La suite era espaciosa, sin aquel habitual olor a insecticida que tanto nos irritaba. En la pared colgaban dos reproducciones: una de Modigliani y otra de Van Gogh. Los artistas del pasado siempre interesan colgarlos para que la gente admiren sus obras, pensé, siempre que esos artistas ya no respiren, siempre que no anden por ahí pidiendo dinero, siempre que estén bien distantes y no nos arrojen desde sus cabrones rostros esa expresión desesperada y maldita.
Cuando entramos a echar un vistazo al baño, Elizabeth exclamó: Oh, my God! Es fabuloso, ni en México he visto esos mosaicos.
La suite poseía un pequeño salón con televisor, refrigerador y un moderno equipo de sonido. Estábamos contentos de habernos mudado de piso y de habitación de aquel hotel.
—¿No será muy cara? —Le pregunté.
—Por el dinero ni te preocupes, en la otra apenas podíamos dormir con aquellos golpes en el techo, vale la pena gastar un poco más y estar cómodos.
Se fue a dar una ducha. Luego salió desnuda, se paró frente a un enorme espejo que se hallaba en una de las paredes del dormitorio.
Empezó a secarse. Por su rostro sabía que era feliz. Estaba seguro que aquel espejo ovalado era el mayor de todos los que habíamos visto en nuestras respectivas vidas. Su relación con los espejos era como una remota psicosis que aún con sus 45 años no había logrado superar. Adoraba ver su cuerpo proyectado en un espejo. Le parecía que su figura cobraba otra dimensión, que adquiría vida independiente a ella misma. Por ella supe que cuando era apenas una adolescente entraba en los probadores de las tiendas con la excusa de seleccionar un vestido y se pasaba horas frente a uno de ellos.
Contemplaba la geografía de mi cuerpo, pulgada a pulgada, descubría los rincones ocultos, me tocaba, me lamía, me pellizcaba. Estoy viva, amo mi cuerpo, me decía, amo mi cuello, mis axilas, el plano abdomen de mi juventud, registraba minuciosamente los vellos del pubis, los alaba, me apretaba la punta de los pezones hasta sentir dolor. Dentro de aquellos probadores descubrí que el dolor me excitaba, me transportaba a otras regiones fuera de la realidad, viajaba con el dolor. Luces, voces, figuras cálidas, afelpadas, me envolvían. Era como un largo viaje sin usar drogas. Si algo le agradezco a las tiendas Macy’s fue mi relación con los espejos y conocer el auto placer.
Cuando se ama no importan las confesiones. La confesión es un acto de entrega. Lo guardado se deposita en otro como un estibador necesita a su compañero de faena para levantar de un solo golpe un saco pesado. Entre dos, la carga se hace liviana.
En mi vida, en distintos períodos, he tenido que escuchar muchas confesiones. No me gustan, pero las he oído. Confesiones de locos, de desconocidos, de moribundos, de mujeres que he olvidado sus rostros pero lo que una vez me trasmitieron siempre he de recordar. Dicen que la cama es el mejor confesionario, luego de consumar un buen orgasmo. Dicen que en un vagón de un tren cuando se viaja lentamente por la espina que surca los pueblos. Cuando un compañero de celda desesperado se acerca a ti, oculta con sus manos su cara quizás por vergüenza o arrepentimiento y empieza a decir sus secretos delitos.
Oír confesiones de otros es como ser testigo y cómplice al mismo tiempo. Se requiere de mucho coraje para desprender la mierda grande que ha estado oculta por mucho tiempo, quizás la mierda de toda una vida.
No todos tenemos la capacidad ni la paciencia de escuchar, ni tampoco el valor de transmitir una confesión. Lo feo, lo sucio, o lo que creemos feo y sucio, cuesta mucho decírselo a otro. También es un riesgo confesar y un riesgo escuchar. Hacer una confesión es tal vez como mostrar en público nuestra ropa íntima empercudida, o abandonar a la vista de gente extraña nuestra dentadura postiza. La grandeza del receptor, es soportar las experiencias inéditas trasmitidas por el otro. Es aceptar lo que te dice, sin emitir juicios, sin utilizar la información entregada en contra del que ha confesado. Esto último, suele ser tarea de los policías de todas las épocas y de todas las partes del mundo, de los inquisidores, de los jueces y fiscales.
Desembucha, gritan desde sombríos cuartos para interrogar y extraer confesiones. Vomita, porque tan pronto como confieses ya veremos que hacer contigo. Quizás si cooperas te absolveremos, o serás condenado. Lograremos que te arrepientas y entrarás liviano en el reino de Dios, o volverás correcto y sin mancha al seno de la sociedad.
