Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Crónicas traducidas del portugués – III

DANIEL FERNÁNDEZ

 

De niño yo escribía crónicas sin saberlo. Aunque un primo mío las catalogaba como «cuentos para no contar nada». Pero para mí el detallar una excursión de la escuela a una zona silvestre con ríos o cuevas resultaba toda una aventura. Aunque lo más importante que pasara fuera que alguien se cayera al agua, yo veía en esas experiencias tontas algo valioso. Por supuesto, mis reflexiones eran muy simples, tenía 8 años.
  Quizá sea ese afán infantil de registrar hechos aparentemente triviales, como una excursión escolar, que a pesar de todo pueden tener un valor especial en el tiempo y la memoria, lo que me ha llevado a enamorarme de las crónicas brasileñas que, con el nombre de viñetas, artículos o columnas se pueden encontrar también en otras literaturas.
  A mis alumnos del curso de Creación Literaria que imparto en el Miami Dade College suelo ponerles de ejemplo la primera viñeta que se quedó grabada en mi memoria, con todo y el lugar y la persona que me la leyó: el poeta y entonces mi profesor de Literatura Española en la Escuela Nacional de Arte, Hector Antón Quesada (hermano de Mercedes Antón que también habría de ser mi maestra años más tarde): La música, de Lecturas españolas, de Azorín. Me parece estarlo viendo cuando, para demostrar a la clase la maestría del uso verbal en el autor, nos reveló los misterios del pretérito perfecto de indicativo.
  También les he leído a mis alumnos Ante el río, de La red, de Eduardo Mallea, otro gran maestro de la viñeta. Esa, de apenas un tercio de página, a veces me lleva a las lágrimas por su belleza y porque me parece que siento lo mismo que el autor cuando la escribió. Otra de las magias del género. El bello país austral ha dado maravillosos y singulares cronistas, como Arlt, con sus deliciosas Aguafuertes porteñas.
  En Colombia también se ha cultivado bastante la viñeta, y en ella se destaca el cartagenero Héctor Rojas Erazo. Hay viñetistas en todos los países, por supuesto. En la Cuba precastrista quiero recordar a Miguel de Marcos con sus Escenas de la vida pantuflar, donde aparecen trabajos de fino humor y barroquismo criollo. En la isla caribeña la crónica también tomó nombre de mujer con Mariblanca Salas Alomá, Ofelia Rodríguez Acosta, Dora Alonso y muchas más. Estas divas cronistas merecen mencionarse junto a las más famosas del continente como Victoria Ocampo, Alfonsina Storni o la irrepetible Cube Bonifant. También Lezama, con su hipertelia tropical elevó la crónica al máximo con su Analecta del reloj.
  En Miami, en el Nuevo Herald, dos cronistas cubanos de mucha popularidad fueron George Childs, cuyas viñetas fueron recogidas en varios libros, entre ellos En tren que caben tres, y Fausto Miranda, también cronista deportivo, que mantuvo hasta bien entrados sus 80, su columna de recuerdos, Usted es viejo, pero viejo de verdad. Actualmente, las columnas de Gina Montaner en ese periódico perpetuán la tradición de la crónica o viñeta.
  Fuera de los periódicos en papel, la publicación digital El diario vivir, que escribe Juan Cueto Roig, reúne ejemplos del género que han sido publicados posteriormente en libros. En su libro de memorias Lo que se ha salvado del olvido aparece una crónica, El río, que merece figurar en todas las antologías. También se publican crónicas en las revistas miamenses Conexos y Signum Nous.
  Hay muchos ejemplos de crónicas en todas las literaturas, pero las brasileñas tienen un brillo especial. No podía cerrar esta trilogía de trabajos de traducción sin incluir dos de las figuras más famosas de las letras brasileñas: Clarice Lispector y Fernando Sabino, grandes amigos cuya correspondencia es imprescindible lectura para todo el que aprecie las letras de Brasil.
  Nacida en Ucrania, Clarice Lispector lleva en sus estrellas y sus genes esa sensibilidad y sentido trágico del mundo eslavo. El haber vivido casi toda su vida en Rio de Janeiro y el escribir en el sensual portugués de Brasil le da a su obra profundos contrastes.
  Llegó a Brasil a los dos meses, y su familia se estableció en Recife. Luego se mudaría a Rio, después de la muerte de su madre, cuando ella tenía 12 años. Viviría también en varios países de Europa y Estados Unidos, ya que se casó con un diplomático. Falleció en Río el día antes de cumplir los 52 o 57 años (hay confusión con respecto al año exacto de su nacimiento), el 9 de diciembre de 1977. A pesar de su relativamente corta vida dejó un buen número de novelas, poemas y crónicas. Su estilo participa de las exploraciones formales típicas del siglo XX, y en su originalidad puede apreciarse, paradójicamente, la reverberación de Joyce, Virginia Woolf y otros.
  En sus crónicas, sin embargo, se mantiene más tradicional, aunque siempre con una sensibilidad cortante, donde el sentimiento y la confesión se vuelven desafiantes, como en toda su obra. Esgrimía la valentía de una mujer que no teme a desnudarse en público, porque en el mismo esplendor de su alma al viento, se mantienen la intimidad y el pudor. Es una mujer desnuda sí, pero nos habla en su propio lenguaje y al oído.
 
