Hijo anunció su llegada con bombos y platillos. Hacía unos dos años que esperaban su arribo cuando finalmente la ausencia de manchas y las náuseas matutinas confirmaron a Madre que por fin merecería ese título, anhelado desde que tenía uso de razón… sí, el de MADRE. Él no sabía si le iba bien eso de Padre, casi ninguno de ellos se puede imaginar cómo huele y a qué sabe eso de la paternidad, pero el deseo de Madre bastaba para impregnarlos a los dos. Como ambos tenían el plan estimado de la vida perfecta complementada por Hijo, no faltó ninguna atención a Madre para que Hijo se sintiera cómodo en su vientre, y todo fluyera de acuerdo a las expectativas largamente acariciadas y proyectadas por ambos.
Empeñados como todos los demás, en descartar cualquier factor de sorpresa en lo referente a su descendie nte, y con afán morboso, hurgaron en el vientre de Madre a ver quién venía por ahí. Y sucedió, pues, que cuando se asomaron a ver a Hijo, hubo un largo silencio del Sabio, que movía reiteradamente su artefacto ultrasónico, anunciando algún desastre humanamente no calculado. Padre y Madre se miraban con angustia; Madre con lágrimas en los ojos, Padre con un nudo en la garganta y un tanto insatisfecho. Lo que más les golpeaba era la interrogación que flotaba sobre la cabeza del Sabio con su sofisticado aparato en la mano. El Sabio ordenó a Madre vestirse y pasar a su recinto.
Madre y Padre arrastraron su dolor, su vergüenza y su incertidumbre hasta el confesionario del Sabio y se sentaron muy cerca los dos, como previniendo que si uno sucumbía, el otro pudiera sostenerlo. El Sabio, con ceño severo les explicó: Nunca en su interminable Carrera de Sabio, ni jamás en su vida había visto ni oído algo semejante… éste era un descubrimiento científico, algo único, pero nadie, ni siquiera un Sabio, podía asegurar la viabilidad de Hijo, a quien despectivamente llamó “Producto”. ¿Cómo podía la ciencia entender esto? ¿Cómo podía este “producto” haberse desarrollado hasta esta etapa? Nadie lo sabía. Lo cierto era que contra toda lógica, Hijo era más que especial. “Al ver que su cabeza palpitaba, esperé lo peor”, explicó el Sabio. “Procedí inmediatamente a hacer las mediciones de rutina, pero su cabeza tiene el tamaño esperado para esta edad de gestación”.
La incertidumbre comía a Madre y Padre. “Entonces”, continuó, “descubrí la verdadera razón de ese palpitar… Su hijo tiene el corazón en la cabeza, un corazón fuerte, que se las ha arreglado para nutrir a todo su organismo de manera normal, pero que vive alojado dentro de su cráneo”.
Padre y Madre sucumbieron ante sus peores terrores. Los cuadros del futuro se desgarraban en jirones de inconformidad acompañados con preguntas tan humanas como “¿por qué?”.
Padre, tratando de rescatar su pragmatismo, se recompuso con mucha dificultad y marcó el fin de la cita, culpando al Sabio de su falta de pericia e ineficiencia. Le advirtió que consultarían a otros sabios, a todos los sabios del mundo si era necesario, pero que demostrarían su error y le harían arder eternamente en las Zahúrdas de Plutón por tan descabellado y maligno diagnóstico.
Recorrieron el mundo varias veces. El planeta está lleno de Sabios, que con sabios aparatos escudriñan el futuro de las vidas que vienen a sucedernos. Pero cada uno que visitaban quedaba igualmente sorprendido, hacía las mismas observaciones y entre más corrían las semanas, cada uno se asombraba más de lo bien que Hijo se desarrollaba a pesar de su condición de fenómeno de la ciencia del siglo. Hijo, aparte de tener el corazón en el lado derecho del cerebro, era un “producto” perfectamente normal, el resto de sus órganos se desarrollaban según lo esperado, sus medidas eran exactas para su edad gestacional y se agitaba alegremente en el vientre de Madre, como si saludara, cada vez que alguien echaba un vistazo.