Divulgar una confesión que se ha efectuado voluntariamente es traicionar. Posiblemente un escritor al hacer público una confesión en aras de la creación, se convierte en traidor. Una confesión es un acto de confianza. Yo te confío este secreto: Una vez maltraté a mi anciana madre. Robé el salario de mi mejor amigo. Me acosté con el hermano de mi esposo y durante veinte años le fui infiel. Yo te confió que soy homosexual pero nadie lo sabe a no ser tú. Exclusividad. Yo te confío que no creo en el régimen, que soy y he sido un arribista, que muchas veces he vendido mi cuerpo y mi espíritu, tan solo por la vanidad de tener lo que otros no tenían.
Quien confiesa y quien escucha, restauran, aunque sea por un instante y casi siempre sin proponérselo, los valores de la lealtad.
Cuando se ama no importa cuán graves pueden ser las confesiones.
Al poco tiempo de conocernos, Elizabeth, me hizo su primera confesión.
Una madrugada cuando regresaba del teatro tropecé en el pasillo del piso de mi apartamento con el conserje del edificio. El hombre era un negro jamaiquino que me resultaba simpático porque cuando nos veíamos me saludaba con amabilidad y respeto y decía que si necesitaba cualquier reparación en mi apartamento no dudara en llamarlo. ¿Por eso me resultaba simpático? Sí, por eso. En esa época me gustaba la gente dócil, vasallo, esa clase de gente me proporcionaba cierta seguridad. Nunca coquetee con él. Sin embargo, esa noche el individuo sin decir nada se abalanzó hacia mí y me abrazó por la cintura con fuerza. Creo que lloraba. Luego suplicante empezó a susurrar al oído: Déjame tenerte blanca, déjame tenerte, por favor déjame tenerte. Me besaba y yo hacía todo lo posible por soltarme, estaba confundida, nunca había vivido en compañía de otro, nadie me había dado una caricia, tendría unos 30 años y era una especie de virgen que se auto complacía con vibradores y provocándome dolor frente a los espejos. Estuve un rato forcejeando con él, le clavé los dientes en su mejilla y estaba tan alterado que no lo sintió. Sangraba. Toda su cara sangraba. Pude gritar, pude pedir ayuda a los vecinos, pero no lo hice. El conserje me levantó la falda y comenzó a frotar con su mano mi vagina, sus dedos ásperos me lastimaban, me quemaban, más, cada segundo más y sentí dolor y el dolor se volvió como siempre me ocurría por aquella época, en una cadena de sensaciones placenteras. Le abrí las piernas. Dejé de resistir. Le pedí que me golpeara y lo hizo, le pedí que me mordiera y lo hizo. Sí, hazlo duro, más fuerte, le decía y su puño golpeaba contra mi cara, contra mis muslos, contra mis caderas. El conserje finalmente me tumbó al suelo y jadeante, como una bestia hubo de poseerme por entero. Cuando por fin eyaculó, se desprendió rápido de mí. Recuerdo que le supliqué que cuando deseara podía hacerlo con el mismo ímpetu de aquella noche. Creo que sonrió o hizo una mueca. No recuerdo. Quedé por unos minutos tendida en el suelo mientras lo veía alejarse. Pude denunciarlo, pruebas tenía de sobra, pero no lo hice.
El conserje me gratificó en otras oportunidades, pero nunca como aquella noche. Lo hacíamos aprisa, sin intercambiar caricias, sin preguntarnos nada. Solamente sabía que se llamaba Jonás como el del Viejo Testamento. Entre los dos habitaba un orden regido por el silencio. No conocía prácticamente nada acerca de su vida, ni él de la mía. El conserje era un juguete y estaba tan desequilibrada que no me preocupaba salir embaraza, ni contraer cualquier enfermedad de trasmisión sexual. Por suerte por aquellos años el Sida no había hecho su aparición.
Al cuarto o quinto encuentro, noté que sus instintos de propinarme dolor habían mermado. Cuando toda aquella pesadilla pasó, supe que el placer de un violador es la resistencia de la otra parte.
