¿Tendré que decirles que el cerebro es una aplicación a ver si empiezan a usarlo de una vez? Todos los días se pierde dinero en cosas tan sencillas como esta. “Alexandrita, sprinkle the water over the leaves, please. No basta con que pongas los tallos de la menta en agua si lo demás sigue seco. No son flores, por dios”. Frente a mí unos ojos se abren, como quien ha agarrado una información muy potente y necesita digerirla bien. Casi todas son así, nerviosas, hipersensibles. Tengo que tener mucho cuidado en cómo les hablo, y mucho más en cómo les miro. La mayoría saben que están buenas y se recuestan a eso. Cuando hacen una cagada grande me sonríen y me dicen con dulzura: “Chef, it is my bad but is not going to happen anymore”. Claro que no les creo. En breve se escuchará una bandeja de platos caídos al suelo, o vendrán a devolver algo con la excusa de que el cliente tuvo la culpa del error. Aquí el cliente nunca lleva la razón sino la culpa. La gran culpa. Pudiera escribir varios manuales si eso sirviera de algo. Uno por ejemplo, sobre la intolerancia a los alimentos. Allí les dejaría bien masticado qué es el gluten o dónde esperar encontrar lactosa. Les explicaría pacientemente que las semillas de girasol no representan un peligro para el alérgico al maní, y detalles así, que desconocen. Pudiera empezar con algo tan simple como que “B and B” es bread and butter. Se supone que ellos tengan su propio manager que les siga de cerca, pero al parecer éste no da abasto. Yo debería tener bastante con los del culinary team, que está premiado.
Apenas he faltado unos días para viajar a visitar a mi madre y cuando viro me lo encuentro todo muy relajado. Pero la han operado de cataratas y le he llevado de todo cuanto se suponía le hacía falta. Hasta unas gotas que me han costado un ojo de mi cara. De paso vi a mis hijos, que ya los tengo reclamados pero igual se desesperan y no quiero que vayan a hacer esa locura que me insinuaron hace unas semanas. Si cuando vi las noticias de esos cubanos sacados a punta de pie de un pueblecito de Colombia que tuvieron que meterse en la selva de Dairién, de donde algunos no salieron, los llamé y los tranquilicé un poco. “No, a las Bahamas no. Esa vía tampoco es segura. Ni el camino de la selva ni el del mar; ustedes vendrán por aire o no vendrán. Y déjenme vivir, coño, que bastante me ocupo de todos ustedes”.
Pues regreso acá y me encuentro varias cosas que no andan bien y tengo que meterlas en cintura. Más que en pocos días vendrán los de la corporación para hacer una de esas inspecciones que nos ponen en jaque. Vienen tres de los que más mean a revisar que todo esté dentro de los estándares, y aquí lo único que va quedando dentro de los estándares es la improvisación. En eso sí que tenemos más que sobresaliente. Pero justo hoy que me urge concentrarme en enmendar estas cosas se jode el gato de Delio. Me avisa Penélope -¿quién sino ella para dar este tipo de noticia?- que el pobre hombre está allá atrás lloroso y maldiciéndome. “¿A mí, por qué razón?” Lo que me faltaba. Le preparo un café y voy para el dish.
Allí está ese saco de huesos de cara apergaminada dándole la lata a su compinche haitiano. Le ofrezco el café y me esquiva. Mal síntoma.
-¿Qué pasó, Delio? ¿Qué es eso de que yo te maté el gato?
Me mira por debajo de sus espejuelos. Como siempre, no lleva puesto el gorro. Mira que le explico que es mandatorio, que si el jueves cuando vengan esos…Pero no, hoy no lo regañaré. Además ya me sé de memoria su absurdo pretexto: “los que se ponen esos gorros son los judíos y yo no soy judío”.
-Mira, Chef, es esa comida que tú haces la que lo mató -refuerza.
Esto que oigo es puro delirio. ¿Que yo cocino mal? Pero si he logrado que le den a este restaurant la categoría del mejor en la zona de Gables-South Miami. Eso salió muy clarito en la revista New Times, que yo mismo recorté la página y la puse en el board para que todos la vieran. Claro, este tipo de gente solo lee las boletas de la lotto. Vuelve a abrir la boca, no demasiado, porque apenas tiene dientes. Si no, ya me hubiera caído a gritos.
-Anoche, cuando llegué a mi casa, le di de comer lo que sobró del family meal.
