a Rodolfo Martínez Sotomayor
I
Para aplacar su rencor por un muerto, Marcos decidió volver al sitio en que por primera vez se dio cita con él. No visitar, volver. Regresar al punto de partida a veces da un sentido a lo que no tiene ni pie ni cabeza.
Marcos volvió en esta tarde de finales de marzo a los alrededores de la casa parroquial en el sur de Miami, donde una vez, un par de años antes, José Julio, a la sombra de un roble, lo esperaba agachado con un libro abierto sobre las rodillas, como se supone que debe hacer un poeta joven que está a punto de conocer a un escritor maduro, casi viejo (uno no sabe qué adjetivo poner cuando la gente acaba de cumplir los cincuenta).
“Soy poeta. Perdone que me presente así. Llegué de Cuba hace unos meses y estoy alojado en una iglesia, porque no tengo familia aquí en Miami. He leído sus libros y me gustaría encontrarme alguna vez con usted”.
Así empezaba la carta que José Julio le había escrito a Marcos. La carta había llegado con cuentas de teléfono, de seguros de auto, de tarjetas de crédito; con propagandas multicolores de botellas de vino, de terrenos tapizados de grama (Marcos no atinó a ver si eran solares para levantar casas o parcelas en un campo santo), de ventas inmediatas de computadoras, de alquileres de yates.
“Tengo veinte años”.
Marcos había sido un poeta precoz; por eso mismo desconfiaba de la juventud. Recordaba con perplejidad a aquel adolescente que angustiado escribía centenares de versos en un día, sin moverse de al pie de una ventana, como si la vida fuera sólo el papel y no ese remolino que él trataba de ignorar encorvado sobre la mesa de ásperos tablones, con marcas de cuchillos y humedad. De esos poemas no había quedado nada, sólo el resabio que dejan los delirios cuando uno recupera la cordura.
“Necesito su orientación”.
¿A quién podía Marcos orientar? Las brújulas no existen fuera del océano, se había dicho mientras echaba al cesto de basura el resto de la correspondencia, con la excepción de esta carta de letra infantil y de las cuentas que debía pagar.
Y sin embargo, aquí llegaba Marcos en su flamante automóvil del año, un escritor maduro, casi viejo, un exiliado con más preguntas que respuestas, desencantado de su país de origen, el mismo del muchacho poeta, pero con unos cuantos dólares en su billetera, en el cinto un vistoso celular y en los pies un par de zapatos costosos. Un personaje de Dostoievsky o Musil, pero con una holgura material que aquellos pobres seres de ficción no lograron. A representar el encuentro presuntamente clave entre un maestro y un futuro discípulo. Nervioso y agotado, porque a Marcos, aunque sentía una genuina simpatía por la gente, le costaba trabajo reunirse con cualquiera, sostener una conversación. Este escollo, que arrastraba desde su juventud, y que durante años consiguió aligerar con el alcohol, se había exacerbado en los últimos tiempos. Pero aquí estaba. Frente a este joven que ahora se incorporaba debajo de las ramas frondosas del árbol, con un libro en la mano, ¿o esto lo imaginaba dos años después, al regresar a este mismo lugar?
Este primer encuentro fue en invierno. El invierno modesto de Miami, apocado hasta casi convertirse en sonsera. Marcos a veces se identificaba con el tiempo, con las estaciones. Esta tarde de magra frialdad en la que había conducido hasta el sur para encontrarse con un desconocido tenía algo de él: un sesgo personal; un camuflaje, o una incertidumbre.
¡Qué distinto el invierno en Massachusetts! Sin cautela ni melindrería. José Julio, que terminó sus días en un college de Boston, se suicidó en enero, después de una nevada. Pero aquel día, en el enero tropical de Miami, con su indeciso clima que envolvía todo con su ambigüedad, el joven poeta se acercó rezumando energía a saludar a Marcos. Alto, buen mozo, con la torpeza de los que no saben qué hacer con su cuerpo, con su lenguaje, con su vitalidad. Exhibiendo la pazguata arrogancia de los jóvenes tímidos que pretenden enmascarar su cortedad con soltura y aplomo.
Esta zona de la casa parroquial en la que José Julio había encontrado albergue tenía un tinte rural; los árboles, el césped, los jardines no habían sido dañados por el tenue frío; uno hubiera podido creer que la primavera llegaba a su apogeo; esta mezcla confusa de las épocas del año también le hablaba directamente a Marcos; lo situaba, por así decirlo, en el lugar que le correspondía. Que era el mismo, al menos en apariencia, del joven que ahora estrechaba su mano murmurando una frase de elogio o agradecimiento, a la que Marcos, habituado a no prestar demasiada atención a los primeros intercambios corteses entre personas que no se conocen (sólo la intimidad lograba avivar su interés), respondió con sonrisas y oraciones trilladas.
