Eras el fantasma de nuestros más recónditos deseos. Una alucinación creada a nuestro antojo, que ahora se había tornado en esta extraña pesadilla.
Rodolfo Martínez Sotomayor
(Foto de Eva M. Vergara)
RODOLFO MARTÍNEZ SOTOMAYOR (La Habana, 1966). Ha publicado los libros Contrastes (La Torre de Papel, Miami, 1996), Claustrofobia y otros encierros (Ediciones Universal, Miami, 2005), la compilación de textos Palabras por un joven suicida: homenaje al escritor Juan Francisco Pulido (Editorial Silueta, Miami, 2006) y Tres dramaturgos, tres generaciones (Editorial Silueta, Miami, 2012). Cuentos suyos han sido incluidos en recopilaciones y antologías como Nuevos narradores cubanos (Siruela, Madrid, 2001), traducido al francés por Edition Metalie, al alemán por Verlag, y al finés por la editorial Like, Cuentos desde Miami (Editorial Poliedro, Barcelona, 2004), La isla errante (Editorial Orizons, París, 2011), Cuentistas del PEN (Alejandría, Miami, 2011), Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Ediciones Universal, Miami, 2001). Su cuento Encuentro fue traducido al húngaro por la revista Magyar. Algunos de sus poemas aparecen en las recopilaciones Poetas del PEN, (Ediciones Universal, Miami, 2007), La tertulia (Iduna, Miami, 2008), y La ciudad de la unidad posible (Editorial Ultramar, Miami, 2009), traducida al inglés por la misma editorial. Ha publicado críticas de cine, de literatura, de teatro, artículos de opinión en revistas y periódicos como: Carteles, Diario Las Américas, Encuentro, El Nuevo Herald, El Universal. Fundador y Presidente de la Editorial Silueta; codirector de la Revista Conexos.