14. Lluvia de estrellas
A medianoche la luna se escondió y el señor G. sonrió satisfecho. Sabía que el cielo, más oscuro que lo habitual, permitiría apreciar mejor la lluvia de meteoros. En la próxima hora presenciarían el bellísimo espectáculo de las lágrimas de San Lorenzo, como se conoce a las Perseidas, la tercera lluvia de meteoros de mayor intensidad en el año.
Aún tendrían que esperar un rato hasta que la vista se acostumbrara a la oscuridad, por lo que Maggie, siempre previsora, había colocado unas tumbonas en el patio, muy cerca del sitio donde se alzaba el observatorio. Sobre los asientos había extendido unas mantas para cubrirse las piernas, pues aunque estaban en pleno verano, a aquella hora de la madrugada era muy probable que sintieran frío después de permanecer un rato inmóviles a cielo descubierto.
A su lado había dispuesto una mesa pequeña, en la que una tetera de porcelana despedía una columna de humo y el tenue aroma de un té de jazmín.
Desde unos días antes el señor G. había estado muy ocupado, observando con el telescopio la trayectoria de los meteoros, mientras la Tierra se aproximaba a su órbita. Las partículas desprendidas del cometa Swift-Tuttle, al desintegrarse por efecto de la luz solar, alcanzarían su momento de mayor esplendor en las próximas horas, haciéndose visibles sin necesidad de un telescopio.
El fenómeno se podía apreciar varias veces en el año en diferentes constelaciones, y siempre despertaba una emoción indescriptible en el astrónomo. A medida que se acercaba el momento de mejor visibilidad, Maggie se dejaba arrastrar por el entusiasmo de su marido, y tan pronto como empezaban a aparecer en el cielo los haces de luz de las estrellas fugaces, la mujer lanzaba suspiros y exclamaciones de asombro que hacían las delicias del señor G.
Ernest G. sonrió preparándose mentalmente para lo que vendría después, pues sabía por experiencia que el emocionante espectáculo despertaba de manera asombrosa la sensualidad de su mujer, adormecida tras una década de vida en común.
Por lo general el disfrute de las lluvias de meteoros culminaba con una intensa actividad sexual en la habitación de la pareja, donde daban rienda suelta a la excitación que en ellos causaban los cuerpos celestes en movimiento. Sin duda la luz que irradiaban las partículas del cometa estimulaba los sentidos de aquella pareja que seguía profesándose el mismo amor desde el día que se conocieron. Aunque había transcurrido bastante tiempo desde aquella época, cuando Ernest impartía clases de matemática en la academia donde su futura esposa se preparaba para ser maestra de una escuela primaria.
El señor G. tuvo que reconocer que en las últimas semanas había descuidado un poco la atención a su pareja, debido a las largas horas que dedicaba a su más intensa pasión. Pero él se encargaría de subsanar ese error aquella misma madrugada.
Se llevó una taza de té a la boca y entrecerró los ojos mientras se concentraba en la bóveda celeste. La máxima visibilidad se alcanzaría cerca de las tres de la madrugada, aún faltaban un par de horas.
Sabía que el radiante de la lluvia de Perseidas estaba en la constelación de Perseo, por lo que la mayoría de las estrellas emergerían de esa área, pero podían aparecer por cualquier parte del cielo.
Miró su reloj de bolsillo y comenzó a medir el tiempo entre un meteoro y otro, hasta llegar a contar dos por minuto, momento en el que la excitación de su mujer llegó a su punto más elevado y los suspiros y exclamaciones se hicieron más seguidos.
Cuando se puso de pie para admirar mejor el panorama que tenían sobre sus cabezas, su marido la recorrió con la vista y comprobó que conservaba la misma cintura estrecha y las caderas amplias, pero de carnes firmes, que tenía cuando la conoció. Ernest le pidió otra taza de té y la vio inclinarse sobre la mesita para servirlo, lo que hizo resaltar sus poderosas nalgas por debajo de la bata de seda que se había puesto antes de salir al patio.
El señor G. se dio cuenta de que estaba desnuda debajo de aquella delicada tela que la envolvía y tuvo que hacer un esfuerzo para desviar la vista y volver a concentrarse en las partículas del cometa, pues notó que otra partícula, pero de su propio cuerpo, se había endurecido de repente, produciéndole un intenso cosquilleo entre las piernas. De todas formas no pudo reprimirse y le dio una cariñosa nalgada a su mujer antes de volver a prestar atención a lo que sucedía en el espacio.
Maggie respondió con una risita nerviosa que él interpretó como una sutil invitación a seguir adelante, pero que ignoró hasta que los haces de luz de los meteoros se hubieron extendido por la bóveda celeste.
Solo entonces Ernest se colocó detrás de su mujer y se apretó contra su trasero, consiguiendo así una erección más firme. Cada vez que Maggie lanzaba una exclamación de sorpresa, él respondía restregando más la abultada bragueta contra sus nalgas, que poco a poco comenzaron a responder a la invitación con movimientos circulares.