Permanecieron juntos hasta el anochecer. Primero dando vueltas por Coconut Grove, absorbiendo el paisaje de neón que entorpecía un diálogo genuino; luego comiendo a media luz en un restaurante de comida china. La penumbra por fin aflojó las amarras. Hablaron de escritores, de novelas (Marcos confesó, para chasco del joven, que él ya apenas leía poesía), rozando la política como uno roza inevitablemente la gente en un tumulto, tratando de que el contacto no se vuelva impúdico; se revelaron indiscretas anécdotas de sus propias vidas; y al final coincidieron en que deseaban olvidar la isla que les había sido otorgada por la mera razón de haber nacido allí (“encasquetada”, dijo José Julio. “Nos encasquetaron ese país. Un trauma, una maldición”.). Después del postre abrieron con los dedos los envases de harina que contenían cintas de papel con augurios de videntes chinos para el futuro de ambos. Los dos mensajes eran similares: profetizaban éxito, viajes y dinero. No había nada que objetar a estos avisos que desplegaban, entre los restos grasientos de comida, el porvenir como un mapa de luz.
II
Meses después de esta primera cita, luego de haberse visto varias veces e iniciarse en la arriesgada ruta de la amistad (“la cuerda floja”, había dicho Marcos, sin más aclaraciones, José Julio asintió con la cabeza), fueron a parar a South Beach casi de madrugada, a los toscos escalones de una caseta para salvavidas. José Julio se había tomado tres vasos de vino. ¿Fue en octubre, o noviembre? Las olas se alzaban como paredones en el mar de tinta, para disolverse con estruendo en la costa. Las rachas, impregnadas de pesadas gotas con gusto a yodo y sal, levantaban espirales de arena.
A estas alturas ambos se habían quitado la careta: sí, querían escribir, habían escrito, Marcos naturalmente más que José Julio, mucho más, por un mero accidente de la edad, pero en el fondo la esencia de los dos era otra: Marcos, el protestante renegado, el abstemio, el que ya está de vuelta de los espejismos, se había lavado las manos, entre otras muchas cosas, de la voracidad por el triunfo, de la patria y de Dios; José Julio, católico y pecador, obsesionado por la autoafirmación, por la inmortalidad, que es sinónimo a veces de mortalidad, por su papel en el amor, en la vida, por el destino de Cuba y su gente, andaba siempre a la caza de señales, de actitudes y acciones a seguir. A la larga no podían entenderse. El viento atolondrado casi cortaba la respiración.
Y sin embargo, en la oscuridad, tendidas en la franja empapada de la playa, aquí y allá, siluetas dispersas se regocijaban; con apenas un poco más de luz uno hubiera podido sorprender la desnudez completa de los cuerpos, heroicos en su brutal retozo.
Luego el mismo paisaje se trocó: vista desde el balcón del cuarto de un hotel, la lista de arena semejaba un camino que no conducía a ninguna parte, o para decirlo con una palabra mejor, aunque sea en otra lengua, que llevaba a nowhere; las parejas eran puntos remotos, inofensivos en la blancura escuálida; si es que de parejas se trataba; podían ser piedras, o ropa, o desperdicios; desechos arrastrados por el mar hasta la tierra firme. Y a la vez la enorme masa de agua acrecentaba desde este mirador (la habitación estaba en el piso catorce) su grima, su amenaza, pero también su oferta sonsacadora: viajando en ella, sorteando los peligros, si es que alguien se atrevía, podía sin duda darle un giro a su vida, arribar ciegamente a un terruño propicio, “a todo”, dijo Marcos, “menos a la seguridad”. José Julio, que había cambiado el vino por una marca cara de cerveza, se echó a reír. Ambos tenían una cierta manera de estropear las cosas sin perder el sentido del humor. Esta tenue cualidad los unía, pese a las pertinaces diferencias.
Además, esta noche celebraban que José Julio había conseguido una beca para estudiar en un famoso college de un estado del norte. Marcos chocó su vaso de gaseosa con la botella de cerveza que José Julio bebía a pequeños sorbos: la mezcla con el vino comenzaba a marearlo. Recordaron los augurios chinos, escondidos en estuches de harina. Se abrazaron. Se desearon salud.
En el cuarto de al lado varias voces discutían en inglés. Hombres y mujeres, borrachos, despojados de sus perendengues, daban traspiés y manotazos. Sus sombras encrespadas se reflejaban a través del cristal imprudente en el balcón contiguo, en el que los dos amigos brindaban. De pronto alguien lanzó un objeto contra la pared; un hombre comenzó a chillar fuck, como si fuera la única palabra de ese idioma; las mujeres se echaron a llorar, entre graves recriminaciones. Una insulsa pelotera ante la cual Marcos y José Julio se sentían extranjeros.