-Anjá -le interrumpo para que sepa que le estoy prestando atención a los detalles mientras trato de recordar qué les preparé ayer. ¿El grits con hilachas de carne? ¿La pasta con berenjena? Oh, no, ya recuerdo… -Pero, Delio, ¿no me digas que tú le diste a un gato arroz jambalaya? Eso tiene mucho picante.
-¡Todo lo que tú cocinas tiene mucho picante! Me recuerda la comida de esos desgraciados indios con los que trabajé en New Jersey. Pero, quiero que sepas que mi gato comía de todo, hasta brocoli y galletas de chocolate. Estaba más fuerte que yo. Era una belleza. Un verdadero Russian blue. ¿Tú sabes lo que es un Russian blue? ¡Qué vas a saber tú que eres cubano! Ni siquiera lo pude enterrar cristianamente porque el dueño del edificio no me dejó. Todo lo que pude hacer fue ponerle un rosario alrededor del cuello y tirarlo a la basura. Es pa morirse…
Pude ver que sus ojos se aguaban, casi lo compadezco si no sospechara que en un rato podia volver a encabritarse contra mí. Siceramente yo no sabía qué coño era un gato de esos. Que yo recordara los había siameses, los peludos de Angora… Una vez tuve una novia con un gato persa y lo trataba como a un maharajá. No me quedó otra que reconocer mi ignorancia ante el saco de huesos que me acusaba. Decidió probar el café y se animó a sacar su teléfono del bolsillo para rastrear una foto del deceso. Lo que yo veía era un gato de color grisáceo, sin mucha carne y con ojos azorados. Por mucho que me esforzaba no lograba comprobar que tenía frente a mí el pretendido reflejo de una belleza acabada. Por culpa de mi arroz, para más exactitud. Le doy una palmada para ver si logro sacudirle las lamentaciones, pero él insiste:
-¿Tú ves ese color gris? Pues por las mañanas yo le abría la ventana para que cogiera sol. El se pasaba la lengua por el pelo y se iba poniendo azul, como si se hubiera bañado con un champú especial -me dice Delio con los ojos aguados. No sabía que este empecinado dominicano fuera tan sensible-. ¿Tú crees que el picante fue lo que lo mató?
Le explico que lo del picante es para que la gente aquí no se enferme tanto, que cada vez que entra un virus arrasa porque somos muchos en un lugar tan cerrado. Además de que la comida especiada estimula a trabajar, los agiliza. Creo que lo estoy suavizando, pero ¡qué ilusión! De pronto me mira y me recrimina en el peor de los tonos:
-¿Qué tú dices, chico? ¡La comida de aquí no estimula a nadie! En el tiempo que estuve preso engordé cinco libras y aquí jamás he aumentado ni una onza ¡Aquí lo único que se deja tomar es el café!
Como si quisiera darme apoyo, Marcelo, que ha venido a dejar una bandeja de copas en el fregadero, consuela a Delio:
-Pero, Delio, todavía te queda tu perrita. ¿Usted no ha visto la foto, chef? Es una poodle de pelo color champagne, preciosa. Está demostrado que los perros son mejores compañías que los gatos y mucho más agradecidos. Hasta pueden entender más de doscientas palabras del lenguaje de sus dueños. ¿Cuándo usted ha visto a un gato que haga esto?
¡Vaya, Marcelo, me impresionas! Pero Delio ni le responde. Lo último que haría en su vida es hacerle caso a un gay. Todavía recuerdo el problema que tuvimos entre él y Nick, el manager asistente. Todo por un puñado de horas que hubo que recortarle en una semana mala. Cuando las matemáticas no dan como esperamos lo primero que se ajusta son las horas de los empleados. Si tenemos pérdidas esto se va a la mierda. Pero ellos no entienden, y menos Delio con su cerebro añejado en Budweiser. Me acusó de que aquí había una mafia controlada por “esos pájaros”. Gritó tanto esta vez, con su boca sin dientes pero de lengua poderosa, que se armó la que se armó. Vino Nick con su chaqueta impecable y su corbata bermellón a enfrentarse al viejo del delantal lleno de miasmas del fregadero. Tuve que darle la coba a cada uno, pero lo que quería era sentarlos un buen rato con el culo sobre las brasas de carbón.