En el momento justo en que el cielo alcanzó su máximo esplendor, y la noche se iluminó con ramilletes de estrellas que irradiaban luz en todas direcciones, el señor G. volteó a su mujer, abrió la bata de seda y penetró la vulva húmeda y palpitante, sin esperar a llegar a la habitación como hubieran hecho en otra ocasión. Eran las 3:30 de la mañana, y aún pudieron ver las últimas estrellas descendiendo en el horizonte antes de acostarse en la cama matrimonial, donde siguieron retozando hasta el amanecer.
Tres días más tarde, mientras pescaba en las plácidas aguas de un lago situado al norte del condado Bergen, el señor G. recordaba lo acaecido entre él y su mujer la noche de las Perseidas, y se dijo que podía considerarse un hombre dichoso. No solo conservaba el amor de la mujer con la que se había casado, sino que, diez años más tarde, se sentía tan atraído por ella como al principio.
A su lado, Winston dibujaba con un creyón en un cuaderno, mientras conversaba con Steve. Ernest pensó que el encuentro entre su viejo amigo y el jovencito había sido mejor de lo que había imaginado, pues no pararon de conversar desde que salieron de Leonia.
Steve observaba maravillado los bocetos que trazaba el pintor, y este, como quien no quiere la cosa, casi lo había convencido de regresar a sus estudios, antes de tomar una decisión definitiva con respecto a la profesión que escogería.
“Tengo un buen amigo que imparte clases en la Escuela de Comercio de Nueva York. Puedo recomendarte para que te matricules al final del verano, y en dos años estarás preparado para trabajar en los negocios de tu padre”, le decía sin dejar de dibujar.
“No sé, señor Holmes. No creo que eso sea lo que quiero hacer por el resto de mi vida. Me gustaría hacer algo diferente, menos aburrido. Como esos dibujos que hace usted”.
“Pues hagamos un trato: tú vas a las clases durante la semana, y los sábados y domingos yo te enseño a dibujar. ¿De acuerdo?”
Steve lo miró con la boca abierta, como si le costara creer que el artista le estaba hablando en serio.
“¿A mí? ¿Usted cree que yo…?”
“A ti mismo, sí. ¿O tú crees que yo nací sabiendo pintar? Si quieres aprender, yo puedo enseñarte, pero prepárate a trabajar duro. Pintar no es cosa de juego”.
Ernest se inclinó para colocar en una bolsa el pescado que acababa de sacar del agua, luego abrió la canasta en la que llevaba el pastel que Maggie les había preparado para el almuerzo y dijo como al descuido, mientras se llevaba un pequeño trozo a la boca:
“Esto es lo que me faltaba. ¡Dos locos en lugar de uno!”
“¡Mira quién habla de locos! Al menos nosotros no nos pasamos las horas mirando caer estrellas”, dijo Winston de buen humor. No sabía por qué, pero aquel muchacho le inspiraba confianza, y si era verdad que estaba dispuesto a aprender, nadie mejor que él para enseñarle.
El señor G. masticó despacio el bocado de pastel y luego se sirvió vino en un vaso, felicitándose una vez más porque su intuición no le había fallado. Esos dos ya eran grandes amigos, solo tendría que vigilar al más joven sin que se diera cuenta, para que la cabeza no volviera a llenársele de musarañas y se preparara para ganarse la vida como un hombre de bien.
Dos meses más tarde Maggie descubriría que estaba embarazada. Cuando diera a luz a una niña hermosa, de tez sonrosada y abundante cabello ensortijado, sus amigos verían como una excentricidad más de su marido el extraño nombre que le asignaron: Perseida. Solo la pareja conocía el motivo de semejante rareza, pero nunca les pareció conveniente revelarlo.
Fragmento de la novela La mujer del cuadro (Editorial Silueta, 2018), que se presentará el próximo 7 de septiembre en Altamira Libros, 219 Miracle Mile, Coral Gables, FL 33134. Tel.: (786) 534-8433.
Para adquirir un ejemplar, pinchar en el enlace: La mujer del cuadro (Editorial Silueta, 2018), de Elvira de las Casas
Elvira de las Casas. (Cienfuegos, Cuba, 1955). Licenciada en Lengua y Literatura Alemanas en la Ciudad de La Habana, reside en los Estados Unidos desde 1991. Ha trabajado en varias publicaciones periódicas y colaborado con páginas digitales como editora. Con Editorial Silueta ha publicado otras dos novelas, Doce mensajes a Hercules (2012) y La cruz de bronce (2015). Varios relatos suyos han sido publicados en la revista digital Conexos y uno de ellos vio la luz en la compilación Crear en femenino (Editorial Silueta, 2017), además de ser traducido al húngaro ese mismo año, para la revista Magyar Napló.