Oye, yo me canso de darle vueltas a este asunto y cada vez me enredo más. Por eso te llamé, a ver si tú me ayudas, porque ya yo estaba medio loca de tanto pensar y pensar. Pero no es para menos, ¿tú sabes lo que es que te caiga esto encima así, de pronto, sin más ni más? Mira, yo estaba ahí en el comedor planchando una camisa, cuando de pronto empiezan a tumbar la puerta. Oye, pero lo que se dice tumbarla. Tú no tienes idea de la manera de tocar… Figúrate que yo me imaginé que era ese del recibo de los asilos que ya tú sabes cómo es. Pero cuando abro y veo que eran dos policías, por poco me caigo redonda en el suelo. Desde que les vi la cara yo sabía que venían a algo malo. Tú sabes cómo me llegan a mí las corazonadas. ¿Te acuerdas cuando lo del Ayuntamiento? Pues más claro esta vez, muchacha. Como una vidente.
Pero bueno, para no cansarte, abro y les digo muy fina que qué se les ofrecía y ellos me contestan que si aquí vivía Armando Fernández y yo les digo que sí, que aquí es y con la misma uno de ellos se adelanta y me dice que tenía órdenes de registrar. Fíjate, si nada más que de contártelo se me ponen las manos como hielo… Pero ya te digo, voy y los dejo pasar y se meten directo para el cuarto del niño, como si se conocieran la casa de memoria. Yo iba atrás de ellos preguntándoles que qué pasaba, que si a Armandito le había pasado algo. Ellos decían que no, que no pasaba nada y que me estuviera tranquila, pero yo quisiera saber quién se va a estar tranquila con un problema como ese. Y menos yo, que tú sabes lo nerviosa que me pongo.
Y eso que me aguantaba y lloraba bajito para que los vecinos no me fueran a oír, porque tú sabes cómo tiene la lengua esa gente. Yo misma me azoro de cómo
me contuve al principio. Si me ves no me conoces. Pero en eso uno de los policías se empinó para mirar arriba del escaparate detrás de un montón de periódicos viejos. Entonces le hizo una seña al otro y se encaramaron los dos y sacaron de atrás del bulto un radio chiquito, de esos blanquitos portátiles que venden ahora.
Yo no decía nada, pero me estaba muriendo por dentro. El más grandón de ellos se viró para mí y me dijo que Armando estaba en la estación porque García el de la tienda lo había denunciado por llevarse el radio y que como yo había visto, todo se había podido comprobar. Allí mismo fue donde me descontrolé. Empecé a llorar alto y a decirles que eran unos abusadores, pero ellos siguieron como el de Lima y se pusieron a apuntar no sé qué cosa en una libreta, como si quien les estuviera hablando fuera un perro.
Yo les decía que se acabaran de ir, que tenía que vestirme para llegarme a la estación a aclarar esa maraña que ellos le querían armar al muchacho. ¿Pero tú crees que se apuraban? ¡De eso nada! Se demoraban más, a propósito, para que yo viera que aquello del radio era lo de todos los días. Me decían que sí, que enseguida señora y que me estuviera tranquila, como quien trata con una vieja loca. Mira, hija, quiera Dios que no te veas nunca envuelta con la policía, aunque eso nadie lo sabe… Ya ves, lo que no te pasa por ti, te pasa por los hijos. ¡Ay Dios…! Mira, deja no ponerme a llorar porque entonces sí que no te voy a acabar el cuento y me hace falta que me diga una cosa o la otra.
Bueno, pues cuando al fin se fueron los policías, me lavé la cara ahí como quiera y me eché un vestido por arriba y cogí una máquina para la estación. Allí resultó
que en efecto el radio era de García y el niño ya lo había declarado, así que no había nada que discutir por ese lado. Yo hablé con García y me dijo que no tenía interés ninguno en acusar al muchacho, porque ya el radio había aparecido que era lo que a él le interesaba a fin de cuentas. Dice que él no se explica cómo un muchacho tan serio hizo eso, que si no fuera porque el otro dependiente le juró que había visto salir a Armando con el paquete, a él no se le hubiera ocurrido ni pensarlo. Ya ves, chica, como hasta en eso hay chivatos. El otro dependiente, por sacarse la culpa de arriba, me hundió a Armandito. Pero bueno, allá él. Yo se lo dejo a Santa Bárbara.