 

Clarice Lispector

 

Tanta mansedumbre

 

Traducción de Daniel Fernández
 

Pues la hora oscura, tal vez la más oscura, en pleno día, precedió esa cosa que ni siquiera intentaría definir. En pleno día era de noche, y esa cosa que aún no quiero definir era una luz tranquila dentro de mí, y podría clasificarse como alegría, alegría mansa. Estoy un poco desorientada, como si me hubiesen quitado un corazón y en su lugar estuviese ahora una súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que era antes un órgano bañado en la oscuridad del dolor. No siento nada. Pero es lo contrario de un torpor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.
  Pero esto también me inquieta. Yo estaba preparada para consolarme en la angustia y el dolor. Pero cómo es que me reposo en esa simple y tranquila alegría. Es que no estoy habituada a no precisar de mi propio consuelo. La palabra consuelo se fue sin sentirla, y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se había transformado en carne y espíritu, ya no existía más como pensamiento.
  Voy entonces a la ventana, está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando la lluvia, lo que en otro momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar.
  Ah, yo sé. Ahora estoy buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es inútil la búsqueda. Estoy en la ventana y sólo acontece esto: veo con ojos benévolos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Estamos ocupadas ambas en fluir. ¿Cuánto me durará este estado? Percibo que, con esta pregunta, me estoy tomando el pulso para sentir dónde estará el doloroso latido de antes. Y veo que no hay el latir del dolor.
  Apenas eso: llueve y estoy viendo la lluvia. Qué simplicidad. Nunca pensé que el mundo y yo llegaríamos a este punto de tregua. La lluvia cae, no porque precise de mí, y yo veo la lluvia, no porque precise de ella. Pero estamos tan juntas como el agua de lluvia está ligada a la lluvia. Y yo no estoy agradeciendo nada. Si no hubiese yo, después de nacer, tomado involuntaria y forzosamente el camino que tomé –hubiera sido lo que realmente soy ahora: una campesina que está en un campo donde llueve. Sin siquiera agradecer a Dios o a la naturaleza. La lluvia tampoco agradece nada. No soy una cosa que agradece haberse transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Así como la lluvia no agradece el no ser piedra. Ella es lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría considerar el estar vivo. Nada más que eso, solo eso: vivo. Y vivo apenas de una alegría mansa.
 

Fernando Sabino

 

Fernando Sabino es casi una «fuerza de la tierra» como reza la expresión americana. Su vida y su obra son punto menos que inabarcables, pues en sus 50 libros cultivó con éxito varios géneros literarios, y en lo personal fue además de prolífico y versátil escritor, político, diplomático, locutor de radio, actor y director de cine, guionista, documentalista, editor de libros y revistas y aficionado al submarinismo. Sabino, al igual que Lispector, murió el día antes de su cumpleaños, el de sus 80, el 11 de noviembre del 2004.
  El paso del tiempo nunca mermó su estatura, que se ha mantenido como un ejemplo de lo mejor del ser humano, donde los años no empañan la mirada optimista de la juventud.
  Extraña combinación de realismo casi brutal, sensibilidad y humor, sus obras respiran el aire de los clásicos, pero además, como ser humano fue gran amigo de todos los que lo conocieron y que dejaron un desfile de semblanzas y cartas que lo retratan como alguien fascinante más allá del fuero de las palabras. Casi contrapartida de la intimísima Lispector, su personalidad y su estilo en las antípodas labró entre ellos una amistad en la que se vuelven como las dos caras de la misma moneda.
  También lo contaban entre sus íntimos, los grandes brasileños de su época, Braga, Bandeira, Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes y otros. Esa fuerza amistosa que lo define se siente también en su obra, paradigma de humanidad y belleza.
 

