Acabo de terminar “La isla de las mujeres tristes”, esa novela tuya tan consistente como alguna vez fue la casona de la calle Sierra que albergara a una de las familias más peculiares del siglo XIX cubano. Voces extraídas desde el fondo de baúles, bibliotecas, cementerios…; memorias contadas en corredores oscuros, en susurros, en cartas selladas por la bruma de lo que llaman pasado y que no es más que la vida acontecida fuera de nuestros ojos y que tratamos de representarnos con el artificio de la ficción. Más, ¿cómo te atreviste tanto? , me pregunto. ¿Cómo vislumbraste tanto? Tal vez porque este libro tuyo con sus hallazgos e intuiciones sea el epígono de otros libros ajenos y anteriores, y hasta proyectos de libros que nunca llegaron a ser.
Ahora tengo que empezar lentamente a sacudirme esas voces que fuiste montando, como si regresara de la consulta del babalawo a donde acudió Mercita, ansiosa por oír hablar al ékuele. Las “muñecas rusas contenidas dentro del caparazón de Juana” se debaten en el recuerdo de la muerta soberana, cargadas de repulsión y de amor. “Ella, ni que decir, su dolor siempre el más fuerte; su desasosiego el imperante.” Hablando sin remilgos, la denotas como la favorita del doctor Borrero, tal vez porque era de quien sentía mayor orgullo. A su muerte conservaron como reliquias hasta “las crenchas del pelo”, o los pañuelitos manchados de esputo”. El reto de sus vidas pareció resumirse en vivir con el fantasma de Juana o desprenderse de él. Casi lo lograron: Helena, casándose y procreando con el hermano del prometido de Juana; Dulce, con su mimetismo y su inmersión en la vida social y política de su tiempo; Lola con ese empecinamiento que la llevó a Harvard y a gozar América; Ana María, renunciando a un destino de artista para convertirse en artífice de la moda de una élite que leía sus crónicas publicadas en la revista Social. Y Mercita, la teósofa, que las sobrevivió a todas, uniéndose a Ramón Loy, el pintor negro que conociera París como la palma de su mano. No te faltó nadie por colocar en este árbol narratológico que es tu novela: la sufrida y madre Consuelo; Esteban, el patriarca que erige ese feudo de “atrezo y escenografía” que Casal descubre y trasgrede en su fingimiento. Seguramente que el poeta del loto que devino en lirio, intuyó que había algo más en “el amigo de las niñas”, en el padre-médico que recetara a su prole símiles y metáforas. El mismo que podía discursar sobre José Maceo o sobre la sífilis, que llevara a la casa a vivir a un hijo ilegítimo, o se preparaba para la próxima insurrección en suelo ajeno, se atreve de tu mano a unirse con Casal en un beso nocturno. Por ciertos detalles, debió saber Julián de la apetencia de conocimiento de los cuerpos y las almas que tenía el doctor; presumir que compartía la locura de los tristes, de los inconformes. Inconforme de todo: hasta de ser la persona que hubo levantado con grandes tribulaciones sobre el esqueleto liviano de su alma.
