Fernando, mi hermano mayor, se pasaba la mayor parte del día a la orilla del arroyo frotándose la cara, tratando de quitarse las pecas, porque algún hijo de puta le había contado que cuando pasan los años, las pecas se convierten en tumores malignos que desfiguran el rostro y degeneran en cáncer. El pobre diablo le tenía pánico a morirse y se cagaba de miedo sólo de pensarlo. Es natural que uno no quiera morir joven y que sienta algún temor frente a cualquier amenaza, pero de ahí a hacer del tema una tragedia griega que sea el centro de tu vida…, creo que era mucha exageración. A mí nunca me preocupó la muerte hasta ese extremo, siempre he pensado que llega cuando menos se la espera, que sorprende, y a veces ni te percatas de su arribo.
Mi hermano tenía el rostro lleno de pecas, las mejillas, la frente, la nariz; únicamente sus dientes grandotes y blancos carecían de los pequeños lunares contrastantes.
Las pintas jodedoras bajaban también a los hombros y a la espalda, se deslizaban como si fueran gotas haladas o cagajón de mosquito con diarrea. Hasta en las nalgas tenía.
Muchas veces antes de irse al arroyo a frotar su cara con algas y piedras, se embarraba todo de mierda de gallina, porque otro cabrón le dijo que así le saldrían pelos, y que una barba tupida le escondería las pecas. El peor problema era que todos los hombres de la familia, desde el padre de mi abuelo —y tal vez los de más atrás— hasta nosotros, éramos unos degenerados lampiños. Mi padre hasta calvo era, el pobre. Fernan prestaba atención a todo lo que le decía la gente y siempre seguía sus consejos aunque fuera una vez; incluso lo intentaba cuando sabía que le estaban tomando el pelo, no fuera a ser que a él le funcionara.
Una tarde llegaron dos hombres a la casa. Mi madre, Fernan y yo estábamos sentados frente al viejo radio que Don Rosendo echó a la basura y mi hermano logró arreglar.
Solo se escuchaba una emisora, donde trasmitían El derecho de nacer, la novela que íbamos a oír diariamente en casa de María Aurelia, y que ahora con el traste parlando, podíamos seguirla en casa. ¡Tremenda suerte!
Mamá coló café y habló con los hombres mientras nosotros simulábamos escuchar la novela, pero por mucho que prestábamos oídos a la conversación, sólo unas pocas palabras sueltas nos llegaban. La situación era inusual porque desde que mi padre se fue a trabajar a la Sierra Maestra, era muy raro que mamá hablara con extraños, y menos que pasaran y se sentaran en la sala. Luego llamaron a Fernan, a la vieja y a él les brillaban los ojos. Al rato, mi hermano salió del cuarto con un bulto, se despidió de mí con una contentura fuera de lo habitual y se fue con los hombres. Mami me dijo que había ido a reunirse con papá.
No recuerdo cuánto tiempo estuvieron fuera de la casa, pero fue mucho. Dejé la escuela y me puse de mandadero en la bodega del pueblo para ganarme unos kilos y ayudar a mamá. A veces la vieja se levantaba contenta, sobre todo cuando aparecían en la mesa latas de comida, trozos de carne, harina y hasta bolsas de arroz; pero ese día salió del cuarto llorando con mucho sentimiento, me abrazó muy fuerte y detrás de ella vi la cara seria y la mirada opaca de uno de los hombres que se habían llevado a Fernan. Mi madre se sentó en un sillón de la sala con los ojos fijos en el piso, sin poder contener el aluvión de lágrimas que brotaba de sus ojos, hasta que tocaron a la puerta. Cuatro hombres bajaron de un camión una caja de madera y la colocaron sobre dos sillas, mi madre se abrazó a ella dando gritos desgarradores. A mí me dio un vuelco el estómago cuando la destaparon y vi a mi hermano muerto; la sorpresa fue tajante porque siempre creí que él era inmortal, como yo. Vi sus ojos cerrados, la ropa verde con manchas de sangre en el pecho y en uno de los hombros, pero lo que más me sorprendió fue la sonrisa en sus labios. De momento no entendí cómo él, que tanto le temía a la muerte, pudiera tener esa expresión.
Luego estuvo claro para mí, no fue patriotismo, ni valentía, ni las sandeces con que nos quisieron enredar. Yo conocía bien a mi hermano y lo único que justificaba esa sonrisa eterna, era la espesa barba que cubría las pecas de su rostro.
Del libro de relatos Luces (Editorial Silueta, 2013).
Ena Columbié estará participando en la Feria del Libro de Miami 2016 con el poemario Sepia (Betania, 2016). Miércoles, noviembre 16, a las 8 p. m., Chapman Conference Center (Edificio 3, segundo piso, salón 3210. 300 NE Second Avenue, Miami, FL 33132).
Ena Columbié
(Foto de Axel Stein)
Ena Columbié (Guantánamo, Cuba). Escritora y artista gráfica. Licenciada en Filología. Ha publicado los poemarios: Ripios y Epigramas (2001), Ripios (2006), Solitar (2012) e Isla (2012). En narrativa Dos cuentos (1987); la antología Las horas (2011), el cuaderno de crítica literaria El Exégeta (1995), y el volumen de cuentos Luces (Editorial Silueta, 2013). Textos suyos han aparecido en las antologías Lenguas Recurrentes (1982), Lauros (1989), Epigramas (1994), Muestra Siglo XXI de la poesía en español (2005), La Mujer Rota (2008), y Antología de la poesía cubana del exilio (2011) entre otras. Codirige las editoriales, EntreRíos y AlphaBeta. Dirige el blog de ensayo y crítica de arte y literatura El Exégeta. Reside en Miami.