Le pedí a Nick que se alejara para controlar al insurrecto dominicano y recordarle que cuando entró a trabajar aquí debió firmar una declaración por la que se adscribía a la política de integración de la compañía, donde no se discrimina por raza, ni género ni identidad sexual. Se lo dije bien firme para desactivarle sus ínfulas y cerrar capítulo. “Yo no sé lo que yo firmé, Chef, porque aquí dan papeles y más papeles, pero lo único que me queda claro es que ese gringo maricón me quitó mis horas.” Está visto que este hombre está muy jodido de la cabeza. Cuento hasta cinco, hasta diez, hasta veinte, hasta que Tomás me interrumpe para dejarme saber que el batch de tomates que yo mismo puse a asar se ha quemado.
-¿Cómo que se ha quemado? -le increpo.
-Sí, mire usted mismo.
Abro el horno y en efecto, allí están las tres bandejas de tomates listos para hacerles la prueba del carbono 14.
-Pero, carajo, si yo mismo puse el timer. ¿Cómo pasó esto?
-Bueno, usted sabe que la gente cambia el timer cuando le parece. Debe haber sido el que puso el pan.
Voy a indagar quién puso el pan y desgració los tomates cuando se me acerca Penélope con cesto en la mano. Me anuncia que está recolectando dinero para el gato de Delio.
-¿Para qué, si ya no lo pueden embalsamar? El mismo me ha dicho que tuvo que tirarlo a la basura. Por cierto, yo tuve que hacer lo mismo con los tomates. ¿No habrás sido tú la que desajustó el timer?
Lo niega con un gesto. Me lanza una mirada de desdén que me aclara que ella no está ahora para tomates asados. Me deja saber que se impone comprarle otro gato a Delio. Un Russian blue de ser posible. ¡Vaya, que no puede conformarse con un alley cat u otro ejemplar sacado del shelter! ¡Vaya gente curiosa! Pobres refinados. Pobres que tienen tiempo de ver cómo les cambia el pelaje a un animal mientras se ensaliva pero no reparan en que han dejado un cucharón embarrado de salsa cuando lo dan por limpio. Y esta Penélope que se presta para todo. Ella también me odia un poco, a su manera. Me odia porque no le doy horas de overtime, pero las únicas que pudiera darle son las que usamos para descargar el camión a las cinco de la mañana. Pero, ¿qué coño va a descargar una mujercita que pesará unas cien libras? No, Pene, no, necesito hombres a esa hora. Entonces se dedica a hacer colectas. Esta debe ser la tercera del mes, si es que no me perdí alguna cuando estuve en Cuba. Primero fue para ayudar a mudar a la abuela de Jimmy, el preparador, porque el edificio donde vivía fue declarado no apto para vivir y había que desalojarlo. Otra para ayudar a Andrea porque el bebé nació con el labio partido, y ahora este dichoso gato que no podía comer comida seca, como dios manda en este país. Esta mujer se coge las desgracias para ella, como si fuera Madre Teresa de Miami, o el sindicato que no tenemos. En algunos momentos he sentido ganas de despedirla. Así de simple, decirle: Penélope, esto se acabó.
El día que estuve más cerca de hacerlo fue cuando ella, Delio y otro fregador, cubano para más señas, armaron un salpafuera gritando que iban a salir a denunciar que en este restaurant los trabajadores se iban quedando sin derechos. La causa aparente fue que se les prohibió hacer café expreso en la máquina nueva. Podían tomar del americano que se cuela en grandes cantidades, pero ese a nadie le gusta. Tampoco a mí, debo ser sincero. Pero las reglas son las reglas y las cápsulas del café bueno se han encarecido. Total, que la sentaron encima del carrito que sirve para trasladar las bandejas y echaron a andar por todo el pasillo anunciando que no pararían hasta salir a la Miracle Mile. Gritaban consignas para levantar la moral de la clase obrera, que ya se sabe que es una clase enferma, fantasmal. Nada más había que mirar a los dos que tiraban de la carroza para saber que iban borrachos. Así trabajan todo el tiempo, o con perico, o con dios sabe qué. Como si yo no me diera cuenta que se beben las cajas del vino Franzia que usamos para cocinar y tengo que meterlo bajo llave. Pero, ella, ¿por qué lo hizo, sabiendo que la trato con cierta deferencia? ¿Se le olvidó entonces que le subí cincuenta centavos la hora para arreglar el transportation cuando me dijo se le caía a pedazos? Que además la dejo llevarse todos los días una comida para la casa por esa anemia que tiene, que según ella solo la padecen la gente con sangre caucasiana. Otra rareza, habiendo nacido en esa isla pachanguera y con una enfermedad de aristócrata. Yo te digo a ti, que entre mujeres y gatos frágiles van a acabar con mi paciencia. Delicados como productos gourmet. Pero delicada y todo se unió a ese par de locos, como la libertad guiando al pueblo, a un pueblo descarriado que no quería dejar de tomar el café de sus sueños. Una libertad de ínfimos pechos recubiertos por un delantal empercudido, secundada por dos dementes, ¿a dónde iban se suponía que llegarían? Los detuvimos en el vestíbulo, a unos pasos de alcanzar la calle, y luego de obligarlos a cumplir con su jornada los sometí a un correctivo en mi oficina. Otra vez que hicieran algo así quedaban despedidos. Luego de ese incidente anda más mansita en cuanto a manifestarse públicamente. Ahora ha convertido el cesto del pan en su arma favorita en la lucha por un mundo mejor.
