Frente a mi única aliada, de 8 a 4:30, aliada ahora, quien fuera mi enemiga. Quien por momentos se convierte o retoma su forma original de monstruo controlador. Prisionera de su teclado, mis manos. Escucho la música con que intenta disfrazar mi encierro, con la que pretende hacerme olvidar su presencia. Cierro los ojos y escribo, me ajusto los lentes, regalo último de mi captora. Los acomodo y no encuentro posición para ellos en mi rostro. Siempre molestos, aunque ligeros mi tabique rehúsa su peso, tantas horas e inevitablemente ganan onzas con cada minuto transcurrido. La música enlazada al tímido sonido del keyboard me adormece, aprieto los párpados. Me pregunto cuántos errores habré cometido, no puedo evitar abrir los ojos, miro la pantalla, chequeo mis últimas líneas, corrijo las faltas, vuelvo a mi ceguera. A veces juego a las tinieblas, me intriga saber qué se siente, qué se adivina desde la oscuridad. La luz apartada para siempre, cerrada su influencia en mí. Facciones perdidas; fuera del espejo, cuántos objetos obsoletos, inútiles a mi nueva condición.
La luz roja me hace detener, a mi lado mi hijo adolescente, entre sus manos su última adquisición, uno de esos portátiles videogames. Sus dedos hábiles manipulan los botones sin dificultad.
Intento llevar una conversación, compitiendo mi voz con el héroe de la pequeña pantalla, finalmente éste vence. Aparto la mirada buscando refugio fuera del vehículo, a mi izquierda hileras de automóviles, como yo, esperando el cambio de luz. En la esquina junto al interruptor para peatones una joven aguarda para cruzar. Algo en ella me obliga a detenerme, con movimientos nerviosos recorre y retrasa la distancia entre el contén y el poste del alumbrado. Se lleva las manos al rostro, acomoda los lentes oscuros, con una maniobra extiende el largo bastón con que tantea un próximo paso.
Delante de ella, una caravana interminable de autos dobla, agotando la luz roja. A gran velocidad cortan el vacío, sin percatarse sus conductores de su imprudencia. La joven vigila el continuo zumbido de sus cuerpos, a la espera de un venidero silencio. A mi alrededor sospecho de observadores pasivos que a semejanza mía permanecen inmóviles, petrificados. Estar tan habituados a sobrevivir sin importunar, sin aguardar ayuda que se hace tan difícil salir a su encuentro cuando habríamos de darla o recibirla. En esta ciudad un peatón es presa fácil de todos los semáforos, asesinato con premeditación y alevosía. Esto y más pudiera alegar el peor de todos los abogados, no necesitando demasiadas palabras para ganar el caso.
Si intentas alcanzar el lado opuesto de una calle, presionas el botón, justo a la altura necesaria, hasta aquí todo de maravillas, casi al momento verás alumbrarse al hombrecito de luz blanca. Comienzas a caminar, recorres la mitad de la avenida (esto si aún no te han atropellado los automóviles doblando derecha) ya en el medio, ¡sorpresa!, el hombrecito blanco ha desaparecido, una mano roja, amenazante, te indica que te detengas, por supuesto no le prestas atención, apresuras el paso hasta llegar al otro extremo. ¿Qué sucedería si fueras una anciana o una joven como ésta? Semáforos programados para controlar la población menos apta, innecesaria. Eutanasia de la luz. ¿Tendrá alguna correlación con lo divino? La luz disponiendo destinos.
La joven aún junto al poste mueve el bastón de un lado a otro, parece decidirse, bruscamente otro auto se le adelanta y la detiene. Su pasajero formula una pregunta, la joven levanta el brazo y le indica un camino, llegue hasta Miracle Mile, doble izquierda. Me desconcierta la pregunta, ¿es una burla? y aún más la respuesta, ¿puede esta joven dar direcciones?
No puedo evitar compararme con ella, mi sentido de orientación es nulo, si me desvían de mi ruta por un accidente, comienzo a recorrer la zona dando vueltas por horas hasta lograr regresar a mi camino por puro acto de piedad de mi suerte.