Amanecieron junto a Key Biscayne, sentados en un muro detrás de una ermita. José Julio, completamente ebrio, hablaba con absoluta familiaridad de la Virgen, mencionando de paso escenas que vivió en una cárcel en Cuba, a un lado de la Sierra del Escambray, mientras Marcos contemplaba absorto cómo el oleaje en esta parte de la bahía había disminuido hasta quedar en unos pocos rizos, en una ondulación sin sobresalto.
Se dijeron adiós; se escribieron a través de las hebras luminosas de la computadora; José Julio se había conseguido una mujer, planeaba terminar un enjundioso ensayo, dar conferencias; allá arriba, cerca de Canadá, las estaciones se definían sin tantos titubeos; ahora era otoño otra vez; las hojas se incrustaban en el terreno áspero de Nueva Inglaterra. En Miami el año, o los años, se trazaban no en círculos, ni en curvas, sino en líneas que salvo breves desvíos eran rectas; Marcos dormía con la ventana de par en par, frente a un lago, a unos árboles de un tupido, casi obsceno follaje. Desde una rama se colaba en su sueño, convirtiéndose en voz, el silbido de un mirlo. Ya de mañana una húmeda corriente lo obligaba a tirarse de la cama y cerrar la ventana, tiritando.
III
Y ahora de pronto José Julio había muerto. Y no es que hubiera muerto, lo que podía entenderse: es que se había matado. Y por supuesto Marcos terminaría escribiendo algún cuento: era su forma de esquivar el golpe. O de ir tirando. O de virar la espalda. Ya lo había hecho, sin escrúpulos ni culpabilidad, con otras amistades, otras muertes. Una más no importaba. Pero esta vez tenía duda, resquemor, vergüenza. Más que eso: odio. Unas rabiosas ganas de venganza.
¿Pero cómo puede vengarse uno de un muerto? Los muertos son ladinos, malandrines: huyen y te la dejan en la mano. Uno se queda lelo, con la palabra en la boca, sin derecho a una réplica, al más mínimo gesto; sin posibilidades de dar un puñetazo, de mandar a la porra, o de intentar convencer, o al menos suplicar.
Por eso en esta tarde de marzo Marcos regresaba a este sitio, a este apartado rincón del sur de Miami, rememorando textos de Camus, de Durkheim, de Pavese. Uno recurre a la autoridad de la palabra escrita cuando siente que se está yendo a pique.
Este año la sequía había sido la más severa de las que se tenía noticia en la Florida; al menos eso afirmaba el periódico en el que Marcos se ganaba la vida, corrigiendo faltas de ortografía y escribiendo titulares rimbombantes como: Miami clama por la lluvia.
Sin embargo, la falta de agua no había mermado el verdor de esta zona, en la que casas aisladas se protegían de la mirada de los transeúntes con setos intrincados, o incluso (mostrando sin tapujos su rechazo) con tapias hostiles que apenas dejaban adivinar un techo.
Marcos detuvo el automóvil cerca del roble en el que José Julio lo esperaba. Después de apagar el motor se quedó con las manos en el timón, pensando que Camus, uno de sus autores predilectos, no había estado a la altura de sus dones al reflexionar sobre el suicidio: El mito de Sísifo tenía frases soberbias (“un acto como ese se prepara dentro del silencio del corazón, al igual que una gran obra de arte”), pero el razonamiento se empañaba por un exceso de juego literario y un afán de metáforas de buena voluntad que sonaban endebles, pobretonas. En Durkheim, por el contrario, la frialdad clínica y el intento de clasificar (en fin de cuentas, hablaba un sociólogo) le producían a Marcos repulsión. Sólo Pavese, en su última escritura, al describir la humildad que requería la acción, al pronunciar su adiós a las palabras, se acercaba a lo cierto. Pero tal vez esta proximidad era porque Marcos sabía que una semana después de redactar esta página final de su diario Pavese se había quitado la vida.
Marcos salió del carro. El viento de la tarde hacía crujir las ramas, despeinaba el pelo; vivificaba. Que uno sea joven, que haya logrado salir de un país que inexplicablemente se volvió una encerrona, que uno tenga talento, gracia, inteligencia, que uno cuente con la suerte de que haya gente que lo quiera a uno y que a la larga se cague en todo eso y se abarrote de pastillas y de¬sa¬parezca: no había literatura ni sociología ni fragmentos de diario que disculparan un acto tan salvaje.
