En la caseta del motor del agua está escrito con plumón grueso: Casa Natal de Nicolasa. La fecha no está inscrita, pero tal vez fuera en los últimos días de agosto cuando una gata arisca y flacucha tomó posesión del lugar. Como no tenía más alternativa se arrimó a esa caseta en cuanto le dieron los dolores de parto.
Nacieron tres gaticos moteados como vacas o perros dálmatas, la que más me parecía una vaquita era la hembra, manchada hasta en el hocico. Los recién nacidos se arrinconaron en aquel cuartico húmedo donde el calor de la madre y su leche, los hicieron crecer. Un día salieron a desandar por la casa, lo que provocó un pronto despacho de gatos al exterior. El primero de la cría lo adoptó una amiga de la dueña, que necesitaba con urgencia un espantarratas. El segundo de la prole se fue al campo. Dicen que a una casita rústica con jardín de claveles y perros guardianes, pero amistosos. Sólo quedó la gatica de las manchas, a quien la muchacha de la casa nombró Nicolasa.
Nicolasa, vivaracha, olfateaba hasta el mínimo escondite, espiaba por las hendijas y dormía en las almohadas tibias de las que Mauricia se acababa de despegar. Pero un día todo cambió. Una mañana al despertar, Nicolasa estiró las patas, arqueó el lomo y sin dar tiempo al baño de saliva fue en busca de su platico de leche… ¡Estaba vacío! ¿Sería que su dueña no se habría despertado aún? No, imposible; la cama estaba vacía. Nicolasa buscaba en todas partes
Pero, ¿qué vieron sus ojitos azorados? Mauricia, la razonable y bien educada Mauricia, tendida en el piso del patio patas arribas; se untaba con saliva una garra, es decir, una mano, y luego se la pasaba por la cara.
Como su dueña aparentaba una delirante enfermedad, Nicolasa fue a la mesita de noche a ver si había alguna medicina que darle, como hacen los humanos cuando se presenta algún mal. En lugar de una cura lo que encontró fue un papel que leyó ayudándose del diccionario. Decía:
Nicolasa, estoy cansada de ser Mauricia.
Quiero ser un gato como tú. EXPERIMENTARLO. Disculpa las molestias que te pueda ocasionar.
Aquello no podía ser cierto. Con tantos dueños que había en el mundo, por qué tenía que pasarle esto a ella. Dio media vuelta y trató de tender la cama como pudo, estirando con las patas traseras la sábana arrugada. Estaba visto que a falta de manos, las patas nunca iban a alcanzar.
Subida en una banqueta se asomó a la jaula del hámster. ¿Y que tal si aprovechaba ahora que reinaba el desorden para abrir la jaula? No, no sería correcto, sintió Nicolasa. Si su dueña padecía una seria alteración mental no era bueno abusar de la situación que ya andaba patas arriba. Tal vez cuando el bicho despertara podría abrirle la jaula. Si su dueña quería experimentar lo que era ser gato le encantaría jugar a la cacería.
Miró a Cricetus que dormía hecho una bola de pelo rojo, ajeno a la calamidad. Por un instante el hámster bostezó y asomaron sus dientes afilados como cuchillas. “Vaya bestiecita”, pensó Nicolasa y un poco impresionada se bajó de la banqueta.
La noche llegó y Mauricia se había trepado al muro, bajo la sombra de una buganvilla cuajada de flores. Se estiraba de vez en cuando, se rascaba detrás de una oreja o se volvía a lamer. Cuando la luna asomó se cara nueva, Mauricia comenzó a maullar.
Nicolasa había pasado todo el día en ayunas, masticando yerbita fresca par desparasitar su cuerpo sano. Temblando de hambre, aguzó ese sentido supremo que tienen los de su especie y comenzó a oler profundo. ¿Qué olía Nicolasa poniendo su hocico manchado en dirección al viento?
Pues ella trataba de saber dónde estaba el mar. Su olfato buscaba una dirección en que las emanaciones de la sal en el aire y el olor disperso de algas y crustáceos, la orientaran. Si llegaba al mar, que no era lejos, ya estaría a salvo de desfallecer.
Antes de marcharse vio a Cricetus ya despierto dando vueltas desorbitado por la jaula. Se trepaba a los tronquitos que hacen de falsos árboles para dejarse caer. Verdaderamente este hámster estaba desquiciado. En esa casa pasaba algo muy extraño. ¿Qué tiempo le quedaría a ella en la normalidad? –se preguntaba la gata.
