I
Las niñas permanecían encerradas en el segundo piso de la casa. Sus habitaciones corrían ante un ventanal de persianas francesas. A través de los visillos, contemplaban una jaula de aves canoras situada en el centro de un patio interior umbroso y húmedo que reventaba en culantrillos por las orillas. Las piruetas de los negritos y los arranques de mal genio entre los machos más viejos, las entretenían tanto como jugar a buscar, desde esa distancia, las cuatro o cinco plumas blancas que resaltaban en el azabache tornasolado de aquellos menudos cuerpos. Salían poco, pues su padre había dispuesto que los paseos solo fueran posibles si era domingo —y debían ir enmantilladas hasta la iglesia cercana—, enfermaban de gravedad o tenían que copiar un paisaje en los alrededores del río. El único sitio por el que andaban con libertad era su gabinete: a pesar de la inmanencia del éter, allí estaba la biblioteca. Los libros se habían impregnado de aquel tufillo, y aun a sabiendas de que carecía de olor, insistían en que la quinina era la culpable. Con esa intensidad odiaban el medicamento.
El doctor había escrito para ellas un libro de lecturas. Se llamaba, es lógico, El amigo de las niñas. Con la letra desgarbada y amplia, con una tinta fuerte que casi hería el papel, el único ejemplar artesanal de aquella obra se distinguía por tener varios espacios en blanco. A medida que avanzaban en las lecciones, lo ilustraban a su gusto creando las figuras de acuerdo a las descripciones y sus propias y afiebradas ideas. Como se decía que la jocuma era una madera amarilla que podía estar un siglo bajo el agua sin pudrirse, la habían representado como un lingote dorado. En lugar de las canteras del Husillo, pintaron unas randas porque la acción de los pólipos sobre la roca caliza se comparaba con un encaje. Al saber que la abeja no dormía, habían dibujado unos ojos inyectados en sangre. Con la representación de los monos dejaron escurrir la crueldad, porque el libro decía que eran “una caricatura insolente del hombre”. Las páginas estaban desgastadas y, no en pocas ocasiones, el doctor debía retocar algunas letras o copiar una hoja entera estropeada de tanto ir y venir.
Apenas se separaban unas de otras, pero se escribían cartas: los buzones eran las sábanas con lavanda de los armarios, los dobles forros de los joyeros, los cajones más pequeños del único secreter. Si alguien hubiese interceptado los mensajes que a menudo intercambiaban, nada hubiera entendido. “Me gustaría ser como el vellón de la ceiba”, significaba que ansiaban volar. “Quisiera un collar de calcedonias”, que les gustaría conocer Guanabacoa. Y todo porque el padre les había dicho que la escritura y la lectura eran el vínculo más dulce y más fuerte que podía existir. Vivían apartadas. A aquella zona enviaban a los débiles o a los pintores. Ninguna quería dormir para siempre como su hermanita Sara de los Ángeles. Ya sabían, desde hacía mucho tiempo, que la muerte era la única señora del mundo donde reían y jugaban. Entendían la metáfora un poco tétrica de su libro de lecturas: “La tierra sin plantas sería como un vasto y pestilente osario”. Casi no tomaban el sol. Sus pieles de tan blancas, recordaban el tenue azul traslúcido de algunas ágatas. Su madre solía decirles que en los días más claros podía seguirles el curso de la sangre por el fino entramado de sus venas. Para disfrazarse de fantasmas, prescindían de las sábanas. Livianas, de encendidas miradas, integraban una troupe, a ratos hermosa, a ratos levemente sombría.
A la hora del sueño, se escapaban a una terraza que daba al modesto cauce del río. Padres y sirvientes retirados, nadie las notaba. Acostadas unas sobre otras, sumidas en una promiscuidad de velos y largas trenzas, escrutaban el cielo, en especial la luna, buscando presagios, revelaciones, promesas. ¿Se derrumbará esta casa alguna vez? No, porque en sus cimientos emparedaron a doncellas como nosotras, igual de lozanas, y sus pobres esqueletos sostienen las piedras de cantería de estas murallas. Y eso quién te lo dijo. La luna me habla. ¿Podremos sumergirnos en las profundidades marinas? No lo dudes, y danzaremos vestidas de rojo al compás de un vals que nombraremos Lorelei-Voces del Almendares. Y ahora una adivinanza, a ver si descomponen el acertijo. Blanco fue mi nacimiento, verde fue mi mocedad, amarilla mi vejez y negra mi mortandad. Diego Vicente Tejera, o no, mejor: Enrique José Varona. Rieron divertidas de confundir el palmiche con aquellos amigos de su padre que hacían tertulia en los portales y hablaban y hablaban sin cesar. Vámonos ya, que Él nos verá más profundas las ojeras. Hemos tenido bastante. Lola, la regañona. Ni lo digas: lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y eso de quién es. De un jesuita con nombre de rey mago. Lola, encarnarías en El criticón al hombre juicioso. Como apariciones, se pusieron casi al unísono de pie y sigilosas atravesaron mamparas y puertas. El olor a éter las golpeó en el rostro. Papá nos cura o nos mata un día de estos.
La isla de las mujeres tristes (Editorial Verbum, 2014) se presentará el próximo 10 de julio y contará con la participación de la autora, Elizabeth Mirabal y Rodolfo Martínez Sotomayor quien estará a cargo de las palabras de presentación. El evento tendrá lugar en el Centro Cultural Español, 1490 Biscayne Blvd., Miami, FL 33132, Tel. 305-448-9677. Entrada gratis.
Para adquirir un ejemplar:
La isla de las mujeres tristes (Editorial Verbum, 2014) de Elizabeth Mirabal
Elizabeth Mirabal
(Foto cortesía de la autora)
Elizabeth Mirabal (1986) Licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana. Coautora de dos libros acerca de Cabrera Infante: Sobre los pasos del cronista (2011) y Buscando a Caín (2012) y de Hablar de Guillermo Rosales (Editorial Silueta, 2013). Ganadora con La isla de las mujeres tristes del Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014.
No me cansaría de elogiar este libro de Elisabeth. Su escritura nos lleva a un mundo que es intenso porque es poético; un mundo que desborda a las palabras y a la vez no puede prescindir de ellas.
Excelente novela, la disfruté mucho y me dejo el deseo de convertirla en la verdadera historia ,o por lo menos en una historia posible, donde vidas arrancadas de lo inamovible sacuden su lustre y se vuelven apasionadamente creibles y y cercanas a nuestro imaginario.