El roble de la cita habitual era el primero de una hilera de árboles que escoltaban la calle, o más bien el callejón, una faja de asfalto con espacio para un solo automóvil, que desembocaba en la misma entrada de la iglesia. La casa parroquial en la que José Julio había vivido debía estar en la parte posterior; desde aquí se atisbaban construcciones detrás del campanario. En este roble, le había contado una vez José Julio, aparecían de noche dos mapaches que trepaban con envidiable destreza hasta la mismísima copa del árbol. Pero ahora era de tarde y los mapaches, animales nocturnos, seguramente dormitaban en algún escondrijo, esperando un ambiente de aislamiento y sombra, un escenario mucho más llevadero. Esta no era su hora; era la de los gatos, con su semblante esquivo pero no subterráneo. Marcos reconoció uno de rayas negras y amarillas, con una cola enorme, echado bajo un tilo; en su pelambre tal vez aún quedaba la huella de los dedos de José Julio, que acostumbraba a acariciarlo; Marcos lo había visto inclinarse y pasarle la mano al animal en más de una ocasión. Pero no, ahora no era posible distinguir ni una marca en el lomo hirsuto; los dedos van y vienen, las caricias se quitan, las manos se entumecen, se deshacen.
Marcos se dirigía con pasos remolones a la iglesia.
¿Esperaba encontrar un signo en los altares, en el rostro de yeso de una estatua, o en las facciones de un yeso menos frágil, pero yeso sin duda, de un cura o una monja? ¿Tendría que saludar, decir su nombre? ¿Explicar que había venido a inquirir, a averiguar? Pero no. No era eso. Si decía averiguar, debía añadir qué cosa. Uno averigua algo. Y no había nada.
Para su decepción, o su alivio, en la iglesia un silencio tajante convertía hasta un suspiro en una intromisión. Algunos feligreses de rodillas, con la cabeza baja, movían los labios; pero las oraciones, si de eso se trataba, no se escuchaban por ninguna parte; y lo que se pronuncia y no se oye carece de valor.
Marcos salió por una puerta lateral, con un aire mañoso, como el que oculta alguna fechoría. Dobló hacia el fondo, sorteando enredaderas y canteros de albahaca, hacia las casas que solamente había visto de lejos, pues las citas con José Julio siempre se habían limitado al roble; luego ambos iban en el carro de Marcos hacia otros sitios, al norte o al oeste, buscando gente, bullicio, tumulto, como hacen muchas veces las personas que quieren estar solas.
Pero esta tarde Marcos no buscaba estar solo, y tal vez por eso mismo se encontraba allí, en este descampado, más allá de la iglesia, abriendo al albur esta puerta enrejada, entrando en este prado reluciente que la sequía con su lengüeta rancia no había logrado desteñir. Más adelante el verdor se manchaba: inoportunas losas, bloques de mármol, láminas de metal, pespunteaban el césped, lo invadían, lo adulteraban con sus formas macizas.
Marcos avanzaba entre ellas hacia las construcciones que desde la distancia había supuesto siempre que eran casas; y en realidad lo eran. De dos plantas, con amplias escaleras, techos vistosos, pasillos pulidos. Sólo faltaban puertas y ventanas. Olvido comprensible, si uno se daba cuenta de que sus habitantes ya no tenían que salir ni entrar, ni asomarse, ni proteger su intimidad, ni buscar luz o sombra. Los cuatro mausoleos tenían cientos de nombres, fechas y versos en todas sus paredes, de las que colgaban pequeños búcaros, lámparas, banderas, sin dar siquiera un respiro al cemento, como un cuerpo totalmente tatuado.
Marcos, que no aguantaba el abigarramiento, prefería continuar por el césped, o por los trillos que a veces rectos, otras veces sinuosos, permitían caminar a través del despliegue de piedras opulentas.
La tarde descendía sin voces y sin rostros. Nadie andaba por allí, sólo él. Libélulas planeaban con alas transparentes. En una cruz trinaba un azulejo. En algún sitio, escondido a la vista, un enjambre de insectos zumbaba. Marcos se sentó en una laja a mirar los tachones de musgo que oscurecían un muro. Un nuevo prado se extendía hasta un arroyo, o un canal, donde un sauce humedecía las hojas; la cinta de agua se insinuaba a lo lejos, como una cuerda de azogue entre la grama. Una brisa ondulaba los arbustos. Daban ganas de tumbarse en la tierra y dejar que la hierba creciera en la piel.
Miami, abril del 2001.
Carlos Victoria
(Foto de Eva M. Vergara)
Carlos Victoria (Camagüey, Cuba, 1950-EE.UU., 2007). Publicó los libros de relatos Las sombras en la playa (Miami, 1992), El resbaloso y otros cuentos (Miami, 1997), El salón del ciego (Miami, 2004) y las novelas Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993), La travesía secreta (Miami, 1994) y La ruta del mago (Miami, 1997). La traversée secrete (París, 2001) fue seleccionada como la mejor novela del mes de noviembre del 2001 por el Jurado del Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia. A Bridge in Darkness (Los Ángeles, 2005).