Sin dar tiempo a repensar planes malignos con respecto a Cricetus cricetus (este era su nombre científico), Nicolasa abrió el nailon de las semillas y repitió lo que tantas veces había visto hacer a su dueña Mauricia. Le dejó caer un reguero de granos que muy pronto el pelirrojo se introdujo en la boca. Ni un solo granito quedó fuera. En lugar de eso, Cricetus mostraba sus mofletes llenos, hinchados a reventar. “¡Vaya dieta!”, pensó Nicolasa al imaginarse a sí misma atragantada con semillas de girasol y granos de maíz. Mejor se iba en busca de sus pescadito fresco.
Antes de irse vio a Mauricia todavía en el muro, hablándole a la luna, “Miau”, pronunció Nicolasa a manera de adiós. “Miau”, respondió su dueña con más cara de lunática que de felino.
Ya en la calle, la verdadera gata tomó un camino escurridizo por debajo de los automóviles. En su trayecto vio algunos gatos callejeros que se empinaban a los latones de basura en busca de una tripa o una espina seca. “Mala vida la de esos”, valoró Nicolasa e inmediatamente se preguntó si no la esperaría igual destino si su dueña no recuperaba la razón.
En el muro del malecón la gente noctambuleaba por el placer de amor, del aire fresco o de la pesca. También pasaban los vendedores de maní. Pero, ¿quién le vendería algo a una gata sin dinero? Lo suyo era robar. Sí, robar. Siempre había oído decir que los gatos son ladrones y ella no iba a ser la excepción.
De un salto entró a los arrecifes. Vio pasar buenas ratas pero no le apetecía cazar un animal sucio. Tampoco le gustaban las lombrices que usaban los pescadores como carnada. Si algo quería era un pescadito fresco. Un parguito dorado, por ejemplo.
Caminó pegada al muro no fuera que una ola la rociara. Miró con sus pupilas encendidas las pertenencias de los pescadores.
Apenas empezaban a tirar la pita por lo que aún no había un pez fuera del agua. ¡Qué mala suerte! ¿Y qué era eso qué brillaba en una latica toda abierta al sereno de la noche? Sus ojitos y su olfato no podían creerlo: ¡eran sardinas en la lata! ¡Qué carnada tan curiosa!
Nicolasa aguzó aún más su instinto. Vio al par de hombres bebiendo tranquilamente de una botella de ron. Uno de ellos –el más viejo y el que más se mojaba los labios– metió los dedos en la lata, sacó una sardinita color de luna y se la tragó. “Coge un saladito, eso atraerá a los peces”, le ofreció al más joven, que cantaba una canción al viento de la noche.
Era su turno: ahora o nunca. ¿Qué esperaría, a que vaciaran la lata para atraer a una mancha de peces, o quizá una ballena? Nicolasa, despedida como una flecha, agarró la latica entre los dientes y sin decir ni gracias, se esfumó como gato que se lleva el diablo. Más vale pescado en boca que cientos nadando.
No se detuvo hasta sentir el calor confortable de la casa, ese olor familiar de la albahaca en el patio, donde Mauricia husmeaba en el platico vacío de la leche. Colocó delante la lata que traía apretada entre los dientes.
Entre ambas desaparecieron las sardinas. Las espinas blandas se juntaban a la carne aceitosa y no hubo desperdicio. Al final, la latica quedó bocarriba, lamida por todos los costados.
Esa noche Nicolasa llevó a Mauricia por sus lugares preferidos de los techos. Ronronearon en los aleros, musitaron en apartados rincones donde sólo se llega en cuatro patas, y entonaron la Oda a la luna, un bello himno que los gatos se transmiten por generaciones desde los lejanos tiempos del Egipto antiguo.
El rocío las fue cubriendo como una constelación de estrellitas de agua. Al amanecer, las dos estaban tumbadas una sobre la otra, intercambiando calor y agradables sueños. Mauricia soñaba que volvía a ser una muchacha que regaba las albahacas y daba de comer al hámster y a Nicolasa, a quién había puesto un lazo color turquí. Nicolasa soñaba estar entre las piernas de su ama, quien la rascaba con una peineta dorada.
Parece ser que un buen sueño recupera el equilibrio de las cosas porque al abrir los ojos, el día parecía el más tranquilo por correr. “Vamos, Nicolasa, voy a hacerte una leche bien tibia”, anunció Mauricia. Nicolasa ronroneó agradecida y comenzó a lamerse con su lengua áspera. Todavía en su piel había olor a sardinas.
Este cuento pertenece al libro El cielo de los deseos (Casa Editora Abril, 2001)
María Cristina Fernández
(Foto cortesía de la autora)
María Cristina Fernández. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos “Procesión lejos de Bretaña” y “El maestro en el cuerpo”, además de otros dos libros para niños. Cuentos y textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, EE. UU., México y España. Desde el año 2006 vive en Miami.
LINDO CUENTO. AY CUANTAS VECES HE SOÑADO SER NICOLASA!
Gracias, Teresa María!