Una noche en que quedamos de acuerdo en vernos, no acudió. Desesperada lo busqué por todos los rincones del edificio. Pero ni rastro de Jonás. La idea de que se hubiera aburrido de mí comenzó a atormentarme. Estaba enferma, adicta. Los propietarios del edificio me informaron días después que el conserje renunció al trabajo y que no dejó señales donde localizarlo, creí morirme. Creo que lo estuve buscando por todo New York. Hasta acudí a la policía a denunciar su desaparición. Los oficiales del precinto se rieron en mi cara. Una blanca, clase media, de ojos azules, en busca de un hombre negro, era todavía por aquella época algo raro y sospechoso. Pensaban que era una drogadicta en busca de su proveedor. Una chiflada. Hasta coloqué avisos en los periódicos con la esperanza de que él o alguien que lo conociera me respondieran. Ven Jonás, te necesito, te daré una recompensa, lo que quieras. Pero mis esfuerzos por encontrarlo fueron finalmente inútiles.
Según ella, cayó durante largo tiempo en un estado depresivo que la volvió una rama seca. No sé si por ella misma o alentada por alguno de sus amigos o familiares de extrema confianza, no le quedó otra opción que acudir a la consulta del psiquiatra Tomas Clark, renombrado especialista que trabajaba en casos de mujeres abusadas y parejas que padecían de desórdenes sexuales. Luego de unas cuantas sesiones y terapias, el galeno le dijo:
«Pruebe con otro que posea esas mismas inclinaciones. Ese tipo de persona la podrá encontrar en cualquier lugar. No tiene que ser parecido al prototipo original. Quizá sea un profesor de teología, por ejemplo, o un enfermero, un astronauta, un hombre o una mujer, de cualquier raza y creencia religiosa. Los que infligen dolor a otros no los diferencia su clase social. Ricos o pobres, el instinto rompe las barreras. Estoy seguro que encontraras a otro Jonás, y cuando estés en la cama con él y logres conducir la experiencia hasta el punto límite, sanarás, estarás curada. Si es que quieres sanarte, porque puedes vivir el resto de tu vida cargando esos deseos. He comprobado que cuando una persona con la misma conducta masoquista, se halla en una situación extrema, al borde de la muerte, si sobrevive, si es que sobrevive, no te lo aseguro, nunca volverá a sentir el impulso de recibir dolor. La cercanía con la destrucción, salva, puede devolverte los patrones de lo que llamamos normalidad».
A los pocos meses Elizabeth entabló amistad con un comerciante napolitano propietario de una tienda de vinos y licores en el barrio italiano de Manhattan.
Valentín Vindi, un cuarentón, de aspecto rudo, cuya familia había alcanzado prosperidad financiera en la importación de vinos a Estados Unidos terminada la Segunda Guerra Mundial. Un tío materno del tal Valentín poseía viñedos en Sonoma y una majestuosa casa de campo en los bosques del norte de California. Vendi Blue era la marca.
Vida de lujo, poca cultura. Seguía enferma. En una oportunidad fui testigo de la manera brutal como apresó a un muchacho que entró a robar a su tienda, la golpiza que le dio me fascinó. Ese es el hombre que estoy buscando, pensé. Primero nos hicimos amigos. Valentín solía invitarme a la ópera, decía que le gustaba Wagner, pero a la media hora de haber comenzado la función se quedaba dormido. ¡Qué vergüenza!, hasta roncaba estrepitosamente. A Valentín le alegraba llevarme a los mejores restaurantes. Cuando comía hacía ruidos de cerdo, y los bigotes y sus gordos dedos de labrador se le embarraban de aceite. Yo pago, decía altanero, y al que paga no le importan los modales, al que paga se le permite todo. Y yo no reprochaba su conducta, creo que hasta me seducía. Los buenos modales te lo dejo a ti, belleza. Reconozco que soy un bruto, una bestia y soltaba una risa escandalosa que daba miedo. La bella y la bestia. Me divertía escuchar el sonido de sus pedos en los lugares públicos, no me importaban sus borracheras, las historias lujuriosas que me contaba sin el menor pudor.
Estaba enferma te repito, creo que hasta me enamoré de aquel tipo y soñaba todo el tiempo en el momento en que estaría en la intimidad con él. Entonces decidimos casarnos.
Siempre he pensado que si Elizabeth no le hubiera pedido a Valentín la noche de luna de miel que la golpeara, no nos hubiéramos conocido y quizás ahora ella tendría una casita blanca y de techo triangular en el fondo de Long Island, sería madre de uno o dos hijos, sus senos pequeños estarían distendidos de tanto dar de mamar. Una simple ama de casa de las tantas sin el menor interés por la historia y las artes. Me imagino que si alguien le hubiera preguntado a esa otra Elizabeth que ocurrió en Cuba el 1ro de enero del 1959, seguramente ella con certeza no hubiera sabido responder. Me gusta la caprichosa inexactitud del destino.