Sucedió que con el paso de los meses y el reiterado diagnóstico, Padre se convirtió en una sombra callada y trémula, perdió cualquier energía para discutir con los Sabios; a veces parecía que había olvidado cómo hablar. Si Hijo tenía el corazón en la cabeza, a él se le había bajado la lengua a los pies, y su alma se secaba en un laberinto de preguntas sin respuestas que, muy a menudo, buscaban culpables de la terrible situación que vivía.
Sucedió también que Madre dejó de entender el idioma de los Sabios y metió las orejas hacia adentro para tratar de escuchar a Hijo. En un punto sin retorno decidió no visitar a ningún otro Sabio y se dedicó a mirarse por dentro para conocer a Hijo; tenía miedo de que éste viera la luz del sol un segundo para fallecer todavía unido a ella debido a ese extraño sino cósmico que los Sabios llamaban fenómeno.
Sucedió que Hijo supo que Madre lo oía, y comenzó a hacer burbujas desde su piscina para establecer una especie de clave morse con ella, quien aprendió el lenguaje en menos tiempo del que toma suspirar. Un día, Hijo dijo a Madre que quería ver el mundo y que se sentía fuerte para explorarlo, así que Madre, sentada como estaba en el jardín de su casa, dobló una cobija, se abrió de piernas y, en quince minutos, dio a Hijo el pase de entrada a la vida.
Con la reminiscencia de su cerebro primitivo Madre supo cómo cortar el cordón, cómo expulsar su placenta y sonrió satisfecha ante el primer llanto de Hijo, que fue claro y nítido como la luna llena de octubre.
Entró a la casa directo a donde estaba Padre; le costó trabajo encontrarlo porque se estaba volviendo más pequeño y más transparente cada vez, pero una vez que lo ubicó, le acercó a Hijo con suavidad. Padre estaba aterrado de levantar aquel paño que cubría a Hijo, no sabía que esperar. Madre lo animó diciéndole: “Es Hijo, el nuestro, es igual a cualquier niño, solo que tiene el corazón en la cabeza”. Él levantó el paño y efectivamente, se encontró con un niño tan normal como cualquiera, bueno, casi… la mirada de hijo era en extremo penetrante y al encontrarse con las pupilas de Padre, sonrió.
Había en Hijo, desde sus primeros días de vida, una paz imperturbable que causaba envidia. Si quería satisfacer alguna de sus necesidades, se agitaba un poco. Madre, además, estaba volcada con todos sus sentidos en él, y parecían tener ambos una complicidad que los hacía felices. Madre no hablaba casi con el mundo exterior, nunca pudo preguntarle a ninguna otra madre si cuando amamantaban a sus pequeños, sentían ese latir intenso y lleno de vida en el medio de sus pechos. No supo si los otros hijos sonreían delirantes y hasta llegaban a soltar una diminuta lágrima emocionada al escuchar su música favorita. Madre decidió que el hecho de que Hijo tuviera el corazón en el lado derecho del cerebro sería su secreto.
Padre murió. Sus despojos eran apenas comparables con los de un gato triste. Falleció de eso, de tristeza y de orgullo. Madre lo veló sola y lo enterró en silencio en una caja de zapatos en el jardín de la casa. Lloró la irreverencia de Padre y le dijo adiós con el corazón.
Hijo creció, jugó, habló, cantó y cuando empezó a escribir, por supuesto, fue zurdo. Los finos trazos de sus letras llamaban la atención a propios y extraños, pues parecían partituras acompasadas que se entrelazaban con placer. El mayor rasgo de su personalidad siguió siendo su extrema paz. En todos sus actos había conciliación. Disfrutaba cada minuto de la vida como si fuera el mejor del mundo. Cuando tuvo edad suficiente, pidió a Madre que lo enseñara a pintar y desarrolló un talento que sobre todas las cosas conmovía profundamente.