Atrás de eso vino a hablar conmigo el teniente que se portó de lo mejor. Dice que no hay problema, que esas son cosas de muchachos y que si le toca algo es muy poquito porque como es primera vez, en la Audiencia se hacen de la vista gorda. Yo le dije que sería primera y última y él me dijo que “claro, claro”. La verdad, se portó de lo mejor.
Entonces, cuando estaba poniendo la fianza, sacaron a Armandito y oye, estaba ese niño tan pálido que parecía que no le corría la sangre. Tú sabes que él nunca ha sido de muy buen color, pero yo nunca lo había visto tan amarillo. ¿Tú puedes creer que enseguida me recordó la cara del padre envuelta en el sudario? Mira, hija, me hizo una impresión tan mala que me eché a llorar allí mismo, en medio de la estación.
Como es natural, yo estaba esperando que él me dijera algo, que me diera alguna explicación, que le pidiera perdón a su pobre madre por lo que había hecho, pero no me dijo nada, nada. Cogí otra máquina de la estación para acá, porque comprenderás que yo no estaba para autobuses. En todo el camino yo venía llorando en una esquina, sin parar, y ese niño impertérrito, nada más que mirando al suelo para no darme la cara, sin decir ni palabra. Y con la misma que llegó se trancó como siempre en el cuarto y cuando yo le toco suavecito en la puerta no me responde.
Y aquí me tienes medio loca, de arriba para abajo, sin explicarme por qué este muchacho me ha hecho esto. ¿Qué necesidad tenía, hija, qué necesidad? ¡Si el radio de la sala está nuevecito! Y además, como tú comprenderás, lo que más me duele es que haga esto un niño como ese, que ya tú sabes cómo yo lo he criado, que desde que su padre le faltó me he hecho cargo de todo, diecinueve años completicos, todo el tiempo ahí, ahí, ahí, arriba de él para que siempre me saliera adelante.
Desde chiquito yo misma lo llevaba a todas partes y no me le separaba ni un minuto. ¡Por cuánto en la vida le iba yo a poner manejadora ni nada de eso! Los domingos lo vestía con la mejor ropa, que todo el mundo venía y me lo celebraba, y partía con él para la iglesia, porque tú sabes que desde chiquitos hay que enseñarles
a que le tengan miedo a algo. Ese fue un niño que nunca mataperreó en la calle ni se juntó con elemento malo que le pudiera enseñar a… cosas como esas de esconder el radio.
Bueno, tú lo has visto día por día desde que vivimos aquí. Tú me dirás si no es para azorarse de que haya salido con esto. Si yo ahora me pongo a pensar quién le puede haber metido esas cosas en la cabeza y le doy veinte vueltas y no lo encuentro. Él nunca ha tenido amistades que yo no haya querido que tuviera porque, eso sí, era el niño más obediente que tú quieras ver. Veces de verlo con algún muchacho que no me acababa de gustar y no tenía más que llamarlo aparte y recordarle los sacrificios que yo estaba haciendo para educarlo bien y decirle que yo quería que saliera igual que su padre que en paz descanse y cosas de esas que tú sabes. Pues no había que decírselo dos veces: enseguida cortaba la amistad.