Mis dos amigos

 

Traducción de Daniel Fernández
 

En el día 6 de junio de 1986, por tanto, hace ya más de un año, daba en esta columna la noticia de lo que había pasado después de haber mandado a poner en mi ventana unas macetas de geranios.
  Coloqué allí un bebedero de esos para picaflores y otros pajarillos que comenzaron a aparecer todas las mañanas hartándose de agua azucarada en medio de gran algazara. Así escribí entonces sobre uno de ellos:
  »Todas las mañanas me venía a visitar. Sé que no es otro cualquiera porque hay un detalle que lo distingue de los demás de su especie: sólo tenía una pierna. Y, hay que admitirlo, no todos los días aparece un pajarillo con una sola pierna.
  Este era de la familia designada por el vulgo con un nombre tosco que no le hace justicia: «caga cebinho» [Lophotriccus galeatus]. Según el diccionario, se trata de un ‘ave paseriniforme de coloración verde aceitunada encima y amarilla debajo’. En realidad era muy gracioso mi pajarillo cojo.
  Al posarse se equilibraba con dificultad en su única pierna batiendo las alas y dejando a la vista la otra, apenas un muñoncito. Había que ver sus pajarerías en el vano de la ventana, o verlo saltar de rama en rama, entre los geranios, como si se estuviese luciendo para mí. A veces se atrevía a entrar rozando mi nariz para salir por la otra ventana.
  Un día se lo conté a Otto Lara Resende por teléfono, justamente en el instante en que él me invitaba a su show matinal. Otto, a pesar de tener el alma de pajarillo, no creyó en su existencia, prefiriendo creer que ya yo estaba bebiendo a esa hora de la mañana. Y pasó a hacer chistes, como el de hacerle una muletica con unos palitos de fósforos.
  En el momento que escribía sobre eso, vi que acababa de llegar. Me detuve un rato y me puse a mirarlo. Acostumbrado a ser observado, ya iba entrando en confianza. Fingiendo que no me veía, bebía un poco de su agüita, daba un saltico para aquí otro para allá, voló sobre un geranio, volvió al bebedero, se posó en una rama. Pero llegó otro y aprovechándose de la superioridad de sus dos piernas, en vez de confraternizar como un coleguita, lo expulsa de allí a picotazos para beber el agua en su lugar. El se queda al pie de la ventana, medio asustado, esperando los acontecimientos, mientras que yo, indignado, enfrento a su atrevido semejante. ¡Quién iba a decir que hasta entre ellos predomina la ley del más fuerte! Viéndose dueño absoluto de la ventana, mi amiguito volvió a beber y después se fue, no sin antes hacerme una reverencia de agradecimiento.
  No tengo la pretensión de escribir sobre pajarillos -asunto de la competencia de Rubem Braga, que es el canario de la crónica. No me arriesgo a dedicar una ni siquiera a este que se me aparece cada mañana con su casaquita verde y su chaleco amarillo, pajareando su alegría en el vano mientras yo trato de arrancar a esta máquina el pan nuestro de cada día. A veces tengo la impresión de que él hace todo lo posible por llamarme la atención y distraerme de mi trabajo, y dice que deje de afligirme con las palabras y de sentirme incompleto como si me faltara una pierna, y que pasara a vivir como él, pues era tan fácil, bastaba con abrir las alas y salir volando por la ventana.
  Lo llamé amiguito porque es como me siento. Entiendo ahora por qué Jaime Ovalle se hizo novio de una paloma, y por qué decía que Dios era poeta, siendo el pajarillo, en toda la Creación, su mejor soneto. Este que se me aparece cada mañana con su única piernecita es mi pequeñito y ya sufrido compañero, y me enseña que la vida es buena, vale la pena vivir, y posiblemente, ser feliz».