“Con el fin de nuestra estirpe, se extingue un modo de vivir. Y no habrá reencarnaciones ni transmigración de almas.” La última de las mujeres tristes que rastreaste parece ser Leonor, quien vivía en un apartamento frente al cementerio de Colón; una actriz cuya “locura era la única pista que delataba su ascendencia Borrero”. Esa locura que le atribuían los pobladores de Puentes Grandes a la muchacha de ojos penetrantes que los quería pintar como si fueran pájaros o ramilletes. Esa muchacha que amó hasta llegar al borde del hostigamiento. No importa si el poeta se llamara Carlos o Julián. La misma locura que llevó los pasos de Mercedes a la Logia de la Rosa Blanca, al padre Esteban -que decía descender del mismo conquistador Pizarro- a deambular desnudo por la casa luego de la muerte de Juana, y luego, a colgarse en la habitación de un hotel en San Diego de los Baños. Y alrededor de todos la locura de la guerra: la que acaba con la vida de Carlos Pío en la manigua, comiéndose sus dedos. “Caníbales de nuestro propio cuerpo en una batalla inútil”, proclamas certera. Esa guerra a la que Juana no quería dejar marchar a Carlos en el nombre del amor. Tu insolencia, Elizabeth, te lleva a dar por sentado a través de una de las hermanas, que de haber vivido Juana en otro tiempo hubiera sido hippie. Tanto era su amor por las flores, y su fervorosa creencia en que la guerra era su antítesis, y la patria, una desagradecida. La guerra es la madre del horror. A los Borrero los ronda, lo mismo que la enfermedad, la locura y la muerte. Pregúntenle a Esteban, que escapó siendo casi un jovencito a la pena capital. Ironía la de un hombre eminente y sanador que no pudo evitar tampoco la muerte de la hermanita Sara, o de la sirvienta Tomasa apuñalada por el fiel criado Radamés, viniendo a expirar delante de todos… Tampoco fueron entendibles los múltiples intentos de suicidio de Juana, los reales y los imaginarios: el más real de todos fue impedido por la madre Consuelo, quien la detuvo a unos pasos de ser tragada por la madre de aguas del río Almendares. “…algo tenebroso se colaba por debajo de las puertas, las ventanas…” Luego, Ana María, aplastada por una multitud en un teatro, en México.
Te vales de todos los recursos sin alardes: intertextualizas…y choteas. Sí, Elizabeth, he descubierto en ti también esa manera con que atemperas lo trágico, lo malicioso, ese recurso cubano de burlarnos de los hilos kármicos. Lo haces con naturalidad y solo en dosis necesarias. Así, el personaje atormentado que dialoga con tu Mercita Borrero en Miami , ¿quién es sino Guillermo Rosales, ese otro espíritu que no abandonas? Hay muchas señales que los que están enterados reconocen, con las que ajustas cuentas ¿personales, históricas, ambas? Están “el perro de la hoz” y la pareja de poetas que pudiendo encarnar una postura católica –epifánica, acabaron chapoteando en el lodazal de la política. Están también la poeta alucinada y el poeta descarriado. ¿Será que de los Borrero no ha escapado nadie? Para muchos queda claro cuáles son los involucrados en tu ajuste de cuentas –o de cuentos–, sin llegar nunca al ensañamiento hiperbólico que practicó por momentos Reynaldo Arenas. Si tienes que trasgredir la lógica temporal, también lo haces y pones a Ana María diciendo que La Habana luce peor que Leningrado o Nagasaki. Una mujer que no pudo ver cine soviético ni imágenes del hongo atómico. Pero no importa, porque un espíritu está más allá del tiempo y cuando necesites ser exacta lo serás.
Puedes recrear una época también con minuciosidad; esos detalles sutiles de iniciales bordadas en las sábanas de un hotel, la suavidad de la crema de Adelina Patti, los múltiples nombres de encajes y tejidos, como ese de nombre rebuscado: frivolité. Otros códigos pueden escapar a un lector distraído, nunca a un avezado, como el maná que viene del mar o la chusma enlevitada que le molestaba a Juana en el exilio. Hay que vivir ciertos episodios nacionales para saber por qué se trueca el instinto de echar acíbar en el agua que beben las palomas en las fuentes para mantenerlas sanas, por el de querer retorcerles el cuello “porque ya no podemos alimentarlas ni con migajas d e pan”. Admiro tu valentía en ese parlamento incluido en una de las entradas de Dulce María, en referencia a Rubén Martínez Villena: “Toda la Isla consentía que jóvenes imberbes se arriesgaran a retar en público a los políticos”. O la queja de Esteban Borrero al observar que “por todos los ámbitos del mundo, rezagados como un semillero de dolores, hay cubanos que huyen de Cuba”. Huyen como ellos huyeron, dispuestos a despalillar tabaco en suelo ajeno, o a filetear las cajas donde se envasaban, como hizo Bonifacio Byrne. “A tejer esteras como Heine o vender castañas como Goethe”. Para muchos de ellos el final será morir en suelo extraño, como Juana, como Mercita, quien acabó residiendo en un “home”, lo que la relaciona aún más con ese loco entrañable de apellido Rosales.