Le explico a la Pene que no compartía la idea de que reponiendo el dichoso animal a Delio, éste dejaría de injuriarme ni de echar pestes contra el restaurant, la corporación o el mundo tal cual es. En el fondo lo que el llora no es la muerte de su gato sino su incapacidad de funcionar en un sistema de cosas donde yo he aprendido a nadar y él a desentonar. ¿Por qué esta mujercita defiende tanto a estos buenos para nada, la mayoría con un historial que roza la criminalidad, lo disfuncional, y en el mejor de los casos, el retardo mental? Pasa el aludido frente a mí, cargado de sartenes, sonriendóme diábolico.
-¿De qué te ríes? -le pregunto.
-¿Estás preparado para lo que viene? -esto me suena mal. Ya me empieza la pena en el estómago. ¿Se habrá jodido otra vez la esterilizadora? Es que cada vez que empieza a ahumar hay que desconectar los cataos y llamar a los bomberos-. Mejor ve llamando a un plomero porque hay algo en el desagüe que se jodió.
Voy a ver de inmediato, seguido por la recolectora que no se pierde una desgracia.
En efecto, el fregadero se desborda y por si fuera poco de cada una de las rejillas de la cocina comienza a salir agua mezclada con leche, grasa, detergente, un gran coctel supurando de las entrañas del piso. ¿Será la venganza de Delio? ¿Este hombrecito flaco y desvalido en apariencia me habrá hecho una cabronada para tupirme las cañerías en venganza?
Le pido una explicación, pero claro que no sabe. El haitiano tampoco sabe cómo se ha destapado este volcán subterráneo. Agarro el teléfono. El plomero contesta con voz de sueño; que lo esperen un momento que tiene que prepararse. Hay que parar el fregado porque esto se ha puesto peligroso. Le advierto a los camareros del final del turno que tengan mucho cuidado al pasar. Penélope me ayuda a poner esos conos que indican que el piso está mojado. Resbaloso, cagado, debían indicar.
La boca del estómago me duele más. Es el stress, me ha dicho el médico. Las úlceras son propias de individuos con tendencia al mando, a la cólera, al perfeccionismo. Quisiera ser más melancólico, o más flemático, sin llegar al amaneramiento, claro. De vez en cuando tener un blue. ¡Qué coincidencia! Para los gringos un blue mood es una tristeza, un estado de dejarse arrastrar suavemente a algún lugar donde llorar una pérdida, un deseo no cumplido… ¿Cuántas millas tendrá que manejar el plomero hasta acá? Dice que vive en Westchester…
-Mira, Chef, yo no tengo que tupir ninguna cosa -es Delio importunándome otra vez-. Este restaurant tarde o temprano se va a quemar, es cosa de tiempo nada más. Ustedes no saben, se creen que abusan de uno, pero de quien verdaderamente abusan es de los equipos. Todo tiene un límite y ustedes no lo aceptan. Cuando esto se queme yo voy a hacer el hombre más feliz de Miami porque estarán obligados a darme el desempleo. Por primera vez en mi vida podré descansar. Por fin podré cogerle algo a “esta gente”, que ya no dan ni un conejo por navidad.
No sé qué hacer frente a este saco de huesos que bien pudiera ser mi padre. Cuando yo llegué acá ya él estaba fregando, fregando… Es el más rápido de todos, friega con saña, con malestar, como si quisiera vaciarlo todo alrededor. No dejar un resto de esa comida, según él mortífera, que hacemos aquí. Desaparecer las huellas, los despojos de “esos imbéciles” que vienen a este restaurant a malgastar su dinero, su tiempo. Para él son unos incautos que pagan por devorar un menú extravagante y mientras más rápido salga de este trance, más cerca estará de sentarse frente a su paraíso de budweisers. En este principio de reproche se fundamenta su destreza. Me lo ha dicho sin miramientos, a mí, que de algún modo represento la mano que le da de comer. Mano que también muerde y maldice.
