Mi género literario favorito es la viñeta. A mitad de camino entre la prosa y la poesía, precisa de una maestría especial que pocos alcanzan. Es que se aproxima por la forma a la música, usted no puede hacer una viñeta que no vibre, que no tenga una cualidad sonora, porque entonces es una nota periodística, plana prosa. También tiene algo de pintura, pues son pinceladas que quieren atrapar un momento fugaz que dejó una huella en el autor. Si lo logra, al igual que en la música o en la pintura, el lector revive ese momento, que se vuelve real por el sentimiento, y la comunión autor/lector se logra plenamente. De las grandes novelas a veces solo recordamos una o dos páginas que nos tocaron especialmente, viñetas intercaladas en medio de una estructura y una narración mayor.
Recientemente descubrí por azar (?) a un escritor brasileño del que ni siquiera había oído hablar: Rubem Braga. Maestro insondable que me hizo el milagro de impulsarme a aprender el portugués para leerlo, porque su obra casi no se conoce en castellano ni en ningún otro idioma. La literatura de Brasil, salvo los nombres más populares, se traduce poco, una vergüenza, sobre todo, cuando hay tanta similitud con el castellano.
El descubrimiento de Braga me llevó a explorar más autores de ese maravilloso país, y ya son unos cuantos los que me han enriquecido la vida. Nada como el descubrimiento de un nuevo autor que nos hable al oído, que nos aporte esa música solitaria de las palabras para paliar tantas cosas que pueden disgustarnos en el panorama cotidiano.
Braga nació el 12 de enero de 1913 en Cachoeiro de Itapemirim, Espirito Santo, y murió el 19 de diciembre de 1990, en Rio de Janeiro. Su producción literaria abarca fundamentalmente docenas de cuentos y viñetas que recogió en 26 libros, también aparecían regularmente en los periódicos. Escribió una historia de su familia. Fundó con Fernando Sabino y Otto Lara Resende la Editora Sabiá. Realizó una intensa labor periodística y fue corresponsal en varios países; pero no le faltó el tiempo para trabajar además como actor en varios filmes, el más conocido Garota de Ipanema, de 1967.
De su libro La traición de las elegantes (1967) he escogido esta crónica o viñeta, de una perfección que siempre que la leo, me hace llorar, no por triste, sino por su desoladora belleza. He tratado de que mi traducción se acerque lo más posible al original; pero como bien se ha repetido mil veces: «Traduttore, tradittore«. Mi interés es que al leer mi versión, el lector se interese por este maestro y por su hermoso idioma, para que pueda disfrutarlo sin intermediarios y de cuerpo entero.
Las dos de la tarde del domingo
Traducción de Daniel Fernández
En medio de tanta aflicción y tristeza hubo un momento, ¿te acuerdas? Fue de casualidad, fue de repente, fue robado, y si alguien hubiese tenido la más leve sospecha, entonces hubiera sido la ignominia total. Pero hubo un momento, y durante ese momento hubo silencio y belleza.
Sería imposible describir el ambiente, extraño a nosotros dos, y no había ni cantos de pájaros ni murmullos de mar. Tal vez el ruido de un elevador, un timbre sonando en el interior de otro apartamento, el fragor de un tranvía afuera, el sonido de un radio distante, vagas voces -y, me acuerdo, había un rayo de luz oblicuo que daba en el suelo y en la parte de abajo de una puerta, recuerdo vagamente el color rosa de las paredes.