  Desde que así escribí sobre él, muchas cosas han pasado. Para empezar, la feliz comprobación de que no era amiguito sino amiguita -según me informó el jardinero: responsable de los geranios y del bebedero. El señor Lourival entiende de muchas cosas y entre ellas, del sexo de los pajarillos.
  La prueba de que era una pajarilla estaba en el compañero que conquistó y que luego comenzó a aparecer. Este, un poco mayor y más gordito, la cuidaba, apartando a los concurrentes. Y ellos andaban jugando el uno con la otra, revoloteando de aquí para allá, o bien se enamoraban, restregando las cabecitas. Ella a veces se desprendía de aquellos halagos, volaba en mi dirección y se detenía en el aire, a un metro de mi cabeza, moviendo las alitas frenéticamente para enseguida partir como una flecha ventana afuera. No sé qué quería expresar con esa proeza de colibrí erigida en ritual. ¿Algún mensaje de amor en código de pajarillo? Tal vez solo un recado prosaico del tipo «voy para allá y vuelvo enseguida».
  Y así, La Cojita, como pasó a ser conocida por todos a los que les hice el cuento -muchos llegaron a conocerla personalmente- no pasó ni un solo día sin aparecer. Incluso durante mis viajes, presumo que viniese, pues el señor Lourival se encargaba de mantener lleno el bebedero en mi ausencia, y era apenas llegar yo y ella aparecía en la ventana.
  De unos días para acá ella ha dejado de venir. Recordé aprensivo que la última vez que la vi era un día de lluvia, estaba toda mojada, con las plumitas del pecho empapadas. Temí que se hubiese enfermado. No sé si los pajarillos cogen gripe o mueren de neumonía. Según me esclareció Rubem Braga, el muy sádico, suelen morir de gato. Aun más, siendo coja.
  Hoy por la mañana hablé con el jardinero sobre mis aprensiones: varios días sin aparecer! El se quitó la gorra, se rascó la cabeza, indeciso, y acabó contándome lo que me había ocultado y que para mí asumía las proporciones de una pequeña tragedia.
  Debajo del bebedero había un plato hondo plástico para recoger el agua que eventualmente regaban los pajarillos -incluso los bien educados como La Cojita. Una de esas mañanas él la encontró muerta en el fondo del plato, las plumas presas en la sobra pegajosa del agua con azúcar. Probablemente, al perder el equilibrio, cayó dentro y no se pudo desprender con su única piernita.
  El señor Lourival, compungido, me dice que prefirió no contarme nada porque me vio triste por la muerte de mi amigo poeta [Carlos Drummond de Andrade].
  En aquel mismo día [17 de agosto de 1987].
  El poeta para el que: «amar un pajarillo es una cosa loca:
  El pajarillo baja a nuestro alcance, y no queda preso, su vuelo sigue, y prosigue sin alas, pura ausencia».

 
 
Notas finales:

1- «Traduttore traditore» reza el adagio, y es cierto que el traductor tiene que salirse con frecuencia de lo literal. Cada lengua tiene sus parámetros y lo que se tolera o es usual en una, es incorrecto, antiestético o culterano en otra. Sin contar la puntuación y las palabras intraducibles que obligan a un circunloquio. No quise abrumar al lector con notas al pie de página que entorpecen la lectura. Me tomé algunas libertades con las comas; pero generalmente respeté la puntuación, aunque fuera, a mi gusto, arbitraria, como el no poner los puntos de apertura de exclamación.
  No quiero cerrar estas traducciones sin poner un ejemplo de la «creatividad» a la que se ve obligado el traductor.
  En la crónica de Sabino, al referirse a Braga, él usa la palabra «sabiá«, que es el colectivo popular brasileño para las aves canoras, lo sustituí por «canario», por tratarse del pájaro cuyo nombre sirve popularmente para expresar un bello canto, de ave o de persona. También hay una broma privada, pues Sabiá es el nombre de la editorial que fundó Braga con Sabino y Lara Resende. También el primer libro de Braga se titula El conde y el pajarillo, y en sus crónicas aparecían con frecuencia los pájaros.
  También quiero insistir en que muchos maravillosos escritores brasileños esperan ser traducidos al castellano por primera vez, sobre todo, sus bellas crónicas, y eso es lo que me ha impulsado a publicar estos trabajos en Conexos.
  2- Lo que aparece entre corchetes […] son aclaraciones mías.
  3- Las cursivas en la crónica de Sabino son mías, para hacer más inteligibles las citas.

 

Daniel Fernández (Foto de Pedro Portal)

Daniel Fernández
(Foto de Pedro Portal)

Daniel Fernandez estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y columnista de el Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Ha escrito novelas históricas de próxima aparición y obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios. Ha publicado Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta (Editorial Silueta, 2009) y Novelas sencillas (Editorial Silueta, 2010).

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Esta entrada fue publicada el 09/06/2016 por en Traducciones.
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