Pero ahora déjenme enumerar sus méritos: no viaja, no coge vacaciones, no tiene mujer. Iba a decir que ni perrito ni gatico, pero le queda una perra porque el gato se lo maté yo mismo según su cuento. Es tan asocial que no usa el celular mientras trabaja (el único, debo reconocerlo), no está en facebook, no va detrás de las camareras porque es un viejo misógino. Solo friega y condena, condena y bebe mientras friega. Pero de todos modos no le puedo permitir que haga zozobrar lo que me ha costado tanto alcanzar. Yo sí no soy un perdedor ni vine a este país a hacer el papel de comemierda. Lo regaño como corresponde. Y le recuerdo que no tiene que esperar a que esto coja candela para descansar, que probablemente ya casi está en edad de retiro. No necesito un incendio cuando ya estoy en medio de una inundación.
Discretamente llamo a Penélope a un lado. Le pido que averigüe cuánto cuesta un gato de esos para comprarle uno mañana mismo y reponérselo. Ella ya ha hecho sus pesquisas; con unos doscientos dólares aparece otro ejemplar. De la recaudación solo ha logrado treintaiocho. El resto pienso cargárselo a la compañía junto con los honorarios del plomero. Viéndolo bien es un gran servicio que les presto, que con su locura y todo fregador como éste no van a encontrar. Desde que estoy aquí he visto pasar más de quince. Se van a los tres meses, a las dos semanas, al día siguiente de haber empezado. Ha sido una victoria para Delio, para ella y todos los desfavorecidos de este mundo, eso leo en su sonrisa. Atravieso las aguas del Estigia en busca de un vaso de leche.
-Chef, si vas a hacerte un café, yo también quiero. Pero expreso, por favor, como el que me hiciste temprano.
Es Delio, que ya está detrás de mí, trayendo la caja llena de tazas.
-No, no vine a hacerme café sino a coger un poco de leche. Pero ya te lo pongo a hacer.
-¿Y tú por qué tomas leche habiendo tanta cerveza buena en el bar?
Le comento lo de la úlcera. Digo úlcera, pero de seguir yo así en poco tiempo será un cráter. Veo que me mira con cierta lástima mientras endulza el café que le he hecho.
-Yo no sé lo que es una úlcera, ni siquiera una gastritis. Y eso que ando bebiendo y fumando desde los catorce años. Ten cuidado y ese mismo picante que le pones a la comida no te mate también. Esta compañía está en manos de judíos y esa gente no ayuda a nadie si no eres uno de ellos. Ya estoy cansado de trabajar y trabajar para estos degenerados. Si les cojo el desempleo no me va a importar ni cuánto me pagan. Yo lo que quiero es irme a pescar tranquilo todos los días con mi perra, un six pack, un anzuelo y una carnada.
No le respondo. Por mí puede irse a pescar donde mejor le venga en gana. O ahogarse en medio del mar con perra y todo. Yo lo que quiero es que llegue el plomero. Por lo menos el asunto del gato está medio resuelto, ahora lo que falta es que el maldito desagüe se arregle. Y que este dolor en la boca del estómago se me calme. ¿De dónde sacará Delio esa idea de que esto es una mafia judía? Este país es grande y complicado.
Dentro de poco ya mis hijos estarán aquí y yo tendré que explicarles paso a paso cómo funciona esto. Pero la verdad es que lo que hubiese querido era irme de vuelta con ellos. Abrir un restaurancito frente al mar. Coger el sol en la mañana, esperar los meses de lluvia cuando aparecen los cangrejos moros. Regresar del canal con la malla cargada de camaroncitos acabados de desovar.
Sí, Delio, no te lo diré pero yo también extraño el mar. Y andar descalzo y sin camisa.
María Cristina Fernádez nació en Santiago de Cuba y vive en Miami desde el año 2006. Tiene publicados los libros de cuentos Procesión lejos de Bretaña, El maestro en el cuerpo, y No nací en Castalia (Editorial Silueta, 2016), además de otros dos volúmenes para niños. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, Estados Unidos, México, Italia y España.
LO encuentro muy bueno. Con un manejo simpatico del idioma. Es un buen cuento porque pasan muchas cosas a la misma vez. Se va suave, no aburre.