Madre tuvo suficiente sabiduría para aprender de la concordia que regía la vida de Hijo y su instinto le marcó el momento de abrirle las alas para enseñarlo a volar. Para el resto del mundo Hijo era un niño especial del cual colgaban, infinidad de adjetivos: disléxico, sensible, extraño, índigo, traumado, alterado, sabiondo. Pero a nadie se le ocurrió nunca pensar que lo único diferente en él era que tenía el corazón en la cabeza.
Hijo creció hasta convertirse en Hombre y salió al mundo a buscar un amor que latía en sus pensamientos como pulsaciones certeras. Viajó para ver la tierra como nadie nunca la había visto y pintó enormes lienzos llenos de colores inventados por las mezclas de sus ojos. Pero se sentía solo, único y extraño. Escuchaba las discusiones y las palabras de los necios como ecos ensordecedores y graves que le provocaban taquicardia. Enfermó de severos dolores de cabeza que le sacaban manantiales infinitos de llantos salados y que lo hacían perder el sentido.
Un atardecer de verano perdió el sentido en una plaza pública del mundo mientras luchaba contra su dolor. Una anónima Ella, que llevaba días observándolo desde una banca, corrió a auxiliarlo. Cuando Hijo despertó Ella le sostenía la cabeza entre sus manos y apoyada contra su vientre. Aquellas manos parecían darle un consuelo mágico y poco a poco se despedía del insoportable dolor de cabeza, al tiempo que su cara quedaba marcada por las manchas de lágrimas ya secas; sentía que de aquellas manos emanaba un ritmo parecido a ese latido de vida que él estaba acostumbrado a sentir en la cabeza desde que tenía uso de razón, pero ese ritmo se duplicaba entre las manos de Ella, no era un latido, eran dos, y su cabeza parecía ligera y feliz. En medio del coro de curiosos que los rodeaban, se hicieron el amor desde las manos de Ella y la cabeza de Él. Fluyó un hilo de vida que la penetró por las yemas de los dedos dejándola satisfecha y feliz.
Cinco minutos después, Él falleció. Cuando llegaron los hombres de ley, Ella dijo que era su amante, su concubina de toda la vida, que Él sabía que iba a morir pronto debido a un extraño mal que lo aquejaba desde niño. Al principio, nadie le creyó, pero cuando el implacable juez ordenó la autopsia de rigor que se debe aplicar a todo aquel imprudente que decide morir en una plaza pública, Ella posó su mano sobre el hombro de hierro de tan oscuro personaje y murmuró un “…por favor”, tan quedo, que el juez no lo escuchó, pero lo sintió fluir desde su hombro al centro del pecho y la autopsia fue dispensada. Dos días después, Ella llevó las cenizas de Él a la orilla del mar. No lloró. Dejó escapar las cenizas a la marea cambiante con una sonrisa. Al verla, una mujer que por ahí pasaba, se animó a preguntarle: “¿De qué murió?” Y Ella respondió sin pensarlo: “De tanta belleza”.
A las 39 semanas de haber liberado sus restos, y sin ayuda de ningún Sabio, se le escapó de entre las piernas una niña rosada, hermosa, de largos cabellos y manos igualmente largas, que sonrió nada más encontrarse con sus pupilas. Hija era zurda y fue escultora.
Mara Jimenez
(Foto: tomada de Facebook)
Mara Jímenez nació en Ciudad de México y estudió Artes Escénicas en el ISA, La Habana. Se ha desempeñado como actriz y escritora. Ha sido coautora de varias obras de teatro y guiones cinematográficos en Cuba. Ha colaborado como directora teatral y dramaturga en compañías teatrales en México. Trampas del hambre es su primer libro de cuentos, publicado en el año 2016 en México. Recientemente participó junto a cuatro escritoras más en «La escritura de la asusencia”. evento coordinado por Antihéroes Project en el Centro Cultural Español de Miami.