Hoy ha llegado mi novio con un poema rodeado de fotos en sepia y me ha dicho: “Esos somos tú y yo, Bonnie and Clyde”. Yo sé por qué no espera ni siquiera a quitarse la mochila para lanzar ese comentario raro, yo sé por qué piensa que somos como la famosa pareja asaltadora de bancos. Pero no le digo nada. Me limito a contemplar la revista y tratar de encontrar un parecido con esa joven al parecer rubia, vestida con blusa de mangas y saya larga, que apoya sus manos en la cintura, deja consumir un cigarro entre los dedos, y mira desafiante al frente. Transcurre su rato y no encuentro similitud alguna, por lo que paso al poema. Quedo estancada en una frase. El precio del pecado siempre es la muerte.
Las veces que me preguntan si practico determinada fe, lo niego de forma rotunda. Lo más cerca a creer para mí es una imprecisa herencia de mi abuela espiritista. Pero siempre he evitado explorarlo demasiado. Me dan miedo los videntes, los adivinadores que hurgan dentro de ti, sin decirte nada nuevo, pero que te asustan al verbalizar aquello que no le has contado a nadie. Explico por si alguien encuentra este papel, sepa que no atiendo a la expresión “del pecado” porque sea una feligresa devota. (En otras circunstancias, “feligresa devota” motivaría la broma de escribir en su lugar “tigresa devota”.)
No puedo salir de El precio del pecado es siempre la muerte, pues tengo deseos de vengarme. En el lugar donde vivo hay, como en todas partes, mucha gente malvada. No es la novedad. Estarán pensando que esa especie también existe allá, en el paraje desconocido para mí, desde el que ustedes leen. Aunque creo que el distingo de mis personas malvadas es que simulan ser buenas. Les cuesta asumir su rol, revelarse tal cual. Me gustan las películas donde el villano se divierte porque sabe que no puede ser de otro modo, ríe sonoramente, muestra todos sus dientes y hasta se frota las manos mientras ejecuta su crimen. Soy ingenua, lo sé.
Y aunque no lo crean, por el poema de Bonnie Parker he tenido esa revelación. Por eso he cerrado los ojos en un esfuerzo por dormirme, por eso he querido marcharme de este nivel de existencia a otro más placentero, uno en el que también yo pueda asumirme tal como soy. Oh, sí, porque también formo parte de esa fauna, la única diferencia es que estoy consciente de ello. El sueño casi me vence, y he pensado en que quiero llevarme conmigo algo así como un comienzo para empezar a desvariar. No me ha costado trabajo elegir. El precio del pecado es siempre la muerte.
Acabo de despertar en nuestro automóvil polvoriento, a toda velocidad. No se lo ha dicho a Clyde, porque no quiero asustarlo, pero tengo el presentimiento de que hoy vamos a morir, por aquí mismo, en las afueras de Arcadia.
La Habana, 2013
Este cuento forma parte de la selección Crear en femenino: Dieciocho autoras de Miami (Editorial Silueta, 2017).
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Crear en femenino: Dieciocho autoras de Miami
(Editorial Silueta, 2017)
Elizabeth Mirabal
(Foto cortesía de la autora)
Elizabeth Mirabal (1986) Licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana. Coautora de dos libros acerca de Cabrera Infante: Sobre los pasos del cronista (2011) y Buscando a Caín (2012) y de Hablar de Guillermo Rosales (Editorial Silueta, 2013). Ganadora con La isla de las mujeres tristes del Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014.
muy bien!!! como si no fuera literatura