En todos estos años no me acuerdo ni de un minuto que yo no haya estado arriba de ese niño, atendiéndolo en todo lo de su educación. Sin ir más lejos, hasta en los problemas esos de los hombres y las mujeres. Yo misma se lo enseñé todo el día que cumplió los quince años. Él se puso de lo más colorado. No me miraba a la cara y decía que él ya lo sabía. Pero claro, lo que sabía era váyanse a ver qué cochinadas que le contaban los otros muchachos y no como se lo expliqué yo, científico todo, con un libro que era una maravilla, hasta con láminas en colores, que me costó seis pesos de mi alma y de mi corazón. Ay, vieja, te lo he dicho siempre, que eso de criar a un varón sin padre hay que vivirlo para saber lo duro que es.
Luego, cuando ingresó en el Instituto, empezó a salir con alguna que otra muchacha, pero yo siempre le quitaba la idea porque si se me enamora a esa edad, no
me estudia más. Ni te ocupes que eso no falla. Por ello le quitaba esas boberías de la cabeza. Claro, no es que le dijera abierto que no me gustaba, porque entonces se entusiasmaba más. Yo lo preparaba todo muy bien: le encontraba algún defecto a la muchacha: cualquier cosa en la nariz, en el modo de caminar, según… y luego se lo repetía así como quien no quiere las cosas: “Oye, la pobre fulana tiene el cutis horroroso, ¿eh? La verdad es que yo ella, me ponía en cura”. Bueno, tú sabes que yo me pinto sola para eso, y a las tres o cuatro veces de decírselo, remedio santo: el asunto pasaba a la historia y él se ponía a estudiar como siempre y se dejaba de pensar en las musarañas.
Después, cuando le dio por salir de noche, me quedaba despierta hasta que él volvía. Él me peleaba siempre para que yo no hiciera eso, y hasta un día me dijo que lo que yo hacía era una forma de chantaje. Me pasé tres días seguidos llorando en una cama porque, ¿tú no crees que eso era como decirle delincuente a su madre? Bueno, pues tú ves, ni así consiguió que yo cambiara de idea. Seguía esperándolo hora tras hora sentada en esa escalera tan húmeda. A veces me entumía toda y tenía que subir a envolverme en un chalecito de lana. Pero, eso sí, no me acostaba hasta que él no regresara, para que viera cómo estaba sufriendo su pobre madre por sus malacrianzas. Y lo peor de todo no era el frío, ni lo duro que estaba el piso, sino pensar en qué estaría haciendo y dónde andaría a esas horas. Figúrate tú que hubo dos noches que llegó como a la una de la madrugada.
Pero soporté como una leona, sacrificándome noche por noche hasta que él fue dejando poco a poco de salir y si acaso daba una vueltecita volvía cuando más a eso de las diez. Yo no le tengo a mal que se haya revirado, porque todos los varones son así, pero el deber de las madres es enseñarles que en la calle de noche no se hace nada bueno y menos los muchachos que están estudiando, porque esos sí que tienen que dormir mucho.
Fíjate si no era capricho mío que después, en estos últimos meses en que le dio por no salir nunca, yo misma iba y lo embullaba para que diera una vuelta, porque bueno es lo bueno, pero no lo demasiado. Pero parece que ya había perdido la costumbre, porque la cogió con encerrarse acabado de comer en su cuarto y se pasaba ahí las horas sin hablar con nadie, tirado mirando para el techo.
Entonces fue cuando a principios de curso te conté que me dijo que no iba a matricular, porque lo que quería era colocarse y empezar a ganar dinero. Yo me pasé
las semanas llorando, pero no hubo modo de convencerlo de que siguiera los estudios. Él mismo se buscó el puesto en casa de García y como es tan listo enseguida lo pusieron a él solo en el mostrador de los radios y los discos. Cuando vino con el primer sueldo le dije, como es natural, que me lo entregara completo. Él me respondió que le dijera cuánto yo creía que hacía falta para la casa y que el resto lo guardaba él.
