Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Las buganvilias

ELVIRA DE LAS CASAS

 

“Papá tiene muy buena mano para sembrar”, dijo Mamá una tarde, al ver cómo yo miraba embelesada las enredaderas de buganvilias que tapaban la cerca del patio, junto a la que crecía una maraña de piscualas y jazmín del cabo, compartiendo aquel espacio verdísimo con las jaulas de los conejos. Nunca dejó de llamarme la atención que, cuando se creían solos o pensaban que sus hijas no estábamos escuchando, mamá se dirigía a mi padre llamándolo Manuel, Manolo o Manolín, mientras que, cuando nos sabía cerca de ellos, siempre lo hacía diciéndole Papá, como si ella hubiera sido una más de sus hijas.
  Recuerdo que ya el sol comenzaba a descender en el cielo, y las matas de aguacate extendían su sombra sobre nosotros mientras la brisa movía suavemente sus hojas, permitiéndonos disfrutar de la hora más fresca del día. Era entonces que mi padre encendía la cachimba y se subía en las piernas a Canelo, su conejo favorito, que mordisqueaba las hierbas de su mano y agachaba las orejas, como presintiendo que mientras estuviera con papá no tendría nada que temer.
  Aunque el patio era bastante grande, cuando la cría de conejos comenzó a aumentar casi de manera incontrolable, mi hermana y yo tuvimos que empezar a cortar hierba en un terreno baldío cercano a la casa, lo que dio lugar a interminables discusiones diarias sobre quién era la responsable de buscar el alimento de los animales. Cada día se formaba la misma discusión y se oían las mismas frases de “hoy te toca a ti”, “no, a ti, porque a mí me tocó ayer”; hasta que mi padre se ponía en pie y nos lanzaba una mirada fulminante después de la cual no nos atrevíamos a volver a protestar.
  La que sí empezó a protestar todos los días fue mi madre, que cansada de echarle comida a tantos animales y ayudar a mi padre a limpiar con una manguera el excremento que se acumulaba en las jaulas tan pronto como ella se daba la vuelta, dejó de ver con buenos ojos “el milagro de la naturaleza”, como le llamaba mi padre a la veloz reproducción de aquellas criaturas de apetito insaciable. Y me refiero no solo al apetito por la comida, sino también al de índole sexual, que de ser tan frecuente, hizo que llegáramos a ver con naturalidad aquellas cópulas rápidas pero intensas, tras las cuales los conejos se lanzaban de espaldas contra el piso de la jaula, y se quedaban tranquilitos con los ojos en blanco hasta que mi padre sacaba la hembra y la colocaba en otro compartimento, evitando así que muriera de extenuación por la constante solicitud del macho.
  Al principio mi madre tapaba la jaula con una lienzo, para que no los viéramos acoplarse, pero con el tiempo dejó de acudir corriendo con el rollo de tela debajo del brazo para impedirnos ver “aquello” que nunca antes habíamos presenciado y que tanto asombro nos causaba. Supongo que, de tanto verlo, dejó de llamarnos la atención, y un día ella decidió que no había ninguna razón para impedir que los animalitos disfrutaran a sus anchas, sin sofocarse por el intenso calor debajo de la improvisada carpa.
  De modo que, cuando comencé a decir en casa que quería un cachorrito, Mamá me respondió con un no rotundo, y le lanzó una mirada tan decidida a mi padre, que él no se atrevió a llevarle la contraria.
  “Eso es trabajo para mí, y bastante tengo con atender la casa y los conejos”, me dijo.
  Entonces le pedí ayuda a Papá, pero él miró de reojo a su media naranja y solo se encogió de hombros, como diciendo: “Donde manda capitán, no manda marinero”.
  Por eso no me lo esperaba cuando, un día después de llevar a casa mis notas de fin de curso, Papá me entregó una caja en cuyo interior estaba el cachorro más gracioso que hubiera podido imaginar. Parecía estar encantado de que yo lo cargara, y no paraba de lamerme la cara y las manos, como buscando mi aprobación.
  Claro que mi madre protestó, y hasta amenazó con deshacerse del perrito tan pronto como pasara por casa Danilo, el señor que recogía las sobras de comida para engordar los puercos que criaba para la Nochebuena.
  “Déjalo”, le dijo Papá. Yo pensé que nunca lo había visto hablarle a Mamá con esa cara tan seria, y en aquel instante supe que el animal se quedaba en casa.
  Catatrepo fue el extraño nombre que le escogió mi padre, y así se le quedó. Pronto se convirtió en el consentido de mi hermana y mío, pero Mamá nunca le permitió entrar a dormir en la casa. Durante el día podía entrar y salir a su antojo, pero al caer la noche tenía que quedarse afuera, en una caseta de madera que Papá le preparó para que durmiera cerca de la jaula de los conejos.
  “Así puede ladrar y avisarnos si alguien entra a robárselos”, dijo mi padre cuando se convenció de que nada podría hacer para que mamá dejara al perro dormir dentro de la casa.
  “Para eso son los perros, para cuidar la casa y avisar si entra un extraño”, concluyó Mamá con una entonación que ya le conocíamos, y que quería decir: “No hay nada más que hablar”.
  Solo que las paredes de la casa eran gruesas y el sueño de la familia, demasiado pesado. Nadie pudo auxiliar a Catatrepo la noche que lo atacaron unos gatos callejeros. Los gatos, sin duda impulsados por el hambre, trataron de comerse un conejo al que llegaron a halar por entre los barrotes de la jaula, pero el perrito les impidió que la carnicería fuera aún mayor.
  En la mañana, cuando Mamá descubrió lo ocurrido, Catatrepo yacía en un charco de sangre, mordido y arañado sin piedad por aquellos gatos hambrientos a quienes la necesidad les había hecho olvidar la mansedumbre de la vida doméstica, si acaso la habían disfrutado alguna vez. Al conejo no pudieron sacarlo por completo de la jaula, pero le faltaba una pata y ya estaba inerte cuando mi padre intentó socorrerlo.
  Estuve todo un día llorando a la que había sido mi mascota más querida. Papá puso el cuerpo en una cajita de madera que hizo a su medida, y lo enterramos junto a la cerca del patio, a la sombra de las enredaderas.
  Aquel año las buganvillas florecieron como nunca antes, y el peso de las flores hizo que las ramas se inclinaran a ambos lados de la cerca, desparramándose hasta la tierra como una cascada del color de la sangre. Mamá tenía razón; papá tenía muy buena mano para sembrar.
 
 

Elvira de las Casas
(Foto: Diego Rodriguez Arché)


 

Elvira de las Casas. Escritora, periodista y traductora cubana. En 1981 se graduó de Licenciatura en Lengua y Literatura Alemanas, en la Universidad de La Habana. En Cuba trabajó como traductora y periodista radial; desde 1991 reside en Estados Unidos, donde ha trabajado en varias revistas de entretenimiento y ha colaborado en diferentes sitios web. Varios de sus cuentos han aparecido en la revista literaria Conexos. En 2012 publicó la novela Doce mensajes a Hercules, y en 2015, La cruz de bronce; ambas con la editorial Silueta, de Miami.

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2 comentarios el “Las buganvilias

  1. Excelente cuento Elvira. Saludos

  2. Nancy Estrada
    20/01/2018

    Bien escrito desde los recuerdos. Con garra desde la primera linea. Lo disfrute y me lo bebi de un tiron. Un fuerte abrazo y el amor de siempre.
    Excelente Cuento.
    Gracias, Condesa.

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 15/01/2018 por en Narrativa.
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