Me excedí, pero fue muy tarde para comprenderlo. Le conté en la primera noche de boda lo del jamaiquino, le dije que me gustaba que me maltrataran, que hacía mucho tiempo que esperaba aquella noche, le pedí que me dejara de tratar con aquella estúpida caballerosidad. Mi intención era provocarlo para que se pusiera furioso, le dije que si no me pegaba era un cobarde, que Jonás estaba muy por encima de él.
No me imagine que aquel hombre fuera capaz de reaccionar con tanta ferocidad a mis retorcidas fantasías. Extrajo de la valija una manopla y comenzó a golpearme en la cabeza hasta dejarme inconsciente en aquella habitación de lujo de un hotel en Las Vegas. Logré quebrarlo, sacarlo de sus cabales y diría que enloqueció. Reconozco fui culpable, pero fue así como sucedió.
Gracias a una empleada que entró a la habitación para entregar una botella de champaña que el hotel le obsequia a los recién casados, no morí desangrada. La mujer avisó de inmediato a los guardias de seguridad y fui traslada de urgencia al hospital. Nunca supe cuánto tiempo estuve en estado de coma, ni cómo ni cuándo recobré el conocimiento.
—¿Y qué existe en esa zona intermedia entre la vida y la muerte, pudiste escuchar, ver, sentir algo?
—Solo te vi a ti.
—¿Cómo que me viste si no nos conocíamos?
—Bueno allí tú estabas. No me cabe la menor duda. Recuerdo tu rostro pálido. Eras muy joven, extremadamente delgado, usabas boina, sandalias, llevabas en la mano un libro de Regis Debrey. Me mirabas. Lo hacías con una compasión enteramente verdadera y al verte frente a mí estaba segura que en aquel momento eras lo único que yo tenía.
Al desgraciado de mi marido lo arrestaron y luego de pagar una cuantiosa fianza lo liberaron. Supe por medio de un pariente suyo que se reunió con su familia y les anunció que tuvo la fatalidad de haberse casado con una puta loca que ya había gozado con un negro que le daba golpes. Meses después, comenzó un complicado juicio que duró aproximadamente un año. Finalmente el juez dictaminó anular el matrimonio, otorgarme una indemnización por un monto de 80 mil dólares y condenarlo a dos años de cárcel por intento de homicidio. Me mudé de New York a San Francisco y a Valentín nunca más lo volví a ver.
Cada cierto tiempo suelo hacerle las siguientes preguntas a Elizabeth. Porque quiero estar seguro de que está definitivamente curada. Siempre son las mismas.
—¿Te gustaría hacerlo con otra mujer?
—No.
—¿Con dos hombres o con un hombre y otra mujer?
—No.
—Con perros, caballos, corderos, simios…
—No, es asqueroso.
—¿Participarías en una orgía donde un grupo de personas al mismo tiempo te poseyeran?
—No.
—¿Desearías que yo que soy tu esposo, te amarrara, te propinara latigazos u otro tipo de suplicio?
—Como bien sabes en un tiempo me hubiera fascinado, pero ya no, si me gustara te lo hubiera pedido. Creo que por fin vencí aquella diabólica obsesión incontrolable, salió, te lo juro.
Lo que siempre admite, es que si como en un hechizo, su propia imagen reflejada en el espejo cobrara vida, ella hiciese el amor con su doble y si aquello pudiera realizarse, piensa que se consumiría en un orgasmo pleno, interminable, único.
II
Esa noche Elizabeth se acostó temprano. Estaba cansada del ajetreo de la mudanza. Me pidió que también lo hiciera, pero le dije que no tenía sueño y que permanecería un rato en la terraza. Prendí un cigarro y contemplé la ciudad que como un animal de los abismos se hallaba apagada y aparentemente desolada. Presentía mi detención y me preocupaba de qué forma iban a ponerla en marcha. Había escuchado muchas versiones de cómo la policía solía arrestar a sus opositores sin que nadie se enterara.
A Leonardo Paulo lo sorprendieron en una parada de ómnibus. Utilizaron un carro fúnebre. El vehículo se acercó y uno de los agentes desde la ventanilla le dijo directamente:
—Oiga compañero, ¿usted sabe dónde esta la funeraria? Somos del interior y no conocemos muy bien la ciudad.