Oye, el sentimiento más grande que me ha dado nada en esta vida me lo dio ese muchacho cuando me dijo eso. Más que nada por ver que Armando había salido
tan distinto al padre, que el primero de mes me daba hasta el último quilo. Una semana entera estuve sin hablarle, porque nada más que lo veía y ya se me estaban saliendo las lágrimas. Y entonces, como a los ocho días, me encontré por la mañana en la mesa de comer un sobre con el sueldo enterito. ¿Tú puedes creer que no había tenido conciencia ni para gastarse un peso? El pobre…
Esa misma tarde le puse diez pesos para sus gastos encima de su mesita de noche. Y el resto se lo guardé en mi escaparate para el día de mañana. Hija, ¿tú sabes
lo que es un muchacho que todavía no ha cumplido los veinte años con todo ese dinero en el bolsillo para hacer lo que le dé la gana? Más que nada era por eso que a mí no me hacía ninguna gracia lo del trabajo, porque a la vez que empiezan a manejar dinero les entra un delirio de independencia y se echan a perder en un dos por tres. Pero a Dios gracias, después de aquella primera discusión se acabaron los problemas. Él siempre me deja el sobre encima de la mesa los primeros de mes y yo sin decirle una palabra le pongo allí sus diez pesos. Si yo te lo digo y te lo repito, chica, es el muchacho más obediente del mundo: no sé cómo ha hecho esto…
Y ya últimamente ni siquiera puede uno pensar que tuviera malas compañías porque tú misma sabes que apenas salía a ningún lado. Del trabajo para la casa y de la casa para el trabajo. Y cuando llegaba, directo para su cuarto sin hablar con nadie. Lo que sí me extrañó fue que empezó a tirar el pestillo, que eso no lo había hecho antes.
Ya tú ves, en la vida no hay felicidad completa, porque yo siempre había deseado que él estuviera aquí tranquilo en la casa como su padre y ahora que el muchacho no salía, para el caso era como si no estuviera, porque vivía trancado como si no quisiera pasar para este lado de la casa.
Así es la vida y aquí tienes tu espejo: diecinueve años enteritos tirados encima de un muchacho. Sacrifícate y vuelve a sacrificarte y llora y pelea y córrele atrás por gusto, para que te haga lo que acaba de hacer este. Y de contra en el mismísimo Día de las Madres. ¡Qué regalo, mi hija, qué regalo!
Por eso te llamé y me alegro de que hayas llegado enseguida, porque imagínate cómo andaría mi cabeza que antes de tú venir la había cogido hasta con pensar que Armando ha hecho esto del radio para darme en la cabeza, a propósito… Claro, hija, yo sé que esos son disparates que se le ocurren a uno cuando uno está desesperado. Porque vamos a ver, ¿qué puede él tener contra mí, que he sido siempre lo que se llama una madre ejemplar?
Este cuento pertenece al libro La angustia del sábado (Editorial Silueta, 2015) de René Jordán, compilación y prólogo de Carlos Velazco.
Para adquirir un ejemplar pinchar en el enlace: La angustia del sábado (Editorial Silueta, 2015)
René Jordán
René Jordan (Pinar del Río, Cuba, 1926-New York, EE. UU., 2011). Escritor, crítico de cine, y traductor. Escribió para numerosas publicaciones como: Bohemia Libre, la Agencia Latinoamericana (ALA), Film Quarterly, The Village Voice, Films in Review, Cinema, Film Ideal y Viernes de El Nuevo Herald. Autor de varias biografías de artistas como Clark Gable (1973), Marlon Brandon (1974), Gary Cooper (1974), y Barbra Streisand (1975). Trabajó también en el departamento de subtitulaje y en la oficina de publicidad para el extranjero de Universal Pictures.
Ganó el Primer Accésit en el Concurso Interamericano convocado por la Casa de las Américas en 1960, con el libro de cuentos La angustia del sábado (Jurado: Virgilio Piñera, Miguel Ángel Asturias, Lino Novás Calvo y Antonio Ortega). En octubre de ese año, se exila en EE. UU., y su libro es retirado de imprenta. Publicado post-mortem La angustia del sábado, compilación y prólogo de Carlos Velazco (Editorial Silueta, 2015).