¿Serán recuerdos verdaderos? ¿Cómo volver a aquel apartamento, reconstruir aquellas dos de la tarde, recordar la fecha, verificar la posición de los muebles y el ángulo de incidencia del sol? Desde el suelo o desde la puerta del baño -creo que desde el suelo-, este iluminaba tus ojos claros que me contemplaban fijos. El edificio yo sé cuál es. ¿Sería posible buscar a aquella pareja joven que nos encontramos aquel día en la playa y preguntarles cuál era el número del apartamento en que entonces vivían? Tendríamos el permiso del actual morador, o quizá entraríamos subrepticiamente en el apartamento y la joven de la pareja nos diría, aquí estaba el cuarto, aquí el armario, la cama, allá quedaba el espejo…
Ah, había menos rumor en la calle en aquel tiempo, menos automóviles pasarían por allá fuera; pero ciertamente serían también las dos de la tarde, aunque ya no haya tranvías, habría algún radio encendido esperando el comienzo de un juego de futbol, y el sol entraría con el mismo ángulo por la misma ventana. Buscaríamos los muebles de entonces, los compraríamos donde estuviesen hoy, a lo mejor la antigua dueña se acuerda de a quién se los vendió y de cómo eran -no creo que todavía los tenga. Me acuerdo de que eran muebles banales; nosotros los colocaríamos en los mismos lugares y en las mismas posiciones.
Hubo un momento. Tal vez la pintura de la pared hoy sea diferente; creo que era rosa. Tu traje de baño era negro, tenía tirantes, recuerdo las marcas de los tirantes. Fue súbitamente, recuerdo que había varias personas reunidas, se había ido el agua en casa de alguien, y llamó por teléfono para decir que no lo esperaran para el almuerzo, hubo desencuentros en la playa, apareció la pareja joven –y entonces, por puro milagro, todo lo que estaba en contra de nosotros, las circunstancias, las miradas, los horarios, los esquemas de la vida cotidiana, las familias con sus radios y sus feijoadas dominicales, los encontronazos en una esquina, las convenciones, los miedos, todo lo que nos separaba, súbitamente cesó, la pareja se disculpó y partió, iban a almorzar con la madre de ella, la empleada se ausentó, yo me había ido, pero por casualidad tuve que volver– la verdad es que no podría reconstruir los detalles tediosos y vulgares; el recuerdo que quedó es que por un momento boyamos en el lomo de una nube, lejos de la ciudad y del mundo, y todos los ruidos se distanciaban y se apagaban, ahí estabas toda salada de mar, tus ojos me miraban fijos, serios, siempre tus ojos de niña, tus cabellos mojados, tu gran cuerpo de un dorado claro.
Hubo un momento, ese momento en que la carne se hace alma; y después, mucho después, me dijiste la misma cosa que yo sentía, aquel momento suspendido en el aire como una flor, un extraño silencio, sí, ¿te acuerdas?
Y después las cosas banales a las que la vida nos llevó, los caminos complicados que cada uno tiene que recorrer en la vida. Pero no pasó lo peor. Nada, nadie nos destruyó aquel momento, ninguna voz llamando a la puerta, ningún teléfono, el momento fue tal vez de locura, pero en su interior hubo un instante de serenidad pura e infinita belleza.
Ah, no me puedes responder. Hablo solo. Además, estas lejos; y tal vez tuvieras que mirar dos veces para reconocer en este hombre de cabellos blancos y de cara marcada por la vida aquel que fui un día, el que te hizo sufrir, y sufrió; mas quiero que sepas que te veo aún como eras en aquel momento, tu cuerpo aún mojado de mar a las dos de la tarde, y millares, millones de relojes eternamente funcionando contra nosotros, en los bolsos, en las muñecas en las paredes, todos dejaron de andar, porque en aquel momento eras bella y pura como una diosa y eras mía eternamente, eternamente. En aquel edificio de aquella calle, en aquel apartamento entre aquellas paredes y aquel rayo de sol, eternamente. Más allá de las nubes, más allá de los mares, eternamente, a las dos de la tarde del domingo, eternamente.
Septiembre, 1957
(Mientras lo traducía, volví a llorar, ¡coño!)
Daniel Fernandez
(Foto de Pedro Portal)
Daniel Fernández estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y columnista de El Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Ha escrito novelas históricas de próxima aparición y obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios. Ha publicado Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta (Editorial Silueta, 2009) y Novelas sencillas Editorial Silueta, 2010).
Que maravilloso escritor este Braga. He visto mi vida pasar mientras leía.Tenía ud razón , Daniel.