Leonardo dio unos pasos hasta el carro con ánimo de ayudar al supuesto empleado.
—¿Qué funeraria es la que buscan?
—Acércate un poco que no te oigo —le contestó el agente—.
Leonardo fue hasta la ventanilla y rápido se abrió la puerta contigua del coche y alguien lo agarró por el brazo y lo introdujo.
A Reyneiro Hurtado fueron por él a la seis de la mañana. Un silbato, la voz potente de un mensajero que grita: Reyneiro Hurtado telegrama, Hurtado, telegrama.
Reyneiro desconfiado, mira por el visor de la puerta y comprueba que se trata de un muchacho con el uniforme gris de los empleados de comunicaciones. Un mensajero, le advierte a su madre que se ha levantado sobresaltada. Hurtado abre, el muchacho se aparta, y entran de golpe un pelotón de oficiales que lo empujan y le gritan: No te muevas estás detenido.
Antes que Romualdo Mayari se volviera totalmente un desquiciado y cayera reiteradamente en distintas cárceles del país y en la última le diera por creerse el rey de las palomas, me contó sobre su captura.
Comencé a deambular con unos tipos que querían volar con una bomba atada a la cola de un papalote la refinería Nico López Yo como tu bien sabes no soy un conspirador, pero esa vez me jodieron por amistad con esos individuos que si estaban en ese asunto.
El método que utilizaron fue el siguiente. Casi con treinta y pico de años en las costillas yo nunca me había acostado con ninguna mujer. Una tarde cuando viajaba en un ómnibus repleto que cubría el itinerario del Vedado a Palatino, se me aproximó una jovencita bonita, blanca y se colocó de espaldas a mí y puso sus nalgas firmes delante de mi pinga. Estaba excitado con el roce de aquel cuerpo y tenía el machete parado y yo trataba de estar a cierta distancia por si acaso la tipa empezaba a gritar que era un jamonero, pero no, lo contrario, ella no se movía y a cada rato volteaba la cabeza sonreía y me miraba con picardía.
Me sentía dichoso porque pensé que al fin había tenido mi primera conquista. Además me encontraba a punto de venirme, te lo aseguro. Entonces no pude más y le dije: —Oye niña, qué es lo que tú quieres ¿matarme? Y ella se echó a reír, ladeó la cabeza, me miró directamente a los ojos y dijo:
—Papi, vamos acabar con esto que yo también estoy que reviento.
Nos bajamos de la guagua. ¡Qué casualidad! inmediatamente de bajarnos pasó un taxi vacío, un milagro, pensé yo sin saber luego que todo estaba minuciosamente cronometrado Ella muy resuelta le dijo al chofer que nos llevara a la posada de 11 y 24. Eran aproximadamente las siete de la noche y cuando llegamos había una tremenda cola, pero la chiquita muy resuelta me dijo que no me preocupara que ella tenía un contacto con alguien del albergue que nos podía dejar entrar a un cuarto sin hacer la cola.
—Dame 30 pesos, papito —me dijo la muy desvergonzada—, con eso es suficiente para ir a la cama y quitarnos el calentón.
Y yo de come mierda se los di. En cuanto terminó de hablar con no se quien en la carpeta, inmediatamente nos dirigimos al cuarto asignado y adentro estaban esperándome cinco fornidos tipos de la DSE que inmediatamente me inmovilizaron, me sacaron a la carrera de aquel albergue y me metieron en un coche sin insignia que partió a toda velocidad rumbo a Villa Marista.
Cuándo vendrán por mí, ¿de qué forma montarán el operativo? Estaba seguro que ellos esperarían que me olvidara de la posibilidad de la detención. Ellos debían tener garantía de que no me encontrara en estado de alerta.
Un hombre en esas condiciones puede enloquecer y por ejemplo quemar vivo a toda su familia, secuestrar un avión, devorar con sus dientes a su persecutor, tomar un cuchillo de cocina, un simple cuchillo, y tasajear a uno o varios de sus agentes. Un hombre acosado es uno que ve a los perros callejeros como dragones. Que sin pensarlo mucho con una lata de gasolina acaba con todo un barrio. Un hombre cercado, sin nadie que lo escuche y lo aplaque, puede parapetarse en el balcón de su casa y disparar con un viejo revolver, a quien se le ponga delante. Ellos evitan este tipo de escándalos. No les conviene romper la imagen de que el edén tropical ya no es seguro. Por eso no realizarían ningún movimiento hasta tomar su objetivo por sorpresa. Por eso, tenía que estar alerta y no creerme que nada iba ocurrir. Debía estar al asecho y lúcido para cuando llegara el desenlace inevitable.