En tu novela el poeta Casal “a veces ansía saber si esta prole conseguirá lidiar con el mundo real, el de las estafas y las quiebras”. Al parecer él compartía con ellos ese dilema. No olvidemos cuán lejos llegó su osadía cuando escribió sus crónicas de la sociedad habanera que le costaron su trabajo como empleado de Hacienda. Pero nunca se preguntó el poeta si esta prole podría lidiar con el olvido de la posteridad. Políticamente no fueron almas lucrativas; tal vez solo unos pocos alucinados se empeñaron en volver sobre ellos. Sus vicios, sus imperfecciones, su locura o genialidad, sobrepasa la media consentida en los trópicos. Tal vez por ello la casa natal de Casal, nunca fue restaurada y terminó desplomándose al paso de un huracán, y la casa familiar de los Borrero, en Puentes Grandes, pasó de ser una arruinada casa de inquilinato a derrumbe total, pese a las gestiones del historiador William Gattorno por convertirla en el Museo del Cerro. La misma casa que resistiera al cañón que le emplazaron delante los voluntarios, no sobrevivió a la desidia. Los cuadros de Ramón Loy se acumulaban en el techo del baño del Museo del Vedado; lo supe cuando fui a preguntar por ellos. Sólo algunos libros, algunos desvelados, se empeñan en que no mueran del todo. “…aún cuando carezcan de monedas y amuletos protectores que inmortalicen sus perfiles, de bustos alzados en los parques, de leyendas populares que perpetúan las peregrinaciones hasta los lugares donde nacieron, fueron felices, o perecieron.” A sabiendas de que ciertos homenajes no han ocurrido, queda tu novela, Elizabeth, con sus voces, sus ensueños, sus ficciones, que son las tuyas, hija auténtica de esa isla de las mujeres tristes que no se dejaron derrotar.
La isla de las mujeres tristes, de Elizabeth Mirabal, Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014.
Elizabeth Mirabal (1986) coautora de Sobre los pasos del cronista. El quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965 (Premio Enrique José Varona UNEAC 2009 y Premio de la Crítica Literaria Cubana 2011), la selección de entrevistas Tiempo de escuchar (Editorial Oriente, 2011), Los pintores escriben (Ediciones Boloña-Fundación Alejo Carpentier, 2012) y Hablar de Guillermo Rosales (Editorial Silueta, 2013). Ha merecido en el género de prensa escrita los premios nacionales de periodismo cultural Monchy Font 2006 de la UNEAC y Rubén Martínez Villena 2006 y 2008 de la Asociación Hermanos Saíz.
María Cristina Fernández
(Foto cortesía de la autora)
María Cristina Fernández. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos “Procesión lejos de Bretaña” y “El maestro en el cuerpo”, además de otros dos libros para niños. Cuentos y textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, EE. UU., México y España. Desde el año 2006 vive en Miami.
A lo mejor tuvo la oportunidad de leer El clavel y la rosa. Biografía de Juana Borrero, publicada en 1984 por el Instituto de Cooperación Iberoamericana.
Seguramente, porque ese libro fue pionero en el tema. Estuve por mencionarlo, junto a otros como el que proyectó Tania Díaz Castro sobre Mercita, la novela de Carmen Duarte, hay otro de Franciso Morán en torno a Juana y Casal, están los prólogos de Cintio Cintio y Fina para los poemas y epistolario de Juana, hay un monólogo teatral de Vivian Acosta; en fin, que preferí no entrar en detalles. pero sin dudas tu libro es muy especial; de él me habló Manuel Pereira, en La Habana, y nunca pude encontarlo allá.
María Cristina, magnífico artículo, todavía no he leído el libro, (Rodolfo no me lo quiere prestar) pero sé del talento de Elizabeth. Gracias!!