Vuelvo mi vista a la esquina, la joven se lanza sobre el asfalto, con pasos marcados por el bastón recorre la distancia; en el semáforo la luz verde se ilumina; un auto frente a mí sale disparado, yo vislumbro a la joven entre las formas metálicas detenidas, aguardo sobrecogida, ¿estarían los demás conductores atentos a la esquina como yo? Espero en la seguridad de mi caja metálica, entreviendo dos posibilidades, ver el cuerpo lanzado de una joven ciega con bastón y espejuelos cayendo a capricho o su figura fuera de peligro conquistando el borde distante.
Un brazo emerge fuera de la ventanilla de un van, la mano abierta, suspendida, como barrera; la joven camina confiada y la veo avanzar frente a mí hasta tocar su bastón el contén cercano.
Mi hijo, a mi lado, embelesado. Acaricio la idea de la anécdota, relatarle la odisea acontecida a poca distancia. Hacerle ver cuánto se le escapa si permanece distraído. Reclamarle su desinterés por la vida sucediéndose fuera del juego, su falta de humanismo. El peligro de caer, sucumbir ante la enajenante idea de mundos irreales. Un héroe por rescatar a su princesa, enfrentado a infinidad de monstruos, pasando de un escenario a otro, donde le esperan obstáculos cada vez más difíciles.
Contengo mis palabras, asesínolas de sonidos, las hago girar. Desfilan cabizbajas, avergonzadas, luego se atropellan, disputándose un lugar en primera fila; interés, no enajenación, humanismo, realidad. Obsérvolas, impregnados mis labios de reclamos. Recuerdo una ocasión pasada, mi ojo detrás de la cámara, el video rodando, la película sucediéndose, una viejita se interpone ante el lente, éste que la persigue, ella detenida frente al mostrador donde el dependiente la ignora corriendo al encuentro de otro personaje con mejor atuendo, con cargado bolsillo. El ojo vigilante, debatiéndose entre el detenerse o continuar la filmación. Socorrer con la limosna y perder así ocasión de mostrar «las terribles consecuencias de la miseria». La viejita junto al estante de golosinas, de sodas enlatadas luciendo etiquetas brillantes que contrastan con el cuerpo anémico de la silente observadora. Ante ella el absurdo, la broma del cambio, un dólar por calmar la sed, veintitrés pesos por saborear el extranjero producto. Se aparta, vuelve a su andar destinado a otras vidrieras, a otros sabores.
Humanismo, ¿lo sentí acaso en el pasado?, esta tarde, ahora, ante la joven del bastón. Dejo a un lado la posible anécdota, mi hijo continúa, ojos, manos prendidos al videogame; recapitulo; la joven, por hoy, ha sobrevivido. Yo, me acerco cada día más a mi creador.
Alejo las manos del teclado, mis dedos palpan los párpados cerrados, cuánto rato evité la entrada a la luz. Busco la hora, maldigo, debí marcharme hace tiempo. Corro el mouse hasta el start bottom, presiono shut down. El calor de mi captora me tienta a detenerme, su luz se consume poco a poco y no termina de apagarse. Me desprendo de su cuerpo, presiono un botón para silenciarla con mayor prisa. Mis músculos entumecidos recobran su movimiento, voy recuperando mi identidad, mi liberación será completa fuera de su alcance. Dejo a un lado la silla, alcanzo mi bolso, coloco los lentes en su estuche, los guardo con indiferencia. Salgo apresurada. En este momento, no me gustaría navegar a oscuras.
De Mirada desde un submarino blanco (Editorial Silueta, 2009).
Eva M. Vergara
(Foto de Rodolfo Martinez Sotomayor)
Eva M. Vergara (La Habana, Cuba, 1966) llegó a los Estados Unidos en 1989. Cursó estudios de Literatura Inglesa en el Miami Dade College. Ha publicado el libro de relatos, Mirada desde un submarino blanco (Editorial Silueta, 2009). Uno de sus cuentos fue incluido en Palabras por un joven suicida (Editorial Silueta, 2006). Tiene inédito el libro de relatos Ceremonia de salutación.