Un arresto es como esperar a la muerte cuando se padece una enfermedad lenta e incurable. ¿A que huele la muerte, cómo te conduce, hacía dónde? ¿Cuánto tiempo dura el paseo hacia lo que no se sabe?…
Observé el dormitorio y me fijé detenidamente en el espejo. Me di cuenta que su posición abarcaba la mayoría de los ángulos del cuarto y fue entonces cuando me sacudió una súbita inquietud. ¡Lo clásico cómo no me había dado cuenta antes! Estuve a punto de gritar. Se trataba de unos de esos antiguos trucos empleados por la policía para observar de cerca los movimientos de los sospechosos. Entré sigiloso a la habitación tratando de no hacer ruido. Ella dormía. Apagué la lámpara de la mesita de noche, la única que estaba encendida. Fui hasta un armario y extraje una sábana, luego, casi a tientas llegué hasta el espejo. Comprobé que su marco ovalado se encontraba empotrado. El espejo era una ventana. Lo cubrí lo mejor que pude y pensé en las caras que debían poner esos tipos cuando comprobaran que los había descubierto. Luego volví a la terraza. Me sentía ansioso, encendí otro cigarro. Tuve deseos de despertarla y explicarle que ellos comenzaron a controlar nuestros pasos, que sospechaban que era una espía, que yo era su cómplice, que Rudi, Ferman y no sé cuántos otros agentes de la contrainteligencia, posiblemente se encontraban detrás de aquella pared, que cuando estuvo desnuda la vieron y algunos o todos al mismo tiempo, se votaron una paja a costa de ella. Pero era una imprudencia despertarla y hablar de lo que estaba ocurriendo. Aquella ratonera seguramente se hallaba repleta de micrófonos. Entonces creí que debía informárselo al siguiente día. ¿Pero dónde? ¿En la calle? No, en la calle sería una locura. ¿Frente al mar, en el muro del malecón, en una playa al este de la ciudad? Tal vez. Los expertos aseguraban hace apenas diez años que el agua interfería los sistemas de escucha. Pero diez años es tiempo pasado, la prehistoria, toda aquella tecnología a estas alturas ya era obsoleta. Ahora se empleaban equipos capaces de captar a no sé cuántos miles de metros el zumbido de una mosca, además de estar preparados para contrarrestar cualquier tipo de interferencia producido tanto por los humanos, como por la naturaleza. Por lo tanto, era poco fiable y arriesgado ir a pararnos frente al mar y conversar sobre lo que estaba ocurriendo.
Observé la forma fetal en que dormía mi mujer. Nunca antes había asociado la manera en que duerme una persona con la inocencia. Alguien que duerme así no puede ser culpable. Quise acariciarla, saturarla de frases suaves, volar con ella hacia aquel parque oscuro y húmedo donde al principio de nuestra relación descubríamos desenfrenados la llama de nuestros cuerpos. Estuve un largo rato cautivado con la dicha de aquellos recuerdos. Pero de pronto, surgió una duda que me heló la sangre. ¿Y si ellos tenían razón? ¿Si durante todos estos años Elizabeth había sido una vulgar agente de los servicios de inteligencia? ¿Si se trataba de una traidora, una repugnante traidora de mis sueños, de nuestros sueños?
Me vino el deseo de sacarla a patadas del lecho, de arrojarla por la terraza hasta ver como su cuerpo se estrellaba contra el pavimento. Entré a la pieza con la intención de hacerlo. Me acerqué a la cama. Respiraba agitado y el sudor corría por mi cuerpo como si me hubieran arrojado un cubo de agua. Ella sintió mi aproximación y se despertó sobresaltada.
¿Qué te pasa estas empapado, te sientes mal? Ven, acuéstate, ven a mi lado. Me extendió sus brazos. Le miré sus ojos y en ellos encontré aquella preocupación maternal que borra toda la malignidad que puede revolverse dentro de un ser humano. Eso querían, pensé, que enloqueciera y la matara. Me acosté a su lado. Temblaba. Puse mi cabeza sobre su pecho. Era inocente, repetí muchas veces, éramos inocentes y así fue como quedé dormido.
Alejandro Lorenzo
(Foto cortesía del autor)
Alejandro Lorenzo (La Habana, Cuba, 1953). Escritor y periodista. Estudió arte en la Academia San Alejandro. Reside en EE. UU.