Conversación con un labriego mientras mi madre lee La barraca
Mi madre lee La Barraca, de Don Vicente Blasco Ibáñez
sobre un laurel, tendida, justo mientras la gloria abre sus ramos,
el mundo sus raíces y la verdad sus ojos como una isla
y el tiempo se confunde con otro umbral del que ella es la testigo
a veces por un rato, siempre antes que el fulgor cambie las horas
y el brillo se apresura frágil entre el confín de un aguacero
a ser también el día que embiste su canción cada mañana,
los charcos giratorios y hasta el mismo oropel, como un garrote,
las penas cuando intentan sus raíces borrarse desde el mar
y el azul como un yunque, como un simple aprendiz después del fondo.
La Barraca, la gloria, Don Vicente y la lectura de mi madre
hacen bien que a sus puertos los salve siempre el potro de la orilla.
Cuando alguien les pregunta por la imagen de nuevo alzan sus manos.
Si no han dicho la calma es porque los unió la marea grave.
Si no han la niebla ardido es porque la quietud vibra en sus nervios.
Un jardín los empuja grácilmente hacia el borde de un eclipse
y ellos rompen la vida igual que un corazón raja una piedra.
La Barraca, de Don Vicente Blasco Ibáñez
narra aquellas costumbres que signaron la huerta valenciana,
los labriegos, sus luchas, supersticiones, rondas y agonías,
la amargura… Es un grito de protesta social roto y latente
y en este hecho mi madre es la alcoba que exprime a un alacrán,
la cruz ayer dormida que ahora ensaya su nombre al sonreír,
el salterio de un brujo y hasta diría que el polvo en su laúd,
las torres florecientes con sus perfiles tibios, y una llama.
Lo que ha narrado Ibáñez es a veces lo mismo que lo que ella nos cuenta de
[su andar
pues lo he escrito y lo acuño: la barraca de Blasco es la misma barraca en su
[dolor
como un puñal plantado que a cuestas lleva el mar, desnudo y próspero.
Las plazas de la huerta de Ibáñez son las mismas que las suyas,
los labriegos los mismos, su lucha es la bondad del español
que con mi madre esgrime su protesta mejor que tantos otros.
La lectura transcurre a la forma del átomo cuando agigante el zumo de una
[esencia.
De pronto, ante un pasaje de la obra aparécese su autor,
cara a cara describe la nevasca, el hollín de quien lo lee,
conforma un naranjal junto a sus páginas
y mi madre le dice: Don Vicente
deje que algo a trasluz lo asista entero.
Y el narrador le dice: Doña Nilda
guarde usted la pleamar de lo vivido.
Y así se orienta un diálogo que escabulle el alfil de la emoción.
Y así se van los dos por un camino
que nadie nunca halló, pero que existe.
Y así escudan la gracia sobre un mantel que alguno está alumbrando.
Y así es que se ahoga el árbol y la piedad dormida en su altivez.
Y así es que Don Vicente junto a mi madre ha escrito otra novela,
otra fábula urgente con que agrietar, rendir las maravillas
y asirse para siempre con la cumbre a otro puerto extraordinario.
Mi madre lee con sigilo La Barraca, de Don Vicente Blasco Ibáñez
sobre una red tendida o sobre un butacón o alguna nube
justo mientras la gloria y el azul y la vida abren sus ojos
y el barro se confunde con las raíces también, como un profeta
o una hazaña que alumbra la noche o a su embrión, como un testigo.
Mi madre con su albura, con sus dolores lee La barraca
y una repentina peregrinación viene a caer la luz muy lenta y honda,
con vestidos de charcos y autobuses de nuevo y lenta y honda,
lenta y honda, lo he escrito, sobre un rostro que apuesta herir lo absurdo,
a veces como el aire su barraca descubre en la que describiera el novelista,
como el mismo acueducto que he anclado desde lejos,
que he asistido además y he de elegir,
talismán irascible, trébol o basto de oro o caña santa,
lectura de mi madre que con piernas de humo por la contemplación he de
[ascender
pradera siempre en cruz, reliquia rota,
como lo más febril de negras luces,
como el más fiel galeón de mis espectros.
Conversación con Dulce María Loynaz
a propósito de su poema Eternidad
Esta muda tristeza que no comprenderás,
este amor hecho un cauce de luz, Dulce María,
nos traerá las mieles y el tesoro de la isla
y con ella la antorcha que amanece en verdad.
Esta rosa, este pájaro del resplandor quizás
pondrá el jardín al borde de las abejas mismas
y unos poemas sin nombre con su aureola purísima
nos hará aurora el humo o un canto de cristal.
Estos poemas náufragos, estos lirios enormes
se los habré hecho esquirlas bajo el sol de la noche;
dulzura de un minuto no se la quiero dar,
como tampoco el alba mientras la lluvia enjuago
pero sí el ángel de oro que junto al cielo alcanzo…
Las cosas que se mueren sí se deben tocar.
Pedro Evelio Linares Castiñeira
(Foto cortesía del autor)
Pedro Evelio Linares Castiñeira (Ciego de Ávila, 21 de septiembre de 1983). Poeta. Licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad Máximo Gómez Báez, de Ciego de Ávila. (2009). Poemas suyos pueden encontrarse en varios números de la revista Norte, del Frente de Afirmación Hispanista, México D.F, así como en la revista cultural Videncia, de Ciego de Ávila. Ha publicado: Poemas para fundir contra el pecho del acróbata (Ediciones Ávila, 2010). Aparece incluido en: Silencio anterior a todo ruido. Selección de jóvenes poetas avileños, de Herbert Toranzo y Elías Enoc Permut (Ediciones Ávila, 2008), y en El árbol en la cumbre. Poetas cubanos a las puertas del nuevo milenio. Antología poética, de Roberto Manzano y Teresa Fornaris (Editorial Letras Cubanas, 2014). Miembro de la Asociación Hermanos Saíz.
Un gran poeta y gran amigo. Me alegra mucho ver sus textos publicados aquí. Merece más, mucho más.
Salu2. Y éxitos.
Pedro Evelio, he leído tus textos con detenimiento, y he sentido en ellos la búsqueda de un discurso propio -en un mundo sin brújula, donde muchos no entienden qué asunto es la poesía- . «Uno llega a tener una relación carnal con las palabras -dice José Á Valente- para que nazca el poema «. Presiento que ya haz navegado por ese ámbito de luz.